Hace unos días asistí a la significativa presentación del reciente libro del escritor Fernando Ampuero. Editorial Planeta, finalmente, logró reunir «todos sus cuentos«, desde sus primeros relatos cortos de la juventud, hasta algunos de reciente factura que demuestran, claramente, la interesante evolución narrativa del autor.
Comparto plenamente la afirmación de que Ampuero es un indiscutible maestro del relato corto, y, por ello, comparto con ustedes una parte del discurso de presentación escrito por Jorge Eduardo Benavides acerca de este libro. En la mesa de presentación estuvo también el escritor Guillermo Niño de Guzman.
ELEMENTOS EN LA OBRA DE FERNANDO AMPUERO
Fernando Ampuero, con una veintena larga de títulos que comprende relatos, novelas, teatro y poesía, se ha convertido en un representante indiscutible de la narrativa peruana actual, traducido, antologado y receptor de las más elogiosas críticas. Pero es fundamentalmente en el cuento donde ha demostrado no sólo su gran solvencia de narrador experimentado sino su profundo conocimiento del género, la habilidad de quien maneja este oficio con una pericia que a ojos del lector pasa por sencillez y economía, pero que en verdad se trata de una elocuencia elegante que siempre nos invita a pensar en la oralidad, en un narrador que parece entablar cierta relación tan vecinal y amistosa como especulativa con el lector, como si lo que nos cuenta fuera nada más que una sencilla anécdota, algo que nos puede ocurrir a nosotros o a algún conocido nuestro y que por lo tanto nos interesa de inmediato. Ello, naturalmente, es un truco, un recurso hábil para empezar sus cuentos haciéndonos, de un modo u otro, partícipes de una confidencia, de una atmósfera o del relato de un hecho que por cotidiano no deja de ser fabuloso.
Quizá pueda explicarme mejor si establezco un correlato con otros dos grandes cuentistas que le son afines tanto en lo personal como en lo literario: Julio Ramón Ribeyro y Alfredo Bryce Echenique. Así como el primero estableció sus dominios narrativos en el ámbito de la reflexión y la intimidad, en un desasosiego perpetuo y existencial, y el segundo hizo lo propio en el humor, la ternura y la nostalgia por la felicidad perdida, Ampuero ha configurado un emplazamiento propio y de sello absolutamente personal en que el protagonista es, básicamente, la mirada del narrador. Creo que no hay en la literatura peruana un registro tan fértil y variado de personajes: solitarios tocados por el aleteo del infortunio, jóvenes enamoradizos y crédulos, inefables peruanos varados en sus periplos por la Argentina, Nueva York, París o Ginebra, ricos de rotunda estirpe que nos traen a la memoria chispazos de una Lima tan luminosa como decadente, periodistas resabiados que trotan incansables por una Lima canalla y oscurecida y taxistas suspicaces, bellas muchachas frías, enajenadas o temperamentales (Por cierto, en la literatura de Fernando nunca hay chicas sino muchachas), cambistas depauperados, policías corruptos (ya sé es casi un oxímoron), rufianes de todo pelaje, locos benignos, pero fundamentalmente amigos. Amigos que cuentan, que aconsejan, que glosan, escuchan, confiesan o participan de manera protagónica o tangencial en la trama y que le van dando a esta su aroma más real, cierta aura de cosa tangible y verificable.
Muchas veces es el propio narrador el que parece acercarse al oído del lector para contarle algo que le ocurrió y esa manera, esa aproximación, opera un milagro narrativo que resulta de un valor tan infrecuente como difícil de alcanzar: que en los cuentos de Fernando Ampuero uno siempre es partícipe; no testigo sino presunto implicado; no mero lector sino depositario de una confidencia, no simple espectador deslumbrado por el artificio de la palabra sino curioso vecino que se asoma a la ventana de la cotidianidad para descubrir, con asombro y deleite, que la vida discurre, poderosa e imparable, frente a nosotros.
¿Y qué hay pues en común en todos estos cuentos? No es tanto (ya digo) la enorme galería suya de personajes fascinantes que transitan por sus páginas ni las tramas diversas, algunas de las cuales son verdaderas prospecciones ontológicas de lo esencialmente humano, como en «Taxi driver sin Robert De Niro» o «Una vaga astrología»…– sino un elemento común que durante mucho tiempo me resultó difícil de identificar y que en el transcurso de los días en que he estado preparando estos folios he tenido dándome vueltas a la cabeza como la palabra esquiva que tenemos a veces en la punta de la lengua. Y no sé cómo explicarlo mejor, pero eso que hace de los cuentos de Fernando Ampuero algo tan profundamente personal es una suerte de impronta vitalista y exultante que incluso en los temas más escabrosos o terribles, incluso cuando el dolor secuestra y doblega la trama que desarrolla, su lectura nos deja un regusto de epicúrea y fresca felicidad, como si en el rescoldo profundo de la ficción siempre se nos advirtiera de que no hay que tomarnos las cosas demasiado solemnemente –porque hacerlo así es una cursilería– y que no hay nada en la vida más importante que vivirla y disfrutarla. Pero debo apresurarme a explicar que no se trata de “mensaje” moral alguno, no: es más bien un élan, una forma de entender la vida que hace que sus personajes nos resulten no sólo familiares sino hasta cierto punto, envidiables. Uno lee sus cuentos con una actitud distinta, atento a los zarpazos de la sorpresa pero no del hastío o la reconvención moral; uno se introduce rápidamente entre los personajes y quiere compartir sus peripecias, escucharlos con atención, aliviar sus cuitas, participar en sus fiestas exactamente como nos ocurriría si ellos fueran reales, quiero decir, de carne y hueso. Para decirlo de una buena vez: uno lee los cuentos de Fernando Ampuero con ganas de que le den un papelito en ellos, aunque sea de extra. Y eso, amigos, sólo ocurre con la buena literatura…