Me aúno a todos los que hoy compartieron los conmovedores momentos del discurso de Mario Vargas Llosa. Confieso que mientras lo escuchaba, se arremolinaron dentro de mí muchas emociones. Cómo me hubiera gustado compartir esos momentos con el grupo de amigos con quienes – en uno u otro momento de mi vida y con la pasión de aprendices – hablábamos con total fascinación de cada capítulo, cada clave, cada novela de Vargas Llosa. Claro que los años fueron pasando y nuestro mundo de lecturas literarias se fue ampliando y, cada vez, nos encontrábamos con nuevas lecturas que también nos dejaban conmovidos por otro largo rato. No obstante, cada vez que podíamos, regresábamos a algún libro del maestro.
Lamentablemente, el trabajo o la distancia, hicieron que hoy escuchara el discurso del consagrado escritor a solas, y que lo volviera a escuchar con la misma emoción. Supongo que Jorge Eduardo Benavides y Eva Valieje desde Madrid; Renato Zárate, desde algún lugar secreto de Lima; Carla Levi, desde de su desamor por Vargas Llosa; Martha Isarra, junto a su amado Stéfano, hubieran sido una grata compañía para ese inolvidable momento.
Un abrazo con todos aquellos que compartieron ese grato momento en el que un escritor – que ha hecho de su vida un ejemplo de vocación y de trabajo – pronunciaba un discurso totalmente enriquecido con sus pasiones y amores.
Nunca me he sentido un extranjero en Europa, ni, en verdad, en ninguna parte. En todos los lugares donde he vivido, en París, en Londres, en Barcelona, en Madrid, en Berlín, en Washington, Nueva York, Brasil o la República Dominicana, me sentí en mi casa. Siempre he hallado una querencia donde podía vivir en paz y trabajando, aprender cosas, alentar ilusiones, encontrar amigos, buenas lecturas y temas para escribir. No me parece que haberme convertido, sin proponérmelo, en un ciudadano del mundo, haya debilitado eso que llaman “las raíces”, mis vínculos con mi propio país –lo que tampoco tendría mucha importancia–, porque, si así fuera, las experiencias peruanas no seguirían alimentándome como escritor y no asomarían siempre en mis historias, aun cuando éstas parezcan ocurrir muy lejos del Perú. Creo que vivir tanto tiempo fuera del país donde nací ha fortalecido más bien aquellos vínculos, añadiéndoles una perspectiva más lúcida, y la nostalgia, que sabe diferenciar lo adjetivo y lo sustancial y mantiene reverberando los recuerdos. El amor al país en que uno nació no puede ser obligatorio,
sino, al igual que cualquier otro amor, un movimiento espontáneo del corazón, como el que une a los amantes, a padres e hijos, a los amigos entre sí.
Al Perú yo lo llevo en las entrañas porque en él nací, crecí, me formé, y viví aquellas experiencias de niñez y juventud que modelaron mi personalidad, fraguaron mi vocación, y porque allí amé, odié, gocé, sufrí y soñé. Lo que en él ocurre me afecta más, me conmueve y exaspera más que lo que sucede en otras partes. No lo he buscado ni me lo he impuesto, simplemente es así.
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