Mi apreciado amigo Pedro Castillejo suele decir que eso de correr en una maratón le parece un esfuerzo poco explicable porque se corre sin perseguir a nadie. No está mal el argumento. Pero, ni modo, cada loco con su tema. Después de todo, que ambos pasemos un par de horas, de cada sábado, golpeando una bola amarilla dentro de una cancha de tenis hasta casi caer exhaustos como que tampoco tiene una explicación del todo convincente.
De todas maneras, era un hecho que este año yo iba a participar en la maratón de Radio Programas como lo venía haciendo desde hacía varios años. Si había participado incluso en mis momentos más difíciles, cuando el ánimo se me empolvaba bajo el felpudo de una habitación de penitente, no iba a abandonar la tradición precisamente ahora. Lo de malo estaba en la poca preparación que había tenido en las semanas previas. El trabajo – que de retos deportivos no entiende – había consumido todas mis horas posibles. Así es que el domingo de marras me encontró flojo y entumecido. Aun así, a las ocho de la mañana yo estaba merodeando por el Paseo de los Héroes con mucho linimento en los muslos y las pantorrillas, y tratando de desentumetecer las músculos con la mayor dignidad.
La leyenda cuenta que cuando los Persas llegaron a las cercanías de Atenas en plan de guerra, se regó la amenaza de que – si estos ganaban la batalla – iban a violar a las mujeres griegas e iban a asesinar a todos los niños. Entonces, para evitar semejante humillación, los griegos habían acordado que, de suceder esto, las mujeres iban a matar a sus propios hijos antes de suicidarse en masa. No obstante, la valentía de los atenienses hizo retroceder a los persas, pero en un tiempo mayor del convenido con las mujeres que esperaban en Atenas. Por eso el general Milciades tuvo que enviar a Filípides a toda carrera para que recorra los cuarenta kilómetros que los separaban de la ciudad y así evitar una mayor catástrofe que la misma guerra. Lo cierto es que hay otras leyendas. Por ejemplo que la corrida de Filípides fue para pedir ayuda a los espartanos, quienes se negaron por estar de feriado o algo así. Nada es seguro con las leyendas. Pero me parece que correr para salvar a las bellas griegas del suicidio es una mejor explicación para semejante carrera.
En un bolso tipo canguro guardé el teléfono, las llaves del auto y la toallita que Elena (de Lima) me había obsequiado. Cuando se dio la partida, había empezado a caer una menuda lluvia y el monumento de Grau parecía un gigante entumecido por la humedad de Lima. Un caudal de camisetas amarillas comenzó a fluir desde Palacio de Justicia para entrar rápidamente a la Vía Expresa. De pronto, yo ya era parte de la corriente. Una sensación de colectividad que ya quisieran analizar los que reclaman por un espacio para la individualidad. Correr sin perseguir a nadie. Tal vez había que darle más crédito a las palabras de Pedro Castillejo.
La primera maratón de estos tiempos la ganó el griego Spiridon Loues en 1896, en el mismo estadio de Atenas. Pidió como premio un burro, una carreta y que liberaran a su hermano que estaba preso por una pelea doméstica. Por supuesto que le concedieron su petición y lo griegos siguen recordándolo con mucho orgullo. Aunque, valgan verdades, él solo recorrió 40 kilómetros. Los 42.195 fueron el resultado de la exquisitez de la realeza británica que en 1908 obligó a que se agregaran los dos kilómetros y pico para que la carrera llegara hasta el Palacio y pudiera ser vista desde allí, por la nobleza, sin ser molestados por la lluvia que había comenzado a caer sobre Londres desde el comienzo de los tiempos.
En el kilómetro cinco, corría yo por Jesús María, justo en la avenida Cuba en cruce con Arequipa. La camiseta totalmente mojada, el cangurito que había comenzado a pesar extrañamente más de lo acostumbrado, y una ampollita en el empeine izquierdo que se iba transformando en una gran molestia. ¿Cómo se me había ocurrido tamaña idea de correr en semejante estado de dejadez? ¿Y si abandonaba? ¿Si me escabullía por Almirante Guise? Y no paraba hasta el garaje en donde había dejado el auto. Algo así como el norteamericano Fred Lorz quien, en los Juegos Olimpicos Saint Louis 1904, después de haber recorrido casi diecisiete kilómetros, se subió a un auto que lo acercó hasta muy pocos kilómetros de la meta. Por supuesto que lo pillaron, le quitaron todo honor y pasó a la historia como el gran tramposo de la maratón. Bueno. Tampoco era para asustarme. Después de todo, en estos tiempos, la buena o mala memoria era solo cuestión de coyuntura. Sino que lo diga el presidente García.
Como quien no se da cuenta, de pronto, ya estaba en el kilómetro ocho. Delante de mí aparecieron dos guapas rubias que desentonaban bastante entre la pelotón de cetrinos que habíamos coincidido. O sea que Dios nos había criado y nosotros nos habíamos apelotonado ordenadamente por tamaño y color. Salvo las rubias que avanzaban levantando ánimos. Para cuando llegué al kilómetro catorce, el olor del mar refrescaba la mañana porque ya estábamos por Miraflores cerca de la costanera. Sentía unos agujazos en las pantorrillas y que las articulaciones de las piernas crujían lastimeramente. Recogí al vuelo las bolsitas de agua que ofrecían cada cierto tiempo. ¿Cuándo terminaría la subida de Miraflores? Sabía que en algún momento había que girar hacía la izquierda para llegar otra vez hacia la Via Expresa. De allí todo sería una recta hasta el Palacio de Justicia en el Centro de Lima. Pero ¿Cuándo? ¿Iba a abandonar?
Dicen que hay un momento en el que el cansancio te produce depresión y que es la etapa más difícil de la carrera. Cosas que a uno le pasan. Eso pudo haberme sucedido cuando pasé cerca del lugar en donde vi, por última vez, a quien alguna vez hizo papel estrujado con mi corazón. ¡Allí está! Ese pudo haber sido el momento más difícil para mí: es el momento cuando empiezo a vivir con fondo de bolero. No obstante, no por las puras pasa el tiempo que todo lo cura, ni las historias de valientes como la de Dorando Pietri que en las Olimpiadas de Londres, se cayó cuatro veces. Luego, dentro del estadio, estaba tan agotado que había perdido el rumbo y corrió en sentido equivocado. Era tan valiente el atleta que conmovió a todos. Los propios jueces lo ayudaron a levantarse, lo orientaron, y lo volvieron a levantar cuando volvió caer cerca de la meta y en las puertas del agotamiento. Finalmente cruzó la meta en medio de la conmoción de los asistentes. Al final, no le dieron la medalla, pero eso fue lo de menos. La Reina le dio una copa de oro, y la gente olvidó al ganador de la medalla John Hayes, pero nunca olvidó al gran Dorando Pietri.
Para cuando bajé a la Vía expresa, ya corría por incercia, sin pensar en otra cosa sino en que tenía que mover las piernas que, a ratos, parecían desprenderse de mi coordinación. Waldir Urueta y Jhony Casallo, atletas del Centro del Perú, habían llegado hacía rato a la meta, llevándose el primer y el segundo puesto. Qué brutos para correr. Habían hecho 21 kilómetros en una hora y cuatro minutos. Yo iba llegar casi a las dos horas, que es el record, pero para los 42 kilómetros. La última subida del Zanjón la hice porque no me quedaba de otra. La verdad es que la ampolla ya no me dolía o, si me dolía, ya era un dolor menor ante todos los demas dolores que me atacaban.
Crucé la meta casí en la soledad. Me pareció que un conjunto de música criolla estaba cerrando la jornada. Y hasta podría jurar que los organizadores ya guardaban sus cosas. No importaba. Había ganado mi propia batalla. Me esperaba un buen desayuno de pan chicharron con mi querida hija, y por la noche, el consuelo del héroe en los brazos de Elena (de Lima).
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