PÁGAME
Finalmente lo alcanzó en la esquina Emancipación con Lampa. Lo cogió por un brazo y cuando este volvió el rostro, sorprendido, Zutano lo enfrentó con un gesto desafiante: «al fin te atrapé». El hombre aprehendido trató de forzar una sonrisa que, sin embargo, no pudo ocultar su contrariedad: de mediana estatura, algo gordito, vestía un saco azul algo descalabrado y una camisa muy estrecha, tanto que el cuello no le cerraba y su corbata de rayas parecía, más bien, el lazo de una horca de la que había escapado. Todavía algo estupefacto, miró de reojo a todos lados como si buscara alguna ruta de escape: «Pero, hombre, qué sorpresa». Trago saliva. Zutano lo siguió sujetando y, al parecer, con excesiva fuerza porque los transeúntes se habían percatado de la escena y comenzaban a demorar el paso, picados por la curiosidad que despertaba aquel hombre flaco, algo curvado y sudoroso que aferraba al otro, gordito y con cara de sinvergüenza. Zutano respiró muy hondo y lanzó la apelación que tantas veces se había guardado: « ¡Págame!»
En pocos minutos ya se había formado un aceptable grupo de curiosos que rodeaban a los dos hombres. Por el intercambio de reclamos y excusas, ya todos se habían enterado de qué se trataba el asunto. Algunos miraban con simpatía a Zutano: «Pobre hombre, uno presta porque es buena gente, pero hay tanto caradura en este país». Otros, más bien, apoyaban al gordito que, después de todo, tenía algo de cada uno: «porque – dígame usted – quién no ha cabeceado alguna vez este mundo». Desde la calzada, congestionada como casi siempre, llegaban algunos bocinazos: como los que se tocan cuando se respalda alguna marcha. Desde las otras veredas, la gente aguzaba la mirada tratando de saber lo que sucedía. En medio del círculo que habían formado los curiosos, Zutano y el otro hombre seguían discutiendo a viva voz.
– Te juro que ya tenía el dinero y que te llamé por teléfono.
– Te juro, nada, y a mí tú nunca me llamaste.
– Bueno, fatal para ti si no me crees, pero yo sí te llamé porque quería pagarte.
– Entonces págame ahora.
– Es que ahora no tengo.
– No me importa. Hace meses que deberías haberme pagado.
– Tú no entiendes que la recesión nos ha fregado a todos. La crisis.
– Por eso, yo también estoy jodido y quiero la plata
Solo entonces, Zutano se dio cuenta de que estaba rodeado por gente que no conocía, pero que esperaba, ansiosa, la siguiente escena del espectáculo que él les estaba ofreciendo arrastrado por su desesperación. Alguien del grupo le aconsejó, de buen corazón, que lo llevara a la comisaría; otros dijeron que eso era por las puras. Del otro sector, más que opinar, murmuraban por un borrón y cuenta nueva y, que caray, la amistad estaba por encima del dinero y, además, – esto sí lo aprobaron todos – la situación económica nos estaba obligando a tantas cosas injustas como ésta.
En la mirada de Zutano – hasta hacía unos instantes inflamada de decisión – comenzó a notarse una sombra que oscilaba entre el agotamiento y la resignación. Miró a su alrededor y contempló los rostros de la gente, ansiosa de ver más entretenimiento; levantó un poco más la mirada y se encontró con la añeja ciudad de casas antiguas y veredas estrechas: de pronto, se sintió cansado. El hombre gordito intuyó que ya había ganado la batalla. Renació en su rostro mofletudo el gesto de un cabeceador experimentado; entonces se dispuso a dramatizar el cierre de su última escena.
– En verdad te voy a pagar, te lo juro por lo más sagrado.
– ¿Cuándo?
– Antes de una semana… Yo mismo te voy a buscar… Te doy mi palabra…
– ¿No te creo?
– Hermanito, créeme, por favor, a pesar de la situación, yo te voy a cumplir.
Zutano lo miró una vez más, intensamente, y luego ya no tuvo fuerzas ni ganas de increparle que ya se había dado cuenta de aquel brillo diminuto en su mirada le avisaba, de manera definitiva y silenciosa, que otra vez se le iba a escapar.
Los bocinazos aumentaron, se oyó muy cerca el silbato de policía. Zutano se marchó silencioso, derrotado, solo. Mientras el gentío se disolvía presuroso en la bruma de las seis de la tarde.