LLAMADA DESCONOCIDA
Las primeras veces que recibí esas llamadas telefónicas que se cortaban apenas decía aló, las asumí como tenía que ser, es decir, con la mayor tolerancia. Después de todo, en medio de tanto tráfico telefónico podía suceder que a alguien se le pasara “el dedo” y, por apretar tan solo un dígito diferente, ya estaba llamando a un homínido equivocado, y, claro, como no había tiempo ni cortesía, aquel o aquella simplemente me cortaba la llamada dejándome con el versito del aló, alo por unos segundos.
Ahora bien, que no apareciera el número de quien hacía la llamada, sino la palabrita “desconocido” también fue eficientemente explicado por una amiga que me hizo recordar que, cuando las llamadas se hacían desde un locutorio o cabina pública, se procedía a esconder el número para evitar la devolución de las llamadas al locutorio. Podía ser, es más tenía que ser así. Aunque también estaban los que yo llamo extraterrestres, que son quienes esconden su número porque se consideran demasiado importantes y constantemente acosados por sus admiradoras. De todo hay en este mundo ancho y ajeno.
No obstante, esa casualidad podía suceder alguna que otra vez por semana, digo en la peor de las casualidades; mas, en mi caso, las llamadas equivocadas se fueron repitiendo cada día y con una secuencia de dos y hasta tres por jornada. El teléfono vibraba, aparecía la palabra desconocido, yo apretaba el botoncito verde para recibir la llamada, decía aló, y listo, conexión cortada.
Entonces pasé a la segunda y más humana fase, aquella en la que se comienza a hacer una lista de posibles sospechosos. Katherine me iba dando nombres de conocidos y me mencionaba también los circuitos que frecuentaba para que yo cogiera al vuelo algunos sospechosos. Claro, ingenuo yo, no me daba cuenta que, de paso, ella iba haciendo también su propia lista de sospechosas con las que yo podía estar enredándome como para que me hagan llamadas de ese tipo. Pero cómo darme cuenta de la segunda caída si las mujeres, en general, suelen tender sus trampas con habilidades de hechicera.
Por varias semanas creí, quise creer, necesitaba creer, secretamente, que las llamadas desconocidas eran de Margarita. Aun cuando todo ya estaba terminado entre los dos desde hacía tiempo, y de que ella había escogido su camino e ignorado los últimos puentes que le había tendido. No sé, ella a veces tenía sus arrebatos de amor y de locura. Sin embargo, poco a poco, entre llamada y llamada desconocida, y el aló, aló rutinario, fui entendiendo que no era ella. Lo cierto es que la última vez que vi a Margarita estaba tan repleta de ella misma que, por mucho tiempo, iba a ser totalmente incapaz de hazañas románticas como la de llamar y colgar por amor.
Paulatinamente, las llamadas fueron organizándose a dos por día, una por la mañana y otra por la noche, raramente por la tarde. Yo sacaba el teléfono y contestaba con la tranquilidad de quien se sabe de memoria la rutina. Semanas después, Katherine terminó por hacerme una escena y reñimos porque ella me pedía que le diera el teléfono para que contestara, y yo no quería. Qué sé yo. Me estaba acostumbrando a esas llamadas. No digo que Katherine se haya marchado por culpa de esas llamadas. Seguro que ya había demasiados motivos previos y que yo me había ganado su abandono a punta de desplantes y distracciones. Katherine sencillamente me dejó. Por supuesto que me hizo una última llamada desde su teléfono móvil y su número apareció en la pantallita de mi celular: nítido. Me llamó para decirme que ella era lo suficientemente madura para decir adiós sin apelar a números escondidos. De paso, me espetó que yo fuese tan inmaduro o demente como la persona esa de las llamadas escondidas. Se acabó y punto. Katherine se apartó de mi vida y yo me quedé, otra vez, navegando a solas.
Tal vez sea cierto lo que dicen algunos de mis amigos, que la soledad se manifiesta en varios niveles y que alguno de estos subyacen en el alma, y que la soledad de este tipo es más difícil de detectar, pero que es la más devastadora. Podría ser, pero uno no puede darse cuenta de situaciones tan abstractas porque no se tiene ángulo ni distancia para entenderla como tal. Esa es cosa de los terapeutas o similares y, en verdad, muchos de nosotros, homínidos ocupados y tercos, nunca tendremos tiempo para el diván.
Ya no me importa realmente saber quién está detrás de las llamadas. Hace unos minutos volvió a vibrar el celular y confieso que estaba extrañándola. Por supuesto que se cortó a los dos segundos de haber dicho aló. ¿Quién puede tener tanta persistencia? Más tarde saldré a tomar una copa con un amigo que ha llegado desde muy lejos y quizás vayamos a visitar a otros amigos. Será una buena noche. Las noches de Lima cada vez están mejor. Ahora bien, en algún momento tendré que volver a casa y ya será muy tarde para escribir o para leer un libro. Habrá que tomar un lexotán para dormir un poco porque al día siguiente hay que hacer mucho y de todo, no hay que quedarse quieto. Seguro que antes de las diez de la mañana vibrará el teléfono con el número desconocido. Yo, lo reconozco, contestaré con la exultación demencial propia de un hombre que ya está tan acostumbrado a esas llamadas que, si faltara, digo se dejara de llamar, no sabría qué hacer con los largos días.
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