Qué me queda, sino unirme a quienes celebran los 50 años del casete. Ese dispositivo de innegable trascendencia, principalmente, para quienes ya hemos dejado de ser jóvenes hace buen tiempo.
Y es que el casete, a diferencia de casi todos los aparatos que en estos tiempos de vorágine tecnológica pasan por nuestros ojos con alucinante rapidez, se mantuvo el tiempo suficiente como para dejar su huella en la memoria de varias generaciones. Digo. Los dispositivos de hoy – en un abrir y cerrar de ojos – pasan de lo fabuloso a ser un trasto en el cesto del olvido; sin embargo, el casete, se da pues el lujo de celebrar 50 años y despertar aún nostalgias.
El casete no solo fue la cajita mágica en donde se grababan las canciones de nuestros gustos. El casete también era, para muchos, un instrumento de trabajo en el que se grababa de todo. Una cinta tan guerrera que se podía rebobinar con un lápiz cualquiera y que, rara vez, se malograba con la fragilidad con la que ahora se puede arruinar un aparatito de alta fidelidad y tecnología pero de delicada existencia. No, con el casete, ni hablar, había que haberlo llevado por los peores caminos para que se arruinara.
Ahora bien, he de aceptar que la tecnología ha creado dispositivos de almacenamiento de una maravillosa fidelidad y con una capacidad de memoria que, por cierto, ya se puede decir que casi todo cabe en la punta de un dedo.
No obstante, el casete, el úlltimo de los héroes de antaño, el valiente aparato analógico – con todas y sus limitaciones – en estos días está celebrando sus cincuenta años y, aunque ya casi es pieza de museo, este fin de semana he de darme tiempo para encontrar alguno de ellos en el cajón de los recuerdos para evocar esos tiempo de la casetera y walkman y de aquellos años felices de analógica nostalgia.