Primera foto
Un vaso de plástico va de mano en mano perseguido por una botella de «Pablito»: líquido naranja, combinado de pisco y maracuyá y unas pastillas de mejoral, según sostiene el mito de su contundencia.
Un patrullero cruza la esquina, lentamente, y es como si fuera la señal de Batman. La mitad de los muchachos se interna en la quinta que hay al lado.
Pasa un minuto y ellos siguen allá, en la oscuridad. Luego, Vampiro, el primero, asoma su torcida nariz y pregunta ¿ya se fue?
Marita lo sigue, a dos pasos, agazapada y sigilosa.
David sabe que lo hace de estúpida que es. La cosa no es con ella. Nadie tiene nada contra ella.
-¿Por qué te sigue Marita, Vampi? ¿Este es un caso extraño de solidaridad sin motivo? -pregunta David.
-No te pases de pendejo, Picapedrero -refunfuña Vampiro.
David lo chequea, sonriendo. No le teme, aunque le conoce el prontuario: un paquetero cualquiera, aunque diga que la nariz torcida es una herida de guerra ganada en Lurigancho, de donde se sale -todos lo saben- sin nada ya qué perder.
Coco aparece después. Mira a todas partes, algo pálido. Se ha llevado un susto, es evidente.
-Ya estás jodiendo otra vez, Picapedrero -dice Coco.
David sonríe.
-Tú sabes, amiguito, que contigo no pasa nada -dice David.
Cuarta foto
El aburrimiento, viejo amigo, llegó con la pasmosa lentitud de un ómnibus que se espera y como no viene lo hace pensar a uno que es mejor regresar a casa, porque nada justificaría ni la tardanza ni el aburrimiento, y en eso allí, el ómnibus, fatal como el aburrimiento.
El Chato Alejandro recibió besos de las chicas y abrazos de los patas.
David se escabulló, se fue del grupo sin saludarlo. Ninguna bronca de por medio, una simple falta de ánimo para los abrazos saturados de hipocresía, eso era todo.
Los dejó sentados, con otra botella de Pablito, en el muro de la vieja que últimamente ya no los botaba, ¿se habría muerto?
¿Dónde ir a patear latas?
David caminó pensando en eso.
Tarareó canciones que no conocía, no le importaba, inventaba las letras. Bajó por la avenida San Felipe, subió, volvió a bajar, ahora por la alameda sin vereda. Se le humedecieron los botines de gamuza con la frescura del pasto. Luego, sentado sobre cualquier murito de jardín, vio que furtivas cabezas se asomaban, preocupadas, a ventanas super azules de pura radiación televisiva. Vigilaban su sospechosa presencia creyendo que él no los veía. Pero David los veía y los torturaba quedándose un poco más, mirándolos de vez en cuando directamente a la cara, para que pensaran que podía volver con una escopeta recortada o con un hacha filuda con la que no les dejaría una sola extremidad sujeta al torso.
Pero al cabo de unos minutos se le acababa la cuerda, abandonaba esos lugares y emprendía una vez más el lateo. Finalmente, no le interesaba mortificar la paz de esas personas que se procuraban una derretida tranquilidad detrás de sus paredes, frente a sus televisores.
Quinta foto
Regresó como recogiendo sus pasos. Decidió por fin quedarse en la casa de Miguel, que esa noche había organizado una fiesta. Era universitario. David pensó que tenía ganas de conocer a una muchacha politizada, de izquierda o de derecha, de lo que fuera, pero que defendiera algo.
Encontró a Coco parado en la puerta, recostado contra una de las jambas. De lejos, era apenas perceptible su ebriedad. Pero de cerca no quedaban dudas. Ese vaivén, esa inestabilidad lo delataban: el pisco, el mejoral o lo que mierda le metieran al «Pablito» le había sancochado los sesos. En la mano derecha sostenía un vaso lleno de cerveza, sin espuma, como si hubiera estado allí mucho rato. En la izquierda sostenía una botella.
-¡Coco! -saludó David y le miró los ojos que ahora parecían un par de vidrios resquebrajados y recorridos por riachuelos de sangre muy líquida. Una breve humedad, sobre su barbilla, se rompía en brillitos.
-¡Salud! -dijo Coco y secó su vaso baboseando el borde; así se lo alcanzó a David.
David inspeccionó el ambiente. Salvo Miguel, el anfitrión, y Coco que más bien parecía no existir, no reconoció a nadie y eso le pareció sorprendente.
Habían arrimado los sillones contra las paredes y las sillas también. Sentada, una muchacha se abanicaba con la envoltura de un viejo long play «Slade en vivo». Tenía cruzadas las piernas. David la desnudó con los ojos, imaginó que le quitaba la minifalda y lamía sus muslos bronceados. Esto le provocó una erección.
Mientras tanto, Coco había hablado. Dijo algo sobre la vieja amistad que los relacionaba y otras nostalgias de la niñez. La ternura, una especie de desolación, lo tenía cogido del culo. David comprendió que con él se aburriría.
-¡Vampiro dijo que te crees la cagada! -comentó Coco-. ¡Ellos qué saben de lo que tú eres capaz! ¿Te acuerdas cuando trajimos esa piedrota desde la playa?
-¡Cómo lo hicimos! ¿No?
-Todo para que la quebraras en dos, huevón -dijo Coco.
-¡Sí, qué huevón fui!, esas piedras de la playa no sirven y ya no me interesa la escultura. Aunque un día deberíamos conseguir otra piedra igual de grande para esculpir tu cabeza.
David volvió los ojos a la fiesta y le pareció muy extraño que no hubiese nadie del barrio. Era extraño, porque hacia las fiestas tenían la misma actitud que las moscas hacia la mierda.
-¡Coco, oye, mira, allá adentro hay una tipa que me tiene enfermo! Toma -le devolvió la botella y el vaso-, ya vengo, ¿ya? ¿Por qué no entras?
Sexta foto
Fue cosa de acercarse y decirle: si fueras un poquito, solamente un poquito más bella, tendríamos un horrible vacío aquí en la fiesta. Ella lo miró como se mira a un mago y le dijo con una sonrisa persistente que no le entendía absolutamente nada. Entonces David explicó que Jesús murió en la cruz a los treinta y tres, pocos años después de comenzar su prédica, poquitos. Los eclipses los ve uno desde un mismo lugar cada trescientos sesenta años, y el noviazgo es siempre la parte más pequeña de una relación. Ella rio y fue como si le brotaran mariposas amarillas. ¿Estás loco?, preguntó ella. No, contestó David, soy lo más cuerdo que existe sobre la tierra. Luego agregó: hasta ahora, porque comienzo a sentir, segundo a segundo, que una fuga de cordura me está desquiciando, y todo por ti, porque estoy enloqueciendo de sólo amarte.
Después bailaron, después bebieron, siempre entre risas y frases extrañas. Bailaron abrazados una balada. Se miraron, se olieron. Un temblor en él, simulado, patrañero. ¡Estoy temblando!, dijo David. No te cre…, a la ninfa se le truncó la frase porque era evidente que David temblaba, lo sintió. ¿Por qué tiemblas? preguntó con una preocupación de madre. David dijo: no me creíste, ¿no? Bueno, no me creas, pero es verdad, te amo.
Más tarde fue cosa de acompañarla a su casa y luego besarla suavecito, sin precipitaciones, nada de estirar la mano y agarrar una teta, porque la historia es rosa, porque ella es rosa y porque más adelante habría tiempo de cambiarle el color, como siempre, al relato. Pero ahora consistía en llenarla de ternura. Una ternura que la muchacha de los muslos dorados correspondió maravillosamente.
«Un día que vengas por la mañana, dijo ella, quiero enseñarte un nido de golondrinas que hay en mi azotea». «¿Tuyo?», preguntó David. «No, no, respondió ella, de las golondrinas.»
Sétima foto
La garúa incluso puede ser romántica. Pero hay que examinar los contextos. Allí está la garúa, acariciando el cuerpo de Coco. Nada raro, hasta allí, porque también a ti te acaricia y te humedece el rostro, los cabellos, la ropa. El asunto es que tú la recibes verticalmente, mientras Coco lo hace paralelo a la línea del horizonte. Te preguntas ¿y qué puta hace tirado en medio de la calle? Refunfuñas porque sabes bien lo que se te viene encima, sabes bien que, claro, tienes que llevarlo. Te sientas a su lado y traes su cabeza hacia ti. ¡Qué huevón eres!, le dices. Entonces te acuerdas de cuando él tenía catorce años y tú doce, y cuando te enseñó a fumar, y la primera borrachera con ese trago dulce, Guinda de Huaura, apestoso y denigrante trago para adolescentes que no aguantan la cerveza ni el pisco. Piensas que si no hubiera hecho algo por ti, en aquella época, ahora sería uno más de los chicos del barrio, tan despreciados por tu petulancia. ¿Te conmueves? ¿Pero es verdad que te conmueves? Basta ya, demasiadas preguntas. Habías rebobinado el cassette y él tenía catorce años. Recuerdas su faceta despiadada, su relación con el anciano decrépito y enfermo que era su padre. ¿Pero era en verdad su padre? Aquel viejo caminaba arrastrando unos enormes zapatos de costuras remendadas, era alto y viejo, con enormes ojeras, el pelo desgreñado, la ropa sucia. En cambio, la madre de Coco no debía de tener más de treinta y cinco. ¿Ese viejo lo había procreado? ¿Esa mujer dormía en la misma cama que ese viejo?
Era posible que no fuera su padre, decían; y, sin embargo, cuando el viejo murió todos vieron a Coco llorarlo, como si fuera de verdad su hijo, como si nunca hubiese venido por detrás, en la calle, a jalarle el pelo, a burlarse de ese esperpento que no parecía tener ninguna capacidad de reaccionar, como si lo hubiesen lobotomizado.
Y ahora, allí, bajo la garúa, salta a tu cuello un nudo que estrangula tu garganta, y hay demasiada humedad en tus ojos. ¡A la mierda con que se ensucie el jean, y te sientas a su lado! ¡Cuántos habrán pasado junto a él y lo han dejado allí!
Te duele eso. Pero te jode aún más sentir que la puta sensación que experimentas se parece a la que sientes cuando ves una película cursi. ¡Qué más da! Le cierras la camisa para no verle más esa panza que siempre se rasca, un viejo tic que no reprime. Esa panza, ahora crecida, que le quitó la sombra de Quijote que tenía antes de que lo metieran a la Infantería de Marina. No era una gran barriga, era como un bulto en un mástil, como un árbol embarazado. Un Quijote-Panza, claro, aunque ahora parecía ya no haber nada que lo empujara, ahora que los molinos son de Nicolini y las dulcineas no existen. Ahora que su madre había muerto después de que un coágulo de sangre en el cerebro la hizo chillar y escandalizar al barrio los últimos meses de su vida, que se los pasó ebria y llegando a su casa en el auto de cualquiera, porque sabía -el médico se lo había dicho- que un día el televisor iba a apagársele para siempre. Aquella noche Coco había salido del cuartel para estar en el velorio, y sus compañeros de armas habían hecho una guardia de honor. Pero Coco no volvió con su patrulla. Se quedó en el barrio. Compró mucho pisco y mucha pasta y se lo fumó todo en su casa vacía.
Ahora lo jalas hasta apoyarlo contra la pared. Luego metes tus brazos por debajo de sus axilas y lo alzas con fuerza, poco a poco. Consigues poner tu hombro contra su estómago y dejas que se pliegue, como un saco de arena sobre el hombro de un obrero. Pesa el cabrón. ¿Cuántos kilos se traen en un metro ochenta y cinco?
Caminas puteando cada dos pasos. Decides que la esquina será tu primera parada. Descansarás allí. Cada paso retumba en tus sienes como un batir de tambores de hojalata. Hilos de sudor bajan de tu cabeza. Se filtran a tu boca por las comisuras de los labios, también a los ojos por los rabillos y te arde. Llegas a la esquina, te acercas a la pared y lo paras contra ella. Dejas que se deslice, lentamente. Termina sentado en el suelo. Das vueltas, llenando de aire tus pulmones. Tus pulsaciones recobran su ritmo normal. Siempre recobraste la normalidad muy rápido. Eras un buen fondista en el colegio. De pronto, Coco larga una metralla de frases ininteligibles. Abre los ojos y mira sin mirar. «Quiero morir», dice. ¿Quiere morirse? Es eso lo que dice, «quiero morirme, quiero morirme», musita lastimosamente. Por qué diablos recordarás cosas tontas en circunstancias como ésta: «la plañidera, la plañidera, un violín, en el otro salón…» Coco es la sustancia que en este instante coagula toda tu realidad, te obliga a olvidar esa vieja y melodramática canción, y ahora lo ves que intenta incorporarse, «quiero morir», repite. Torpemente consigue ponerse de pie. Da uno, dos, tres pasos y se va para abajo. Lo sostienes a tiempo para evitar el contrasuelazo. Intenta zafarse de ti y lo intenta nuevamente, ¿te divierte? Camina, cuatro, cinco, seis pasos y se va contra un montículo de arena. Al lado hay un teléfono público. Ahora Coco se sostiene del poste, luego de la cabina y consigue erguirse. Lo miras, te sientes incómodo, patético, ridículo. Peor aun cuando comienza a darse de cabezazos contra la cabina, que felizmente es de fibra de vidrio. De todas maneras debe doler. Pones una mano entre su frente y la cabina, y él no se percata de que está estrellándose contra la palma de tu mano. Su arrebato suicida dura un par de segundos más. En el último impulso se va para atrás y cae en cruz sobre la arena y otra vez se queda dormido.
Con mucha más dificultad que al principio lo vuelves a trepar sobre tu hombro. Has avanzado diez metros cuando la luz de un reflector te cae de lleno por detrás. Ilumina tu camino y te proyecta en una esbelta sombra de cuatro o cinco metros. No te detienes, no lo puedes hacer, lo sabes de sobra, allí atrás está el patrullero y no puedes detenerte, y por eso apuras el paso, faltan solamente cincuenta metros para llegar a tu casa, Coco, solamente cuarenta y cinco y ahora…
-¡Ey, tú, párate!
«Estoy parado, huevón, estoy parado», dice tu cabeza. No te detienes, te haces el sordo. Falta poco, Coco, nadie te molestará en la casa de tus abuelos, puta que pesas Coco, ya estamos llegando.
-¡Alto, carajo! -grita de nuevo el policía y te agarra por el cuello de la camisa, con violencia.
Casi te hace caer. Recobras el equilibrio. La furia ha trepado a tus ojos, pero sabes que debes tener tacto, no dejar que te irriten, manejar la situación como lo hace un camionero en falta. No por ti, por Coco. Piensas en los pocos metros que te faltan y entonces mientes.
-¡Ah, jefe, eran ustedes, felizmente, pensé que nos querían asaltar!
-¿Qué le pasó a ése? -refunfuña el policía
Cada segundo que transcurre Coco te pesa dos kilos más.
-Se pasó de trago, jefe, lo llevo a su casa para que se duerma.
-A ver, súbelo al patrullero.
-¡Gracias, jefe, no se preocupe, aquí nomás vive!
-¡Súbelo al patrullero, imbécil, o crees que te vamos a hacer un taxi!
Miras al policía con toda la rabia que habías agazapado. Caminas hacia la pared y lo dejas contra ella, descuidadamente. No puedes evitar que se dé un porrazo. Felizmente la pared parece de quincha, en fin.
-¿Quieres llevártelo? -le dices al policía, sonriéndole – ¡Allá está, súbelo tú!
-¿Qué pasa? -pregunta otro policía, aproximándose.
-Nada, que aquí hay un malcriadito.
Octava foto
Al final del pasillo, David distinguió un patio lleno de gente. Los policías lo metieron en la oficina del comisario. Antes que él habían entrado dos taxistas que, por lo que escuchó, habían chocado.
-¿Y éste? -preguntó un policía gordo sentado detrás de un escritorio con las puntas desconchadas.
-Un pendejito, mi Comisario.
-Un vivo de la vida más… -dijo el Comisario mirándolo con desprecio, aburrido. El policía contó su versión de las cosas.
-Eres un payasito, un rebelde eres… -dijo cuando acabó el policía.
David sonrió.
-¿De qué te ríes, imbécil? -vociferó el comisario.
-Esta hinchazón de mi cara me da cosquillas…
-¡Cállate! -ladró el Comisario, exasperado. Se metió un dedo a la oreja derecha y lo agitó con fuerza.
-¿Así que no quieres decirnos cómo se llama tu amiguito? -dijo el Comisario.
-No sé cómo se llama.
-Lo llevabas cargado ¿no?
-Sí …
-Y si no lo conoces, ¿por qué lo hacías?
-Me lo estaba robando.
El comisario se puso de pie con violencia y golpeó el escritorio con las palmas de las manos. Uno de los guardias se acercó por detrás y golpeó a David en los riñones. David se dobló de dolor. Sintió miedo y rabia. El Comisario gruñó que se lo llevaran. Los subalternos lo tomaron de las axilas y obedecieron.
-A ver si una noche en este hotelito le quita algo de su cojudez al chistoso.
-Sé de otro a quien se le va quitar la cojudez cuando lo manden a Huancavelica a criar chanchos. No sabes con quién te has metido -gritó David.
-¡Este cooounchasuumadre! -masculló el Comisario.
Los policías y David recorrieron un pasillo de unos diez metros y doblaron a la izquierda. Entraron a un ambiente apenas iluminado que apestaba a sudor y pies sucios.
-¿Te diviertes, no huevón? -dijo el policía que lo había golpeado en la espalda y que antes le había hecho el moretón en la cara con la cacha de su revólver-. Así que tienes vara. Y seguro vas a ir a llorarle como una niñita.
El policía sacó unas llaves, abrió un candado, jaló una puerta y empujó a David hacia el interior. Una ácida tufarada hirió su olfato. Mismo Papillon, pensó David. De repente, una risa cachacienta, conocida, rompió ese pegajoso silencio lleno de murmullos.
-Ja -rio alguien sin ganas-.El pi-ca-pe-dre-ro está aquí.
Los ojos de David se acostumbraron a la penumbra apenas iluminada por la luz que venía del pasillo y que se filtraba por una ventana que daba al patio donde estaban todos los otros que la policía había recogido de las calles. Sintió alivio de no estar solo en esa fétida mazmorra. Uno a uno reconoció a los de su barrio, típica noche de batidas. Vampiro estaba allí, desolado. ¿Le habrían encontrado algo encima? ¿Otra vez estaba camino a Lurigancho? ¿Lo violarían una y otra vez como decían que ya había pasado? ¿Tendría humor para decir: soy un hombre probado, porque yo perdí y no me gustó?
-¿Qué te pasó en la cara? -preguntó el Chato Alejandro.
-No es nada, Chato -dijo David-. Y gracias por la preocupación, venga para acá, pé mi Chato. Chupé de tu trago, pero no te dije feliz cumpleaños. ¿Qué tal la estás pasando?
Alguien rio, un desconocido.
Coco roncaba, a un costado, sobre el suelo. Alguien le había hecho una almohadita con periódicos.
-¡Averaveraver! -dijo David, nervioso, con unos ánimos forzados-. ¿Armamos un tono aquí ¿o no?
-Ohhh, no seas tarado, Picapedrero, siempre tienes que estar diciendo las mismas huevadas -dijo Vampi, sonámbulo, depre. El Chato se rio bajito, aburrido, y se fue a sentar otra vez por ahí, junto al resto. David hizo lo mismo.