Avancen al fondo, avancen al fondo, que está vació, voceaba el cobrador con un tonito machacón que delataba su fastidio, si acaso también su molestia. Era las nueve de la mañana y aunque la hora punta había pasado, el tráfico todavía era intenso y la ciudad de Lima aún seguía anegada en la humedad de sus mañanas invernales. Mengano, al fondo, sentado en uno de los asientos desfondados del microbús, parecía abrumado por sus preocupaciones. Rebuscaba nervioso, una vez más, en ambos bolsillos de su pantalón. En sus gestos y sus movimientos se notaba la decepción: nada. Volvió hurgar, esta vez en todos los otros bolsillos y secreteras de sus ropas: nada. Su rostro blanquiñoso y joven había adquirido, para entonces, un tono colorado que revelaba su turbación: nada, ni una mísera moneda.
Arenales, Canevaro, Santa Catalina, suben, suben. La voz cascada del cobrador se escuchaba, nítida, dentro del microbús. Mengano miró, a través de las ventanas de vidrios remendados, las fachadas desabridas de las casas y negocios de la avenida Canevaro, como calculando cuánto le faltaba para llegar a sus destino. Por sus muecas nerviosas se deducía que le faltaba poco. Pasajes, pasajes, con sencillo por favor, pasaje completo, pasaje completo, no hay medio pasaje, no se pasen. Mengano levantó la mirada buscando al cobrador: aún estaba lejos, estirando la mano a los pasajeros arracimados en la puerta. ¿Qué hacer? He allí la pregunta. Aguanta, aguanta, tío, bajan pasajeros – le pidió el cobrador a su chofer. Luego arengó a los que bajaban – A ver, más rápido, por favor, pie derecho. Y luego: Ya listo, lleva.
Mengano miró a su alrededor, observó a los demás pasajeros, como buscando alguien a quien pudiera pedirle ayuda, una cara amigable: nada. Algunos dormitaban, con los brazos cruzados y balanceando sus cabezas; tres mujeres, sentadas muy cerca de él, atenazaban sus bolsas mirando a todos lados con desconfianza. Casi todos los demás, que estaban cerca, eran chicos con uniforme escolar: nada. ¿Qué hacer? Se llevó las manos a los cabellos y luego se tocó la nariz nerviosamente. De pronto escuchó el alboroto que se había desatado en la puerta delantera de microbús. Un joven, casi de su edad, reclamaba: así pago yo siempre, y el cobrador: cuál siempre, causa. La tarifa es un sol. La gente se pasa, quiere viajar gratis. Y el jovencito, de anteojos: cuál gratis, te estoy dando cincuenta, ese es el pasaje. Yo viajo todos los días. Nada causa, matricúlate con el pasaje completo o tú dirás cómo es, me estoy asando, lo amenazó el cobrador. Luego, sacó casi medio cuerpo del microbús, sosteniéndose solo con una mano de uno de los parantes de la puerta. Santa Catalina, Canadá Arriola, Aviación. Aguanta, baja una tía con bulto, aguanta. Y luego, mirando de reojo al muchacho: y tu causa, no te bajas, si no pagas completo, va en serio.
Probablemente eso desesperó más a Mengano. Vio al muchacho de anteojos, confundido y flanqueado cerca de la puerta delantera, y a los demás pasajeros totalmente indiferentes a la discusión. ¿Qué hacer? Si al otro chico le estaban haciendo problemas por cincuenta centavos, qué le esperaba a él que había viajado casi toda la ruta y no tenía ni un céntimo. A ver acomodarse, por favor, que más allá van a subir más pasajeros, previno el cobrador. Entonces el rostro de Mengano se iluminó. Recordó que en la esquina de Canadá con Balconcillo subían muchos que iban hacia las galerías de Gamarra, siempre había gente yendo y viniendo de Gamarra. Claro. Se entusiasmó. Iban a abrir las dos puertas del microbús, la gente treparía como pudiera. Todo iba a ser un despelote. Ese sería su momento para evadirse. Se levantó con disimulo, sigilosamente, y se deslizó lo más cerca que pudo a la puerta trasera del microbús. Desde allí alcanzó a ver un pedazo de cielo plomizo y por las nubes oscuras que sobreabundaban en su concavidad, supo que pronto iba a caer una larga garúa, de esas que embarraría las calles de la ciudad, solo eso, sin llegar a limpiarla de su interminable grisura. Con el rostro apoyado en uno de los parantes que enmarcaban la puerta, hubo un momento en el que pareció más triste que preocupado. ¿Cómo así se llega a eso? ¿En qué momento se sabe que se ha tocado fondo? Claro. Podría ser que solo hubiera olvidado la billetera por distraído o que hubiera dejado las monedas en el otro pantalón, quizás. Pero el rostro de Mengano, esa mañana, en ese momento, parecía ser, más bien, la de un hombre desventurado.
A ver avancen al fondo que hay sitio. Avancen. Y tú chiquillo, bájate y no seas pendejo la próxima. No soy pendejo. No claro que no. Solo eres un huevas. El jovenzuelo quiso alegar algo, pero optó por bajar con el cuerpo recto, como raspando todavía un poco de dignidad. Al otro extremo del microbús, la mirada de Mengano parecía atenta a la llegada al paradero de la avenida Canadá con la prolongación Balconcillo. El ruido del motor parecía el bramido de un animal enfermo y en cada frenada (repentina y brutal) la gente se aferraba de lo que pudiera para no caer. El techo oxidado, los pasamanos enmohecidos. El pandemonio de bocinazos, voces de cobradores, silbatazos ¿Tal vez no solo era él? Mengano suspiró. ¿Cómo así se llegaba a tocar fondo?
Cuando el microbús se acodó en la vereda y el cobrador gritó para que abrieran las dos puertas, no fue solo Mengano el que trató de bajar a toda prisa, sino que varios de los que habían estado a su lado, incluso, le habían ganado la iniciativa y, a empujones, lo desplazaron para bajar primero. El cobrador había hecho lo posible por cobrar a los que podía, mientras hacía que otros subieran al vehículo como pudieran. Más que enojado, parecía agobiado y hasta algo acongojado. Mengano lo notó y se quedó viéndolo sin atinar a moverse.
Cuando el cobrador reparó en él y lo miró, supo que lo había reconocido. Mengano palideció. Ambos también eran más o menos de la misma edad y hasta de estatura. Solo que el cobrador parecía mucho más maltratado y desastrado. No le dijo nada a ese pasajero que lo miraba asustado. Puso un pie en el estribo del microbús, empujo a la gente y gritó: lleva, lleva.
Mengano se quedó mirando cómo se perdía el destartalado vehículo dejando una estela de humo a lo largo de la avenida.