RESEÑA DEL AUTOR
Periodista y escritor. Bachiller en Periodismo por la Universidad de Lima y Master en Literatura Hispanoamericana por la Universidad de Colorado (USA). Es autor del libro de cuentos «Punto de fuga» (Lima, Alfaguara, 2007) y mantiene las columnas de autor «Desplazamientos» en la revista Somos, del diario El Comercio, y «El arte de la fuga» en la revista Caras. Profesor de la PUCP y de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC). El siguiente cuento, de gran excelencia, pertenece al libro «Punto de fuga».
CUENTO
Jesus, help me find my proper place.
Lou Ree
Tú estás sentado en uno de los asientos del carro que corre en la noche a un ritmo de locos y esta vez, inexplicablemente, no le tienes miedo a la velocidad. Has gritado, te has reído, le has dicho a él, le has escuchado decir que los dos se van a la tierra prometida, a Canaán, a un sitio que corresponda con tu nombre bíblico. Tú y Bruno a bordo del BMW, la mirada de ambos fija en la autopista, los ojos repasando una y otra vez las serpientes blancas, rígidas, que de pronto se iluminan en la grava y desaparecen bajo las ruedas del coche, tragadas por la brea. Más allá no hay otra cosa que una oscuridad apenas tachonada por las luces de los cerros lejanos, algunos carros que dejan atrás, conductores anónimos que, se te ocurre ahora mientras coges una lata de cerveza de las que están a tus pies, quizás no merezcan vivir.
Bruno canta rabiosamente «I`m So Bored With Th e USA» y después te busca con la mirada. Los dos se observan desde la distancia cómoda de sus cigarrillos aún deformados por la hierba y de pronto sabes que la música explota, está haciendo añicos las partículas de aire dentro del carro. Miras la hora en el tablero frente a ti —las once y veinte— y piensas que aún falta demasiado para que todo esto se desacelere o se pierda. Le das un toque al pucho, cierras los ojos y no sabes por qué te dan ganas de recordar cómo es que empezó todo esto. Te preguntas si podrás. Le preguntas a Bruno. Lo ves tomar una lata de cerveza, llevársela a la boca, succionarla, secarse los labios con la manga de la chaqueta. Los dos están parados en medio del Sargento Pimienta. No, antes habían ido a ver una película, ya ni recuerdan cuál. Después se metieron al Bohemia y allí, en el segundo piso, sentados en un par de bancas altas, mirando a ratos el óvalo y a ratos a las parejas que conversaban, se quedaron mudos. Salieron de ahí cagándose de la risa ya no recuerdas de qué, quizás de lo absurdo de la situación dice él, y se subieron al auto. Después estabas pegado a la luna viendo el mar, parado frente a un puesto de sánguches a unas cuadras del óvalo Balta. Después es que están en el Sargento: la misma cola de gente pegada a la pared roja esperando pasar el control de la puerta. Abren los brazos, se dejan palpar los torsos, separan las piernas y entran por el pasadizo alto y estrecho hasta dar con la cancha abierta. Las sillas están todas tomadas y ustedes avanzan entre la gente en busca de un sitio. Bruno reconoce a unas chicas que estudian con él en la universidad pero que nunca lo saludan; tú, a un grupo de fotógrafos y diseñadores gráficos del periódico en el que trabajas. Te saludan de lejos. Haces lo mismo. Fuiste al baño y al regresar Bruno tenía una cerveza. Ambos se sentían mejor ahí, estaban ahí, tomaban la chela, miraban a la gente, escuchaban la música y la seguían con movimientos de cabeza, intercambiaban ciertas frases, comentarios sueltos, estaban allí y sabían que estaban allí, pero de pronto había algo que los separaba de las cosas como si todo estuviese pegado a un ecran. Exacto, loco, dice Bruno. Tú ríes. Bruno tomó la chela de pico, como hacen todos en el Sargento, y te sirvió en un vaso descartable; ambos se acabaron la botella de golpe y caminaron un rato entre la gente buscando algo, no sabían muy bien qué: vieron con indiferencia tipos con el mismo aspecto cuidadosamente desaliñado, los fotógrafos de siempre, un par de pintores, chicas estudiantes de arte, de comunicaciones, cronistas en noche de juerga, un crítico de arte, un curador.
Pediste una cerveza más en el cuarto cerrado del fondo. Mientras fumaban y se servían vieron un grupo de chicas solas. Se quedaron mirándolas hasta que el trago desapareció.
—Unas cojudas —dices, y ves a Bruno asintiendo con el cigarro atrapado entre los labios. Se lleva una mano a la boca para liberarla.
—Una bola de estúpidas niñas «artis».
Las miraron durante un largo rato. Las vieron sonreírse, abrazarse, bailar lésbicamente. De pronto Bruno, pegado a las escaleras de la sala de conciertos, te dijo que en verdad no se sentía del todo bien, en ese lugar no se sentía en absoluto mejor que en otros sitios, en todo caso solo cuando estaban con ustedes los otros dos amigos, cuando los cuatro se ponían a hablar estupideces, se reían unos de otros, miraban los culos, las tetas, qué sabía él. El resto era siempre como un telón de fondo. En verdad, te dijo, mirándote fijo a los ojos, nunca se hubiera sentido cómodo si no fuera por ellos, por ti. Ahora estaban los dos solos y él te conocía, ya sabía cómo eras, te estaba confesando que ese sitio de mierda en que estaban le llegaba a la punta del pincho.
—A mí también —le dijiste.
Bruno te hace un brindis vaciando el contenido de otra lata de cerveza. Después no recuerdas cómo fue. Él le da una pitada ansiosa a su pucho y te dice que tampoco sabe cómo fue, se tirarían más de una vida intentando saberlo. Tú ves al otro lado de la ventana una fi la de cerros sin luces, la autopista de la vía Evitamiento. No recuerdan ni siquiera quién dio el primer paso, quizás él te dijo que podrían hacer algo distinto, algo diferente o si querías se quedaban ahí, no sabía bien, él conocía otros lugares, te dijo, pero no sabía si te iban a parecer extremos, quién sabía, la noche del sábado recién arrancaba, tenían tiempo para emprender algo distinto si tú querías, si es que te animabas. Le dijiste que en verdad estabas para hacer cualquier cosa que no fuera quedarse en esos lugares a los que habías estado yendo por inercia los últimos tres o cuatro años de tu vida.
—Vamos al Cono Norte —te dijo de pronto, después de unos minutos de silencio, cuando mirabas por enésima vez a la chica de la noche, abrazada de otra y con un vaso descartable de cerveza en la mano—. ¿Has ruqueado alguna vez?
El carro sube por una avenida que ya no conoces. Han dejado atrás la Plaza de Acho, Palacio de Gobierno, corren parejo al lado del río Rímac en una zona que no puedes determinar. La pista se ha estrechado y tú ves por la ventana barrios más apretados, escaleras empinadas que los trepan, puentes peatonales altísimos y grises que se elevan por encima de sus cabezas, paraderos oscuros en los que aún hay gente que espera la llegada de algo, posiblemente combis. Ahora el auto deja atrás camiones, buses interprovinciales.
—Los Olivos es el target —te dijo Bruno una vez que estacionaron en un grifo de Barranco a comprar los six pack de cerveza en lata—, la tierra prometida. Le das un sorbo más a la cerveza y al ver más allá de las ventanas eres consciente de una nueva seguridad en ti, en él, en ambos. El carro de Bruno ha dejado de ser un estupendo carro, es un maldito BMW que se desplaza mudo, flotando, entre el paisaje gris que bordea ambos lados de la pista: los depósitos de buses, las fábricas de mayólicas, los mercados de frutas. Bruno conduce tranquilo, no se inmuta, hace redobles de batería sobre el timón y entonces tú le dices que te sorprende lo bien que conoce esta zona, pendejo, y él se ríe, se ríe y te dice que esta noche puede ser Virgilio y tú deberías ser un Dante a la altura de las circunstancias, loco. Eres Dante a la altura, piensas, después lo gritas, y te acabas de un sorbo muy largo lo que queda de chela en tu lata, sientes el frío de la bebida en la garganta, y abres otra inmediatamente porque el carro acelera y Bruno ha subido al tope el volumen del equipo y la batería de Headon ya arrancó, la cara de Bruno se ha superpuesto al rostro de Strummer cantando «Janie Jones» y tú te preparas para acompañarlo cuando entra el bajo, las voces de los coros, el alarido de Bruno y los dos mirándose al rostro como los locos que gritan y escuchan «Janie Jones» en la ambulancia de una película de Martin Scorsese que se pierde en Nueva York.
Pero esto es Lima, piensas, esto es peor que cualquier infierno, gritas, esto es una puta maravilla. Bruno se pasa la luz roja que viene, no hay otra alternativa con la música, y a ti te dan ganas de estrellarte, de salir disparado por la ventana, volar lejos de la ciudad. Dos camiones quedan atrás, un par de buses, varias cuadras y ahora es el turno de Jones, las manos de Bruno redoblando la batería superpuesta al timón, otro semáforo, los gritos a la gente que camina en las calles, nuevamente Strummer, el último tema del disco, la mano de Bruno bajando bruscamente el volumen del equipo.
—A dos cuadras está el sitio —dice de pronto—.Nuestro nuevo hogar.
Ahora están parados en medio de una larga cola, al lado de un paredón que, si no fuera por la bulla dentro, tomarías por fachada de una gran fábrica. Desde que bajaron del carro el espacio te ha parecido absolutamente distinto, sucio, plomo, agresivo, y eso te ha encantado.
Tienes en la mano una cajetilla de cigarrillos que le compraste a una de las mujeres que se abalanzó sobre ustedes no bien sacaron los pies del auto. Miras la hora: más de medianoche. Volteas el rostro: desde apretados taxis o en carros en donde entran a duras penas siete, ocho personas, bajan varios grupos de chicas. Ves que todas están maquilladas, llevan los labios encendidos, ropas ceñidas de lycra, los cabellos teñidos con dureza. Algunas mastican chicle; una de ellas, en minifalda y botas, te parece asquerosamente deseable. Son ruquitas, escuchas decir a Bruno, su aliento cerca de tu oído, hua-cha-fi -tas. Estás riéndote frente a la boletería y luego de un control de pantalones y bolsillos, tú y él se abren paso por un sitio que parece tener las dimensiones de un estadio, primero una zona llena de mesas de pin pon y juegos de sapo, luego otra de mesas de plástico y sombrillas. Ves los grupos de chicos y chicas que toman cervezas en jarras y de pronto miras tus sandalias de cuero sobre el canto rodado, repasas tu pantalón delgado y cómodo, el polo de algodón, la camisa abierta sobre el polo; ves a Bruno a tu lado y te dices que en ese sitio los dos resultan atractivos, definitivamente lo son, lo tienen que ser. Más allá, al fondo, debajo de un enorme techo de paja, un millar de personas salta al compás de otra música. Se acercan a ellas registrándolo todo.
En la barra Bruno pide una cerveza.
—Aquí empieza la diferencia, loco —te dice, sacando un billete de diez soles, recibiendo a cambio dos monedas de un sol y una enorme jarra de cerveza. Bruno sirve, la cerveza es distinta, la notas menos espesa que en otros sitios. Ambos chocan sus vasos llenos, se miran a los ojos, se sonríen. Más allá de toda la muchedumbre que ahora transpira al lado de ustedes, pegado a la pared del fondo, encima de una plataforma enorme, un grupo de bailarinas seguramente pagadas por el local ensaya una coreografía, algunos grupos de chicas han subido a bailar al lado de ellas. Miras a una, que tiene unos cabellos lacios y teñidos de naranja, las piernas largas, gruesas. Sobre sus cabezas un cartel gigante informa que el nombre del sitio es Pitcher. Al lado de ustedes pasan dos morenas altas, ambas con pantalones blancos, al cuete.
—El sitio tiene sus cosas —dices, haciéndole un gesto cómplice a Bruno.
—Canaán, loco —dice él, antes de tomarse un jarrazo del pico.
La dinámica es casi como te la habías imaginado: una serie de parejas bailan a un lado, fuera del campo de batalla; aquí y allá se pueden distinguir nudos de adolescentes amarradas de los brazos —has identificado a tres o cuatro como para revolcarse, un par más o menos, muchas con las que no pasa nada, una que fuera de este local podría seguir siendo bonita—, en torno a ellas piquetes de tipos que toman solos, igual que ustedes, miden la chela y miran la pista central como si fuera una vitrina. Son como aves de presa que calculan bien la distancia, piensas, lo tasan todo, lo evalúan y de pronto se lanzan en picada al cambio de canción; a veces ellas aceptan porque simplemente quieren bailar, otras veces se niegan, siempre las causas son difíciles de precisar. Cuando una acepta bailar contigo, le dices ahora a Bruno, hay que hacerlo toda la noche sin soltarla, hablándole de lo que sea, si es entre grupos de amigos mejor, después nunca se sabe, ¿no? A lo mejor un teléfono, un agarre, el telo. Bruno te ha escuchado y te dice que sí, acá las cosas están mucho más claras. No hay espacios para la cojudez, dice, la hipocresía, todo es más directo, salud por ello.
Pasan algunos minutos y solo entonces reconoces a la que te gusta. Está rodeada de amigas que bailan entre ellas y cuando alguien se le acerca para sacarla ella los rechaza fingiendo indiferencia. Bruno está mirando la arena, pensando en cosas que deben ser parecidas a las tuyas, escogiendo a su presa porque así son las cosas aquí, pidiendo otra jarra. Le dices que tienen que moverse y entonces dan una vuelta alrededor de la masa que baila, llevan la jarra y los vasos en la mano; del otro lado de la discoteca o como eso se llame hay unos altos en donde otras chicas se mueven con estrépito.
Dos de ellas tienen cuerpos de vedettes, no parecen estar solas. Distingues varios asientos desocupados y le dices a Bruno por qué no sentarse ahí, ver las cosas desde arriba. Lo van a hacer pero un hombre de seguridad los detiene en la escalera, esa es la zona VIP, les dice, cinco soles más. Bruno y tú se ríen y se quedan abajo, mirando desde su esquina el vapor sudoroso que borronea a la gente.
—Deberías venir otro día con un polo que tenga estampada la foto del carro de tu viejo y una leyenda que diga: «Este carro está afuera y es mío» —le dices—,por ahí que la hacemos.
Dejas a Bruno sonriendo solo y concentrado en mirar a la gente. Le has dicho que vas al baño un rato. En el camino te cruzas con varias mujeres, una o dos te llegan a mirar, o eso te parece, otra te dice dónde queda exactamente con una sonrisa coqueta. Ves la puerta y mientras caminas te dices que tienes que hacer algo, pensar rápido, operar rápido, ser tú. Entras. Hay un ramalazo de mal olor y una laguna enorme, al fondo unos toneles llenos de agua; no sabes para qué sirven y tampoco quieres averiguarlo. Te acercas al urinario. Varios hombres se sacuden las vergas pegados a la pared, después se miran en el espejo largo y sucio, se mojan el pelo, se dejan caer gotas por el cuello que después se cuelan por debajo de las camisas, de los polos: tú también te miras en el espejo y ves a los hombres que te rodean, te dices que el alcohol ha ablandado tus rasgos, quizás sea el contraste, la talla, te ves bien, te sientes bien. Buscas un jabón o algo parecido y no lo encuentras. Sales y decides bordear a la multitud por el lado opuesto al de Bruno, te colocas entre un grupo de hombres solitarios y descubres a la chica que crees que es la que te gusta: está bailando con un tipo. La música acaba, los hombres se abalanzan y de pronto haces lo mismo, sin medir la dirección.
Coges una mano, ves el rostro de una chica que ha aceptado bailar contigo. Te dices que estás haciendo o correcto: durante el baile te ha lanzado un par de miradas curiosas. Sabes que tienes que actuar de una vez y le dices algo. Le preguntas qué hace, a qué se dedica, te escuchas gritar, y luego con quién ha venido, de qué parte de Lima es. Ella responde todas tus preguntas. Parece que estudia enfermería, con primas, en San Martín de Porres. Después de cada respuesta calla y te mira de reojo, espera una nueva pregunta, sin duda, pero a ti no se te ocurre nada aceptable, todo lo que piensas te suena obvio o crees que no lo va a entender. Cuando la música termina y estás dudando entre decirle para seguir bailando o no descubres a Bruno en una esquina, mirándote muy serio, fumando un cigarrillo. Vas y le preguntas qué le sucede y él responde con un tono duro que nada, simplemente ocurre que está cansado de todo eso, todo ese ritual, todos los estúpidos bailarines y de todas esas chicas pacharacas, ¿qué chucha les pasa?, ¿qué chucha se creen esas cojudas?, mostras de mierda. Le das la razón en todo a Bruno y lo jalas a la barra. Te escuchas decir que las hembritas a veces se disfuerzan, se ponen cojudas, pero en el fondo todas quieren, no hay que dejarse vencer por el primer tropiezo, a todos les pasa, en serio.
—Tengo una amiga que vive por acá —te corta de pronto Bruno, mirando fijamente a la gente—; no tengo que arrastrarme por cualquier cojuda.
—No tienes por qué hacerlo —le dices—.Llámala.
—La conocí hace unos meses con el Chino, mi primo, y no la veo mucho porque nunca me da el ánimo para venir hasta tan lejos.
—Llámala.
—A lo mejor tiene varias amigas.
Le dices una vez más que la llame y él te dice que no sabe la hora. Miras tu reloj. La una y cuarto. No es malcriado llamarla a su celular, menos una noche de sábado. Le estás insistiendo. Él te sonríe. Ambos salen al escampado de las mesas de plástico con la chela en la mano y tú lo ves usando su celular. Te dices, mientras te metes la cerveza a la boca, que hay muchas cosas de Bruno que aún no conoces bien. Ahora escuchas su voz relamida y te da risa verlo en esos afanes. Te das cuenta de que él está medio ebrio también.
—Listo —te dice después de colgar, de acercarse a ti—; están en una fi esta en Pro, ella y su prima.
Salen del sitio, se dejan sellar las manos en la puerta del local. Camino al carro, mientras retoman la autopista, mientras abren otras latas de cerveza medio tibias que se quedaron debajo de los asientos, él te da todos los datos: son primas; una, la suya, se llama Meche, una zamba rica, graciosa, estúpida como una tapia, solo sabe escuchar radio, participar en todos los sorteos de canastas con productos de belleza, moverse en el ambiente de las fi estas; la prima, Liliana, en cambio, estudia periodismo en un instituto, es cholona y de cara medio malcriada, sí, pero tiene un par de tetas bastante considerables y lo más extraño viniendo de una tetona, tiene culo. Extraño, agregas, te ríes. Exacto, loco, te dice Bruno mientras arroja una lata vacía por la ventana del carro: exacto.
El BMW recorre una carretera que se va anchando cada vez más, las fábricas dejan su paso a páramos y a barrios más oscuros y distantes. La música revienta, la voz de David Bowie suena como nunca después de lo que escucharon hace un rato, la voz de Bruno se le pega, la sigue y la destroza, lanza un eructo. Tú sientes venir otro y lo arrojas. La tierra prometida está más allá de unos enormes locales comunales en donde descubres que hay fi estas chicha y espectáculos folclóricos, una autopista de luces de neón cada vez más altas y espaciadas. El carro se mete por un atajo, otra pista, una alta pared, tierra a tu lado. Bruno te dice que son las riberas de un río. Lima tiene tres, este se llama el río Chillón. Sientes la cerveza cada vez más caliente, la has tomado con mayores intervalos porque cada vez la sientes peor en la garganta. Vas a decirle algo a Bruno, ya no recuerdas qué, y de pronto lo ves hablando por teléfono con alguien. Da dos vueltas de manzana, entra por un parque en donde distingues juegos para niños y luego se mete en una calle, frena frente a una casa, te dice que salgas.
—Llegamos.
Dejan el carro con aparente calma y miden sus movimientos. Enciendes un cigarrillo cuando las ves salir de la casa iluminada en la que parece celebrarse algo; han estado esperándolos, han sentido el carro llegar.
De pronto miras que la morena delgada saluda a Bruno, le está diciendo que cómo así se aparece de buenas a primeras después de tantos meses, qué le pasó, cómo se olvida de sus amigas, le pregunta si se acuerda de Liliana. Bruno le da un beso y la saluda. Intentas una pose relajada pero luego te arrepientes y la deshaces cuando vienen hacia ti y él te la presenta. Se saludan.
Ella deja una estela de perfume que abre por completo las ventanas de tu nariz.
—Suerte que seamos cuatro —te dice, sonriendo.
—Claro —le respondes.
Meche les dice que están en una fiesta familiar, es santo de un tío, ya le ha dicho a su mamá que va a salir contigo, con Bruno y su prima, no hay problema por la hora ni nada, pero tienen que entrar, si no es mucho roche. Dejas de mirar la escalera exterior que trepa a lo que algún día será el segundo piso de esa casa y ves que Bruno te hace un guiño, mete la llave del carro en el pantalón y entra. Es necesario saludar a cada una de las personas de la reunión con la mano. Todas están dispuestas en asientos pegados a las paredes de la casa y mientras ves los rostros que olvidas uno a uno instantáneamente notas cómo se disipa el silencio que se abrió paso junto a ustedes. Te ves de pronto saludando a la mamá de Meche, que les ofrece un vaso de cerveza, un sorbo aunque sea, ustedes son muy amigos de mi hija, desde hace mucho tiempo. Bruno habla algo con un señor que debe de ser el padre y la madre se acerca a decirte que pueden salir con las chicas pero ya saben, dejarlas a una hora razonable: no más de las cuatro y media de la mañana. Asientes, le das un beso y después de eso sacas a Liliana de la casa con una seguridad que no imaginas, sin problema alguno ante la mirada de algunos hombres que deben ser sus amigos. Quizás sus primos.
Bruno abre las puertas del carro y les pregunta a las chicas qué es lo que quieren hacer. No sabes cómo pero de pronto estás sentado en la parte posterior del auto, al lado de Liliana. No sabes si fuiste tú el que se adelantó o fue Meche, pero ella va adelante, al lado de Bruno. El carro deja Pro y retoma el camino de vuelta. La misma carretera y las mismas luces de neón, lejanas. Tú guardas cierta compostura o intentas guardarla.
Mercedes y Bruno intercambian frases generales sobre el tiempo que no se ven, sobre las personas que conocen. Liliana a veces señala alguna cosa sobre lo que ellos dicen porque también ha salido con ellos y entonces te detienes en sus labios pintados de rojo y en las sombras plateadas de sus párpados, en el pelo negro que le cae sobre los hombros.
—Ustedes dos pueden hablar harto —dice de pronto Bruno, volteando—. Él es editor de Semana, así que aprovecha y pregúntale lo que quieras, Lili.
Liliana te mira fijamente con una expresión de asombro que te parece teatral y te pregunta si es cierto.
Le tienes que decir que sí, es verdad, y entonces ella quiere saber tu nombre, se lo dices y ella no puede creer que seas tú, ella estudia periodismo, sí, en un instituto, leen tus textos en clases cuando quieren analizar una crónica o una entrevista. No puede creer que seas tú. Bruno lanza una risotada y a ti no se te ocurre otra cosa que levantar las cejas. A Liliana le apasiona el periodismo, sueña con él mientras trabaja en los multicines que están cerca de la Universidad Católica, te dice cuánto le gustaría trabajar en un sitio como el tuyo, con una persona como tú para que le enseñe a escribir, a contar bien una historia.
Prendes un cigarrillo y le ofreces otro a ella. Le escuchas decir que los periodistas fuman mucho, ¿no? Fuman mucho y son muy bohemios, y toman café y remueven el azúcar usando lápices, eso le dice su profesor, ¿era cierto? A lo mejor él quisiera colaborar con una revista de periodismo que ellos hacen, escribir algo, enseñarles, no sabía muy bien, en verdad estaba extrañada de conocer a un periodista de verdad. Piensas que de alguna manera te sientes a gusto con ella: tiene inquietudes, te dices, y mientras sueltas cualquier cosa, frases vanas, no lo sabes bien, no puedes evitar mirar la amplitud de sus caderas, la firmeza de sus pechos.
El carro corre, corre entre espacios que a veces atisbas y luego no recuerdas y de pronto oyes un grito y una carcajada y es Mercedes que le dice a Bruno que cómo dice eso. Liliana te pregunta cómo te conoces con él, qué han hecho juntos. Desde hace mucho, somos como dos almas gemelas, hace algún tiempo salimos por ahí a vivir lo que sea, la locura de los veinticinco. Liliana se sorprende de tu edad, ella tiene veintidós, se demoró en los estudios porque tenía que trabajar, ese tipo de cosas. De pronto le estás viendo el rostro y te cuesta retener lo que te dice. En un momento la escuchas decir que a ella y a Meche les encanta que Bruno sea como es a pesar de lo otro, ya sabes, que pese a todo eso sea tan sencillo.
Salen del carro, reconoces el paredón gris. Los dos muestran los sellos y pagan las entradas de ellas, aumentan unos soles para la zona VIP. Una vez más las mesas, los cantos rodados, la multitud al fondo. Suben las escaleras a los altos después de mostrar los tickets y apenas se ubican en una mesa las chicas dicen que se van al baño. Bruno pide una jarra, te mira a los ojos con ojos vidriosos y te pregunta si no tenía razón. Los dos se ríen, se abrazan.
Liliana y Mercedes llegan después de unos minutos y se ponen a bailar solas a un lado, pegadas a la baranda desde la que se ve la pista de baile. Bruno y tú beben. Hay varios patas que las miran, uno se acerca a ellas y Liliana le hace un gesto de rechazo, los señala a ustedes, ustedes las miran. Bruno se pega a tu oreja y te hace notar que acaso, en ese lugar, ustedes tienen consigo a las dos mujeres más buenas de toda la noche.
Le dices que sí, tomas un trago largo y te acercas a Liliana y te pones a bailar con ella. Bruno hace lo mismo con Meche y de pronto dejas de verlo porque te dejas caer y tienes de pronto los cabellos de Liliana metidos en las narices, su olor a champú y nicotina, su cuello cerca, su cuerpo que de pronto aprietas con ansiedad contra tu cuerpo, tu mejilla en su pecho. En medio de esa salsa, mientras sientes el sudor que pega tu camisa a tu espalda, piensas que te sientes bien. La música cambia y las dos se despegan al mismo tiempo de ustedes, se pasan la voz: tú regresas detrás de Liliana y camino a la mesa ella vuelve a tocar el tema del periodismo, te pregunta si lees mucho para escribir como escribes, su profesor le ha dicho que todo periodista debe leer. De pronto le dices que sí, bueno, lees mucho en verdad, pero quizás también pueda resultar aburrido, ¿no? Ella te dice que no, que por donde ella vive compra libros piratas cada vez que puede y que por ejemplo ahora está leyendo a Jaime Bayly, que escribe precisamente sobre periodistas, y que le gusta mucho aunque a veces le parece medio simplón, también te dice que escucha a Richard Clayderman. Vas a responderle algo pero Bruno te pasa la voz, tiene a Mercedes agarrada de la cintura y les está diciendo para irse, tomarse un trago los cuatro en un sitio más apartado. Meche te mira con la mano apoyada en el hombro de tu amigo y asiente, le gusta la idea. Liliana acepta, dice que está bien, y tú te das cuenta de que has colocado tu cabeza sobre su hombro.
El carro se detiene en una licorería y tú preguntas si quieren cerveza. Ellas no: sangría. Bruno y tú salen de un brinco, se acercan a las rejas de la tienda, sacan sus billeteras; en ese hueco cerca de la casa de Meche solo la venden en caja, así que compran dos y unos vasos descartables, van hacia el carro, entran y de pronto estás sentado al lado de Liliana. Mercedes hace bromas de doble sentido con Bruno y se ríe, y cada vez que termina su carcajada medio forzada pone su mano sobre el pecho abierto de la camisa de él, los dos se ríen, están riéndose en la parte delantera del auto y de pronto te das cuenta de que tienes arrinconada a Liliana a un extremo de su asiento, muy pegada a la ventana, aprisionada por tu brazo extendido y tu vaso descartable de vino. Sabes que estás ebrio, sabes que en otra situación similar la estarías embarrando toda haciendo lo que haces pero no te importa, esta noche nada de eso importa y acaso por eso te escuchas decir que es estupendo que quiera aprender periodismo, tú le puedes prestar libros útiles, ambos los pueden discutir. Te estás acabando la sangría de un sorbo cuando escuchas que ella te pide nombres: inmediatamente le das nombres: Truman Capote, dices, Norman Mailer, Hunter Th ompson, y ella te responde que el primero le suena, que sería fascinante, que una próxima vez podrían hablar de eso si salen juntos y no te pierdes. Te has acercado más y Liliana ha levantado su mano con su vaso de sangría y la ha puesto como una barrera entre tú y ella. Escuchas un grito, volteas y ves que Meche hace un escándalo mientras Bruno la tiene abrazada. Bruno le busca el rostro y le da un beso en la boca, y ella se ríe escandalosamente y le dice que está loco, que es un completo loco, le da otro beso y se suelta de sus brazos.
Liliana te pregunta de pronto si tienes pareja y entonces tú le dices que no. Ella te dice que ella tampoco, que tuvo una pero solo quería aprovecharse de ella, tú sabes, y la dejó cuando vinieron los problemas. Tú preguntas qué problemas, ella se lleva el vaso de sangría a la boca como para demostrar que está tomando, se ríe irónicamente como para sí misma.
Te das cuenta en un momento de que le has cogido la barbilla y de que de algún modo no hay marcha atrás. Ella también te mira a los ojos: debes de haberla visto con un rostro apenado cuando habló de su trabajo, de la hipoteca de su casa, de la enfermedad de su hermano o de alguien de su familia, de cosas que mediatamente olvidaste: ahora te está diciendo que no sabe por qué te ha contado todo eso si recién te ha conocido, quizás porque haces periodismo y a ella le gusta eso o tal vez porque pocas veces tiene la oportunidad de hablar con alguien como tú, tan diferente. Te parece que tiene los ojos rojos cuando te dice que en definitiva está trabajando duro para sacar todo adelante, quiere progresar. Durante varios segundos no sabes qué decirle, cómo sentirte. La música que suena es de la radio, y Meche baila con los brazos extendidos dentro del auto, y tiende sus brazos sobre el cuello de Bruno y le dice que cuándo la saca a ella al cine, y él responde que cuando ella quiera y ella dice que podrían ir los cuatro, ¿no Lili?
Lili dice que sí y baja los ojos. Miras tu reloj y ella te pregunta la hora; se la dices y ella dice que es tarde, que tienen que dejarlas en la casa. Bruno lanza un grito y dice que quiere un beso de Meche, uno, y entonces ella le dice que está muy ebrio y le da un beso en la boca y luego mira a Liliana y le hace un gesto señalándote. Liliana solo le sonríe y después voltea hacia ti:
—Bruno siempre quiso besarla —dice, sonriendo.
Asientes y te ríes como si el dato te fuera familiar pero no lo es en absoluto. El carro empieza a moverse erráticamente y los cuatro se dan cuenta de que Bruno está muy ebrio y tú eres consciente de tu propia embriaguez también. No piensas en nada cuando el auto zigzaguea. Bruno maneja muy mal pero Meche le acaricia el pecho mientras le va indicando por dónde voltear, qué calle tomar, y de pronto todas las bromas dentro del carro son sobre su modo de conducir, sobre lo ebrios que están los dos, tú también, aunque estés así, todo tranquilito, desde qué hora estarán tomando, ya se les notaba embalados cuando fueron a recogerlas a la reunión, cuando las llamaron. Ríes estúpidamente y tienes deseos de bajarte en cualquiera de las esquinas.
Tienes unas ganas extrañas de besar con amor a Liliana y quizás de enamorarte de ella, te dices que te gustaría poder amarla y también ayudarla en sus problemas, pero ya no eres el mismo de hace algunos años y nada te sale de la boca, nada te provoca, solo hacerte el dormido por ratos, escuchar las bromas adelante, reír sin entender. El carro se ha detenido, las chicas están bajando y de pronto Mercedes le dice a Bruno que está mal y Lili te dice a ti si no quieren comer un poco, tomar un café, algo que los reponga porque la casa de Bruno está muy lejos. Ves que las luces de la casa de enfrente se encienden. No es la casa de donde las recogieron.
Bruno dice que se bajan. La madre ha salido de la casa y si algo te sorprende es la manera en que trata a Bruno, como si lo conociera de mucho tiempo, como si de verdad fuese muy amigo de la familia. No tienes cabeza para conjeturar nada. La casa es discreta, austera, tú te las conoces de memoria: el piso de parqué, el espejo con bordes dorados, el mueble de madera que separa ficticiamente dos ambientes. Los dos se sientan en los sofás aparatosos de la sala mientras la mujer se lleva a su hija y a su sobrina a la cocina. Se miran sin decirse nada, agotados, con un brillo en los ojos, y de pronto un olor muy agudo los alcanza. Mariscos, dice Bruno. Lo miras: te encuentras con su cara desencajada mirándote desde su sofá, tiesa, y de pronto los dos se ríen.
—Esto es una noche delirante, loco —te dice.
Haces un gesto de que ha sido demasiado, tienes deseos de echarte a dormir pero inmediatamente te pones de pie y caminas hacia el olor de la comida. La madre de Mercedes debe de tener unos cincuenta y cinco años, está parada frente a una cocina muy grande y limpia y al verte llegar te saluda por tu nombre y deja la sartén en manos de Liliana. Te habla, te está diciendo si es verdad que eres periodista, Liliana le acaba de decir que trabajas en El Comercio y ella se siente feliz de que seas amigo de su sobrina, que es una chica tan dedicada a su trabajo. Liliana te mira con algo de vergüenza; quieres creer que también con ilusión. Meche saca el café cargado y lo lleva a la mesa, Liliana termina, sale de la cocina y te descubres siguiéndola, mirándola, repasando sus caderas, su pelo. La mujer de edad ha puesto los manteles en la mesa, los tazones de café y Liliana ha servido los mariscos; las dos muchachas les piden primorosamente que se sienten a la mesa. Vas a sentarte y mientras comes debes asentir a todo lo que la señora les está diciendo sobre las bondades de su hija, en primer lugar, y de su sobrina, en segundo. En un momento abraza a las dos y les da, a cada una, un beso en la frente: chicas bien criadas, rectas, legales. Bruno se mete una cantidad enorme de mariscos a la boca y tú entierras la cabeza en el plato.
—La vieja nos quiere casar, loco —te dice Bruno en el carro, mientras ambos miran a las dos chicas que les hacen adiós con las manos desde la puerta de la casa—. Hasta de comer nos dio la pendeja.
—A mí todo me apenó un poco —le dices buscando cigarrillos en tus bolsillos.
—Y la Meche qué tal conchesumadre.
El carro se desliza en línea recta; has notado que Bruno conduce con algo más de seguridad. Tus ojos se abren paso entre calles angostas, parques algo másespaciosos y se topan con las luces lejanas de la autopista. No puedes dejar de pensar en Liliana, te dices que te podría provocar verla una vez más, también te dices que te daría flojera, lo más probable es que jamás se vuelvan a ver.
Las luces del auto barren la Panamericana, descubren las serpientes blancas, rígidas, que de pronto se iluminan en la grava y desaparecen bajo las ruedas del coche, tragadas por la brea. Después de un momento ambos están pasándola realmente bien mientras rememoran lo que ha sido esa noche, comentan los cariños de la tía, los bailes en el Pitcher, tú cuando ponías la cara encima de las tetas de Liliana o la arrinconabas contra la ventana y ella saliéndote con todo su rollo del periodismo.
—Quiere que la quieran bien, loco —apunta
Bruno, mirando la pista, mirándote—. Quiere que alguien la quiera bien.
Miras por la ventana a lo lejos, Bruno se ha lanzado en una disquisición sobre la distancia y lo improductivas que, pese a todo, son estas salidas: la pasas bien, te diviertes, te sientes bacán pero ellas o te sangran o te quieren bien, viven muy lejos, es una lata regresar a Lima, me llega a la punta del pincho. Lo escuchas decir eso e inmediatamente te das cuenta de que el auto no va hacia la casa, se está internando más allá de Pro, al norte, y cuando le dices a Bruno qué chucha le pasa, qué mierda quiere, te dice que ni modo, el carro es suyo y se van a Comas, la cosa aún no acaba, loco. Con él la cosa nunca acaba. Sacudes la cabeza, te ríes y encuentras debajo de tus pies la segunda caja de sangría aún sin terminar, te la empiezas a tomar de pico.
— ¿Y a qué parte de Comas vamos? —le preguntas después de secarla—, ¿cuál es el próximo círculo?
—Hemos venido por mujeres —te dice él—. Eso es lo que vamos a conseguir.
El sitio al que han entrado es oscuro y terriblemente sórdido, pero en estas circunstancias ya poco te interesa. Apenas bajaron del carro un hombre menudo los alentó a entrar: más allá de las luces de neón del bulevar casi desierto, agonizante, del otro lado de la tela color sangre de la entrada, un espacio lóbrego, lleno de espejos, los agredió con un olor intenso a pécora, a axila, a perfume barato. Distingues racimos de mujeres semidesnudas que duermen en unos sillones amueblados con telas de plástico. Deben de tener veinte, veintiún, veintidós años; algunas muchos más, un par de ellas te parecen menores de edad. Prendes instintivamente un cigarro y lo chupas con violencia: el humo parece alejar el olor y les permite caminar con menos esfuerzo por el piso mechado de lamparones y restos de cerveza, un espacio de luces moribundas. Caminas por el local y se te antoja que está a punto de cerrar. Una tipa muy gorda recorre los muebles y les dice a las mujeres que se despierten, la noche no ha acabado, hay un par de muchachos apuestos que quieren beberse una cerveza, tener compañía. Pronto observas que algunas se desperezan y de súbito estás rodeado de varias de ellas, escoges a dos, piensas que acaso porque son las que bostezan menos.
La que está a tu lado tiene los ojos de un verde reptil por la luz de los reflectores, unas tetas enormes, apenas levantadas por un corpiño. A Bruno una mujer alta y de ojos rasgados le entrevera el cabello.
— ¿Has venido antes? —le gritas a Bruno camino a la mesa, tratando de vencer el repentino volumen alto de un bolero.
—Nunca.
Preguntas a la mujer que está contigo cómo es todo y escuchas que la jarra de cerveza cuesta diez soles y veinte en los apartados del otro lado, un sitio al que van las parejas que quieren privacidad. Sabes que estás sentándote a la mesa y que delante de ti está Bruno, la mujer de ojos rasgados y la jarra de cerveza. Las putas piden dos tragos de la casa, dos vasos que llegan con un líquido negro. La mujer a tu lado te acaricia el rostro y te pregunta tu nombre, qué haces, a qué te dedicas. Te sientes cansado para responder con la verdad y sueltas lo primero que se te viene a la mente, a ellas tampoco les importa demasiado. Bruno inventa unos datos y tú lo sigues, de un momento a otro ambos hilvanan una historia inédita de su amistad. Las mujeres tienen rostros soñolientos y los abrazan como pueden; les preguntan si están solos, cómo llegan a esas horas cuando los clientes ya se han ido, dónde han estado los pilluelos, se nota que no son de por acá. Tomas la cerveza que te sabe a diablos y ves que del otro lado de la mesa Bruno te hace un gesto desaprobatorio: le ha parecido igual que a ti. Un bolero que nunca has escuchado suena en el ambiente y dos tipos que no habías visto antes salen a bailar con otras dos putas. La escena, de pronto, te sume en una sensación muy intensa que no puedes precisar. Te acabas de golpe un vaso, dos. Pides otra jarra. Escuchas, o crees escuchar, que Bruno te dice, en inglés, que ustedes dos son como los camaleones, tienen muchas pieles, o una sola que cambia en un sitio distinto, nadie puede saber cuál es la verdadera; la verdad es que no le entiendes todo muy bien, solo le sonríes. Está muy ebrio. Estás muy ebrio. La cerveza se está acabando y a estas alturas te sabe a agua. No sabes cuántas jarras se han tomado o si es la misma. En un arranque te acercas a los labios de la mujer y los besas.
Tu mano se posa en su corpiño y ella inmediatamente se lleva la mano a la espalda y sus pechos salen lanzados al aire como dos pelotas. Bruno te dice algo que no entiendes y ves que después se toma la cara con las manos; te preguntas si tiene ganas de vomitar, le vas a decir algo pero la voz de la mujer, cerca de tu oído, te dice que si lo deseas te puedes pedir una pequeña jarra de sangría y se pueden ir a un apartado para dos personas, los dos solitos. Levantas la mano, no sabes cuántas veces, no sabes para qué, y de pronto descubres a una mujer de tetas al aire que trae la jarra y se encierra contigo en un apartado para dos: ves una mesa, un espejo, un mueble cubierto con telas rojas.
De pronto eres débilmente consciente de que te estás besando con ella, se están besando frenéticamente, o eso es lo que te parece, y además le estás cogiendo las caderas, los muslos, el culo. Después te ves besando unas tetas que sientes frías, como si fueran dos globos de agua helada. Tu mano se mete entre las piernas de la mujer y ella las junta un instante, pero después te deja hacer, se ríe estrepitosamente y en un momento descubres sus brazos alrededor de tus hombros, sus dedos en tu pelo y sientes una ternura estúpida en el trato que ella te prodiga, una erección intermitente entre las piernas, algo que no se llega a consolidar pero que sin embargo presientes ahí, adormecido, expectante. Te escuchas diciéndole a la mujer que quieres que te la chupe, que te haga una mamada. Ella ríe y baja la cabeza, se acerca a tu verga, la muerde por encima del pantalón.
Quisieras que creciera, que reventara la bragueta y se le meta a la fuerza entre los dientes y le rompiera la boca, pero nada de eso ocurre. La puta te dice que una mamada te costará cien soles. Está cojuda. La ves reír. Te despegas. Piensas en ella y a la vez en el trago que tomas, en la mamada, en el suelo, en el sitio en el que estás y al instante eres presa de arcadas que traen un olor cercano de mariscos, de cerveza, de vino barato.
En tu mente, contra tu voluntad, se yuxtaponen la mujer que te preparó esa comida que ahora sientes agolpada en la garganta, Liliana, el Pitcher, y más allá las chicas del Sargento, las mesas del Bohemia, los espectadores de la película rusa, ahora lo recordabas, que tú y Bruno olvidarán para siempre. Repasas todo eso a la vez que tu voz le está regateando a la mujer una rebaja, no entiendes por qué lo haces si quizás no lo deseas, ella te está diciendo que ese es el precio, pero si no tienes te puede hacer una pajita de regalo, que le compres otro trago, se nota que estás solito, se nota que estás triste, se nota que necesitas compañía.
Empiezas a sentir que las fuerzas abandonan tu cuerpo, que puedes caer de bruces sobre el piso en cualquier momento y que de verdad quisieras dormir en este momento sobre ese mueble rojo, al lado de la mujer. Se lo dices y ella te dice que pidas un trago más antes de que cierren la caja, por qué llegaste tan tarde, y de pronto a la música se le superpone una señal de emisora, la voz de un locutor que informa la hora, despierta los ánimos de todo Lima, todo el mundo a levantarse.
Has escuchado esa voz y has abierto los ojos, entiendes por segunda vez dónde estás y te paras como puedes. Has corrido las cortinas de tela roja del apartado y ves que Bruno ha aparecido de algún sitio, quizás de otro apartado, y ves que te mira con ojos febriles. Te dice con pánico que se van, es tarde y en medio de un tremendo sopor ambos se dan ánimos y pesadamente abandonan la segunda sala, recorren el recibidor donde un grupo de putas ronca y otra más, aún con ropa de batalla, pasa un trapo por el piso. Afuera, en el bulevar, el único carro aparcado por algún milagro es el de ustedes.
Finalmente alguien lo cuidó. Caminan durante un lapso interminable y llegan a él. Ahora crees sentir algo que podría ser vergüenza. No. No sientes ni mierda. Subes al carro sin decir palabra. Bruno pone música, cualquier música, y de algún modo, escuchándola, tú te sientes a salvo. Una, dos veces parpadeas, y luego observas la claridad que se apodera del cielo.
El auto empieza su marcha muy lento, de modo casi imperceptible, y poco a poco gana velocidad. Con el desvanecimiento de la oscuridad ahora te es posible vislumbrar los barrios que estaban ocultos en la noche, ver la carretera en toda su grisura, su miseria. El carro avanza entre la desolación del paisaje y al cabo de un momento te has dado cuenta de que las cosas pasan por la ventana rápidamente. Ya no tienes fuerzas para preguntarte si Bruno podrá manejar así hasta Lima, si estará en capacidad de llegar; sabes que tú definitivamente no podrías. Te quedas dormido durante un rato, no podrías calcular cuánto, y al despertar te descubres en el mismo vehículo de hace varias horas, tu amigo aún a tu lado, sus manos todavía aferradas al volante.
Una vez más caes dormido y de pronto te sacude el miedo de dejar que el otro se caiga de sueño en la carretera, parpadeas, haces el esfuerzo, luchas contra tu cansancio, quieres decirle algo pero no puedes y entonces solo llegas a ver el rostro de Bruno humedecido, su mirada clavada en las líneas de la autopista como si corriera contra algo, o contra alguien; vuelves a luchar contra ti, te parece oír que murmura palabras que no entiendes, que apenas te inquietan. ¿Qué quiere hacer?, ¿qué se dice?, ¿a dónde te lleva? Sientes que tu cuerpo marcha, que el carro marcha, acaso por inercia, y de pronto te parece descubrir que estás en una ciudad que es tuya porque entre el parpadeo alcanzas a ver la silueta de Palacio de Gobierno y las aguas oscuras del Rímac que corren frenéticamente. Sigues oyendo los murmullos y de pronto, quizás ya en el sueño o en la disolución, deseas con las pocas fuerzas que te quedan que todo aquello no acabe o que acabe de una vez para siempre, que la ruta sea infinita y él no pare de conducir sobre ella y nunca lleguen a un destino, a una casa, a un sitio específico que te obligue a volver a ser lo que eres, despertarte mañana de golpe, reconocerte en todas las cosas que hay en tu habitación.