Por Danny Barrenechea.
Hace unos meses atrás, como es costumbre en mi peruanidad, sufrí esa extraña dualidad de alegría y tristeza a la vez. Se anunciaba en algunos fan page el estreno de un filme sobre la vida y obra de Maxwell Perkins, el editor leyenda de Estados Unidos durante las primeras décadas del siglo 20. Sobre todo la relación que este mantuvo con uno de los escritores fundamentales de la novelistica estadounidense: James Wolfe. Y digo tristeza porque es bien sabido para los peruanos que este tipo de películas solo se exhiben en algunas salas del lado más cool de Lima y tan solo por una semana y, como es fácil de suponer, muchos nos quedamos con las ganas, mientras en tropel la masa atiborraba las salas para ver la última pendejada de Tondero: Siete semillas. Felizmente gracias a Netflix tuve la oportunidad de verla este 31 de enero en medio de estruendos e insensatos deseos.
El filme, dirigido por el director teatral ganador del «Tony», Michael Grandage, presume de algunos méritos que a mi humilde entender lo ubica en un posible top ten de mejores películas que homenajean la literatura. Poco se ha filmado sobre el trajín y el fundamental trabajo de las editoriales durante la Vanguardia y posterior a ella. Sería alucinante poder ver en el futuro, un filme dedicado al oficio e importancia, por ejemplo, de Carmen Bacell durante El Boom Latinoamericano y su relación con Gabo o Vargas Llosa. Please, déjenme soñar.
Es entonces en Genius o Pasión por las letras, nombre del filme por estos lares, donde se puede observar ese trabajo de orfebre, de manicurista, de catador o, si se quiere, de curador de arte que es el oficio del editor. Max Perkins, un ex reportero del New York Times, en el filme ya dirige «Charles Scribners’sons» casa editorial que pasaría a la historia por ser quienes con el ingenio de Perkins, mostrarían al mundo genios de la talla de Francis Scott Fitzgerald o Hemingway. El filme hace gala de una astucia casi documentalista al mostrar justamente a estos dos autores en sus mitos más apremiantes. por un lado Fitzgerald y su tormentosa relación con Zelda, su esposa. Mientras que Hemingway con ese halo de sabiduría, prominente, soberbio, aventurero y seductor, con un guiño precioso al Viejo y el mar. Adjunto este bello registro fotográfico.
Pero sobre todo, el filme se centra en la relación que surgió entre Perkins y Wolfe, un autor – valgan verdades – poco explorado en nuestro país, pero que según el mismo Faulkner era el más admirable de sus contemporáneos «no por lo que ha conseguido, sino porque fue el que se atrevió a llegar más lejos»
Hubiera sido un artilugio fácil para el director realizar una biografía más amplia sobre Perkins, mostrando su labor en el sentido más amplio con otros autores, pero es justamente que al poner en escena solo la relación con Wolfe es que el homenaje a su labor y la literatura queda holgadamente justificados, ya que es Wolfe quien va a demandar mayor sacrificio y «pasión por las letras». El filme nos muestra a un Thomas Wolfe inmenso en sus formas, desbordado en sus imprecaciones con respecto al oficio de escribir, prolífico, tormentoso, con una furia creadora envidiable, un huracán, imposible pensar en ser publicado por algunas casas editorial por el desborde creador que posee (5000 mil páginas en una sola novela), un estilo preciosista en sus narraciones, un afán barroco por extender sus descripciones, cincuenta páginas dedicadas a un personaje intrascendente: «pero es que me parece simpático» se justifica. En cristiano: un diamante en bruto. Es allí dónde radica el genio de Perkins, en encontrar, valga la redundancia la genialidad de un joven escritor, ya lo había conseguido con el autor de «Preciosos y malditos». Con Wolfe establece una rutina de trabajo extenuante, inclusive le ofrece un lugar en su propia casa. Por momentos Wolfe parece sentirse mutilado, agobiado y meditabundo con respecto a la influencia de Perkins «Qué bueno que Tolstoi no lo haya conocido», le increpa, pero al publicarse su primer libro El Ángel que nos mira (1929), y convertirse en un éxito de ventas, reconoce en Perkins al guía que siempre necesitó.
Es interesante como en esta relación parece desarrollarse los conflictos universales de padre-hijo. Wolfe adolece de esa ausencia, el recuerdo que tiene de su padre es como un gran río que lo atraviesa todo, por otro lado Perkins nunca pudo tener un hijo, lo intentó tanto que llegó a tener cinco hijas.
La relación llega a su punto más álgido con un personaje, interpretado por Nicole Kidma, Aline Bernstein, cónyuge de Wolfe durante esos años. Bernstein, encarna la figura, que para algunos escritores (artista), resulta ser castrante, posesiva y demandante. Una mujer que limita las pretensiones del artista, en algún punto pareciera tener justificación por las alocadas formas del novelista, sintiéndose Aline, una especie de cable a tierra del artista. Ella ve en Perkins un agente invasivo en su relación, siendo este conflicto el punto más dramático del filme. El éxito es de esperarse, pero la genialidad viene muchas veces con altas dosis de locura, inestabilidad y un desapego a los nuestros; sin embargo, ni siquiera eso, hace prever al gran Wolfe lo que los años le deparan.
Todo lo dicho, ya que mis motivaciones para escribir surgen siempre del entusiasmo que me provoca un buen libro o en este caso un filme, se justifica en la respetable interpretación de Maxwell Perkins por parte de Colin Firth, interpretación sobria, sin aspavientos, casi imperceptible en el sentido de la personalidad del legendario editor, que contrasta con la alocada y certera interpretación de Wolfe por parte de Jude Law, que consigue transmitirnos las desaforadas manías del novelista y sus intrincados modos para escribir. Por otro lado es pertinente mencionar que la historia es una adaptación a cargo de John Logan (Gladiador, La invención de Hugo Cabret), quién, adaptó el libro Max Perkins: Editor of Genius, de A. Scott Berg.
Es cierto que por momentos el filme se vuelve monocromático, aletargado, casi hecho para un público que necesariamente consume literatura por las referencias en las que se sostiene. Pero también es justo reconocer que en eso radica su belleza, en ese homenaje al oficio de escribir, pero sobre todo a los vínculos que surgen de este oficio, los viajes necesarios para sostenerse cuerdos, las relaciones fulgurantes y destructivas, la amistad que en su franqueza y su dolor conducen la obra a la inmortalidad y sobre todo en la transformación de ese caudal irrefrenable de la imaginación en algo tan bello y concreto como un libro magistralmente editado para que nosotros, humildes lectores podamos disfrutar. El filme tiene un propósito más bello, importante, contundente casi como el propósito de haber escrito estas líneas: LEER A THOMAS WOLFE.