RESEÑA DEL AUTOR
Cronwell Jara Jiménez (Piura 1950) obtuvo la licenciatura en Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UMSM). En 1983 representó al Perú en el encuentro de Jóvenes Artistas Latinoamericanos, organizado por La Casa de las Américas en La Habana. En 1987 viajó a Brasil para especializarse en guiones de telenovelas. En 1991 integró el prestigioso jurado del Premio Casa de las Américas en novela. En 1994 participó en el Simposium Literatura Peruana Hoy (Alemania). Sus cuentos han sido traducidos al inglés, italiano, francés, alemán y sueco.
Se ha hecho merecedor de los siguientes premios: Primer Premio de Cuento en el Concurso José María Arguedas, organizado por el Instituto Peruano-Japonés en 1979, con el relato Hueso duro; Primer Premio ENRAD-PERU, Cuentos para TV, 1979, con El Rey Momo Lorenzo se venga; y el primer Premio Copé de Cuento, 1985, con La fuga de Agamenón Castro. Ha recorrido el Perú dirigiendo su Taller Itinerante de Narrativa Breve, invitado por diversas universidades e instituciones culturales. Actualmente dicta taller de narrativa.
CUENTO
EL CAZADOR DE ÁNGELES
El Cazador de Ángeles salió con su ballesta.
La madrugada anterior había bebido Anís del Mono con Ron Pomalca y mala cerveza. Los nervios se le alteraron, a punto de un corto circuito, cayó en estado místico. Poseído por la aureola y el tenue resplandor de ese misticismo que otorgan los diablos azules, preparó la aljaba, afiló las flechas y roció con veneno para ratas y cianuro las puntas aceradas.
Carecía de dinero y le urgía más alcohol y llenar el buche.
Necesitaba cazar un Ángel. No, no una bella mujer. Un Ángel real y verdadero, que es difícil de toparse con él. Y mucho más difícil cazarlo.
Los Ángeles son más astutos que un zorro; más fieros que un león acosado y herido. La mujer más intrigante jamás tendría más tretas y astucias que él.
Si no: ¿alguien ha cazado alguna vez un Ángel? El Cazador sí.
Él no los halla en los altares; no los encuentra ni en la frente nívea ni en las espaldas de las muchachas vírgenes. Ni en los conventos. Ahí el Cazador de Ángeles se dio sólo con fetos frescos, preservativos con sangre y con el semen vaciado por algún demonio sobre el vientre y los muslos de alguna monja holandesa.
A los Ángeles él los halla por los buzones de los desagües; por los cementerios abandonados o por las playas contaminadas, confundidos entre la escoria de las algas, las osamentas pútridas de arañas de mar o entre los nidos y piojos de los pelícanos. Raros pajarracos son, pero existen. ¡Ay de aquél que no cree en su Ángel de la Guarda! Podría darse con él, alguna vez, en la brasa de un súbito remordimiento. Más valiese estar prevenido. Y que no nos sorprenda cogiéndonos a traición, a palos o cadenazos, por la espalda. Ya advertí, son más astutos que un zorro o una víbora cascabel. Hipnotizan antes de embeber y engullir a la presa. Son carnívoros y gustan del seso humano en pecado venial. Les deleita la sangre y los tuétanos de los niños. ¡Cuidado cuando un Ángel te sonríe! ¡Cuidado con tanta hermosura! Cuando la belleza se vuelve en ti tentación, estás acabado.
El Cazador de Ángeles no le perdonaría. Por algo posee zarpas y finos colmillos. Aunque, seamos justos, también los hay buenos y nobles como un bruto, con mansedumbres de equino; o paquidérmicos y dormilones, pero son muy pocos. Preferible observarlos con cautela, consultarle al cazador de Ángeles. Aunque él a ningún alado perdona. Ni a su dueño y víctima. Sobre todo si se halla en levitación, poseído por su Ángel convertido en vértigo y cegadora luz Le enrostraría todo, sádico y cruel en el acto. El cazador de Ángeles le flecharía, traspasándolo de lado a lado, a aquel incrédulo su propio Ángel de la Guarda. Y lo dejaría, para su mal o bien, por siempre desprotegido. ¿Se imaginan qué le sucedería a aquel cretino que acabase de perder su Ángel de la guarda? ¡Podría perder todo tipo de remordimiento, toda moral, al diablo con tu escala de valores, se convertiría en congresista, gerente prestamista, bancario! La peor forma de ser rata o Ángel. Hipotecaría tu vida, te atendería como médico o psiquiatra! Son sus máscaras. Es decir, una forma sutil de ser tu asesino! ¡Capaz de oficiar misa o de violar a su propia madre, vecina o abuela, mientras alza el cáliz o te dicta una receta!
No. El cazador de Ángeles no le perdonaría esos actos. No lo permitiría. Primero muerto antes que permitir que los Ángeles proliferen y embarguen como murciélagos nuestros destinos con sus bajos instintos y sus vuelos entrecortados.
El cazador de Ángeles vagó por todos los buzones, plazuelas, playas y mercadillos de chatarra, y se avecindó por los extramuros; se extravió (halló sólo pitillos de marihuana, restos de bazuka, con una que otra pluma de algún Ángel empiojado. Habría que rastrearlo. Sus hedores de sarna en perro inmundo y sin dueño son inconfundibles).
Hasta que dio con él en los Barracones. ¿En dónde podría encontrarlo sino es en el lugar de los seres más humildes y puros humanos de la tierra?
Lo halló flaco, tuberculoso, medio desplumado y con aires de sufrir rara epidemia; tosía y de su trompa hermosa caían líquenes aterciopelados y fina baba de diamantes. Pero sus ojos seguían volcánicos y, en fin, continuaba celestial y diabólico por su precioso plumaje de oro, como un palacio gótico erizado, pues sus alas eran gruesas y firmes como rayos congelados en ira y azul marino. Todo un templo hecho pavo real con estampa de obispo caficho o gallo de navaja en temple de faite fino.
Aunque, mírenlo. Aquel Ángel se veía desolado, su víctima acababa de ser recientemente baleada en el atraco a un banco, por un puñado de fajos. Fumaba un piticlín walterial, de la fábrica Vargas y Machuca. Con todos los síntomas de la depre. Apestaba a boñiga de hiena o a marihuana brava. Y reposaba sobre las ramas de una higuera, amodorrado como un búho, pensando acaso en la hora de marcar tarjeta para retornar al cielo.
Sin piedad el cazador de Ángeles le disparó la ballesta. La flecha se incrustó de largo a largo en el pescuezo del Ángel.
“Mierda”, logró decir y cayó, pesado, como un costal de papas. Y su mirada más que de amor fue de hiel y odio.
El cazador de Ángeles lo alzó al hombro; lo llevó a casa, lo despellejo y, luego de sumergirlo algunos días en fétido formol, lo resecó, lo rellenó de aserrín y de alambres, y lo disecó con arte y exquisita técnica, de manera magistral. De modo que, al final, sostenía un rictus de alegría y parecía más vivo que antes. Relucía su plumaje ahora con tornasoles y aires de ave del paraíso con Sultán de rubí y zafiros.
Entonces fue a la iglesia. El obispo al verlo lo creyó auténtico y legítimo. Como recién bajado del Cielo. Un tesoro vivo pero quieto, como una líquida extensión de su propio humor, con tendones y arterias de su propio estro. Se trataba de una ganga. El obispo pateó alcancía y orinó monedas, más dos aretes de plata y oro en préstamo y lo adquirió barato.
Quien desee ahora lo puede ver. Es un Ángel disecado, real como cualquier tucán de plumaje florido y luminoso. No como esos Ángeles de cal y yeso y burdos alambres en óxido que se exhiben en el mercado de pulgas.
El cazador de Ángeles, luego de recibir el dinero, volvió a la cantina de Quilca, pidió al gordo con aires de bigote ruso un anís de mono con tequila, vodka y whisky, en un mismo chorro, más dos cervezas con un sándwich de jamón, con kion y ají rocoto. Y así volvió a beber y a eructar poemas.
Pensó esta vez en salir a cazar un poeta.
“Son raros y difíciles de hallar, sobre todo a un buen poeta”, se dijo, “pero existen.”
¿Alguien podría dudar del cazador de Ángeles?