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El timbre había interrumpido mi sueño a las tres y cinco de la madrugada. Lo supe con exactitud porque tengo un reloj colgado en la pared izquierda, que es el lado por donde generalmente duermo. Apenas abrí los ojos y, a pesar de la modorra, pude distinguir con claridad el mismo círculo fluorescente en la pared moviendo imperturbable su segundero.
No sé bien cómo explicarlo, pero son esas cosas que uno tiene cuando despierta repentinamente de madrugada (o lo despiertan). Buscar auto convencerse de que todo había sido una equivocación, un sobresalto del sueño, que nada había pasado y de que aún no era la hora de despertarse. Solo me quedé en suspenso unos segundos y luego cambié de posición para seguir durmiendo.
Sin embargo, el timbre de la puerta volvió a vibrar con la odiosa tonada chirriante que tanto me disgustaba, pero que, claro – por ser tan solo un inquilino – no me había atrevido a cambiar.
Uno piensa de todo, y a la vez no tiene en claro gran cosa, cuando lo despiertan con un timbrazo en la madrugada. Lo primero que se me vino a la cabeza fue la imagen de César, el otro inquilino que a veces solía llegar a las mil quinientas horas totalmente ebrio: lo maldije por anticipado. No obstante, de inmediato recordé que él había viajado por trabajo hacía dos días y que no volvería sino hasta dos días después. Entonces, ¿quién? Esperé alerta el siguiente llamado, que demoraba, y temí que pudiera ser la dueña de la casa, o su hijo, que a lo mejor llamaba por alguna razón; cualquier razón en ellos tendría que ser mala para mí. Madre e hijo solterón solo se acercaban para molestar; ya sea a mí o a cualquiera de los otros inquilinos. Recordé de mal humor que, entre mis prioridades de ese año, estaba buscar un cuarto en otro lugar, cualquier lugar muy distante de esos dos enajenados.
Mientras tanto, mis ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad. No había encendido la lámpara a pesar de que estaba al alcance de la mano sobre mi destartalado velador. Esa es otra de las cosas que uno no se explica cuando – ya mucho tiempo después – se empieza a recomponer los hechos del pasado siguiendo una lógica que, definitivamente, no existía a esa hora de la madrugada, y menos cuando despertaban, de modo tan abrupto, a un dormilón como yo, o como lo fui, hasta antes de esa noche. En mi cuarto había una ventana grande, que daba a la calle, desde donde se veían las luces amarillentas y distantes de un edificio en la calle de enfrente que estaban encendidas hasta muy tarde. Luego, estas se iban apagando de una en una, paulatinamente. Con el transcurrir del tiempo, había descubierto una secuencia de apagado que pocas veces se alteraba, incluso le contabilicé un tiempo exacto de intervalo entre el apagado una luz y otra. Ahora que lo pienso, ya desde esas épocas, mis noches eran muy largas y tediosas hasta que me hundía en un sueño apabullador.
Estuve por aceptar que ambos timbrazos habían sido solo una equivocación y que solo debía volver a acostarme, en un lugar de acercarme a la ventana para indagar si había alguien; pero, tan repentino como los anteriores, el chirrido antipático del timbre volvió a repiquetear. Fue entonces cuando me invadió el temor porque, aparte de mis primeras suposiciones, podía estar una verdadera mala noticia; es decir, el accidente de un pariente o algo peor.
Solo que mis parientes no vivían cerca. La verdad, ellos no vivían ni en la misma ciudad y, más aun, pocos, muy pocos sabían de mi paradero, por no decir que para algunos ni siquiera estaba clara mi existencia. No obstante – lo reconozco – sentí una opresión parecida a la incertidumbre, o al miedo. Salí de la cama algo turbado y me dirigí lentamente hacia a la ventana.
¿Qué vi? O, mejor dicho, ¿a quién vi? Fue de lo más insólito y estremecedor. Ahora bien, no hay que olvidar lo inusual de la hora, además de otras circunstancias, como el hecho de que yo vivía en un viejo y húmedo edificio de cuatro pisos en la parte más antigua de Magdalena, y de que era invierno: ese invierno de lluvia menuda, pero incesante que acongoja a Lima durante toda la estación.
Cuando saqué la cabeza por la ventana y bajé la mirada hacia la entrada desde donde se podía tocar el timbre, me encontré con los ojos luminiscentes, pero fríos de una menuda mujer que cargaba a un bebé, al menos lo cargaba como si fuera uno; aunque yo, en verdad, solo alcancé a ver unos trapos que envolvían un pequeño bulto atenazado en sus brazos. «Necesito ayuda, señor», dijo ella con una voz quejumbrosa. «Mi hijito está enfermo, tengo que llevarlo al médico», exclamó. Traté de verla mejor, pero no podía definirle el rostro, solo distinguía sus ojos penetrantes, duros y luminiscentes. Su voz era aguda y cuando hablaba parecía que iba a llorar. Sin embargo – eso lo entendí tiempo después -, también había algo de fastidio y hasta de enojo entre las notas de su voz. Una ráfaga de viento sorpresivo, de pronto, agitó las cortinas de mi ventana y por un momento perdí la imagen de la mujer. Hice un chasquido de molestia. Lamenté que todo eso me estuviera sucediendo a mí y, más aun, a esa hora de la noche.
«Regáleme para la medicina de mi hijito, señor» suplicó la voz que llegaba nítidamente; sin embargo, en verdad, no podía ver si esa mujer movía la boca. Solo era un boceto de rostro y unos ojos luminosos. Ahora bien, la vida en una ciudad en donde – como se dice en el refranero de la calle – todos los días nace un tonto, lo vuelve a uno desconfiando. Quise comprobar si lo que sostenía era un bebé, pero tampoco lograba definirlo por completo. Entonces, miré a los alrededores del barrio como para encontrar a alguien que estuviera viendo la misma escena patética que yo; pero las dos calles que se atravesaban cerca de mi edificio estaban desiertas y las luces amarillentas de los faroles languidecían en hileras recortadas hasta perderse en la distancia. Las veredas parecían pulidas por la lluvia que no había dejado de caer: «Aquí tengo la receta, señor», dijo la mujer; pero – casi podría asegurarlo – tampoco lograba ver sus manos. Solo alcanzaba a distinguir su contorno que más parecía una sombra y también sus ojos, siempre sus ojos: enormes e inexpresivos. «Si quiere, baje usted y compruébelo».
Menuda cosa lo que me sugería a esa hora. ¡Qué bajara! Me quedé en silencio, mirando receloso la escena. «Venga, por favor, y le enseño», suplicó de nuevo. Yo, más bien, quería reclamarle por qué me importunaba a mí, si había otros timbres y otras casas de un solo piso más accesibles. Por último, resignado, tenía ganas de preguntarle cuánto era lo que necesitaba para saber si me alcanzaba y, así, lanzárselo desde la ventana, aunque también me invadía el deseo de mandarla a la mierda, que se largara, ya sea con su pena o con su estafa.
«Solo necesito veinte soles para el suero», agregó, como si hubiera adivinado mis pensamientos. «Si no este hijo también se me va a morir» amenazó a la noche. Empero, como dije, yo había vivido en muchos lugares desde los diez años y había aprendido – a fuerza de muchos engaños – a desconfiar de casi todo. Pero más que por la posibilidad del engaño, estaba enojado por otras razones: por la hora, por la situación misma y también porque, una parte de mí se conmovía por la historia que narraba esa mujer, aunque del lado de mi razonamiento, algo me aguijoneara previniéndome de que aquella escena no era del todo sincera. En todo caso, tal vez estaba molesto por mi incapacidad de creer, defecto que se adquiere conforme la vida avanza y uno se vuelve incrédulo. Regresé a mi cama y busqué en mi velador una moneda o algo de dinero que no me hiciera mucha falta para salirme de una vez de esa situación. Encontré una moneda de cinco soles. Debo confesar que en un bolsillo del saco tenía algunos billetes que aún me sobraban de mi ajustada quincena.
Regresé a la ventana. La mujer no se había movido. En otras circunstancias hubiera pensado que era solo una alucinación. Tiré la moneda lo más cerca de ella, pero no escuché el tintineo. La lluvia había aumentado y chispeaba sobre la vereda: «Necesito veinte soles, señor», alegó la mujer; pero yo, irritado, o tal vez avergonzado, contesté antes de cerrar la ventana: «Pídalo en otra parte».
Aquella noche ya no pude dormir bien. Me rebullía la imagen de una mujer vagabundeando por las desiertas calles de Lima con un bebe que se moría entre sus brazos. Imaginaba la lluvia salpicando su difuminada silueta entre las débiles luces de la noche; pero, sobre todo, imaginaba sus ojos fríos. Por supuesto que no hubiera bajado a ver la receta porque ese cuento ya se lo habían hecho a otros samaritanos que terminaron con la habitación vacía; sin embargo, poco me hubiera costado darle el dinero que faltaba. Me dormí a medias, un tanto aguijoneado por el remordimiento y otro tanto, por la duda.
Días después, le conté la historia de la mujer que llamó en la madrugada a todos los que quisieron escuchar y casi todos estuvieron de acuerdo en que, lo que hice, había sido lo más sensato, que lo más probable era que hubiera sido una estafadora y, aunque no lo hubiera sido, con lo que había hecho era suficiente: el dinero no estaba para regalarlo a cualquiera. Otro amigo me consoló diciéndome que si había pedido veinte soles era porque necesitaba solo eso y no que yo bajara cual salvador para llevarla al hospital más cercano. Seguro que había terminado por juntar el dinero, si acaso era cierta la historia. El más duro de todos me aniquiló con aquello de que no tenía tiempo para apaciguar espíritus pusilánimes.
Cuando finalmente estaba por declarar cerrada la historia, una tarde, una anciana a quien conocía como la lavandera de algunos inquilinos, y que había escuchado mi historia cuando se la narraba al bohemio de César, se cruzó conmigo en la puerta del edificio en donde vivía. Supongo que intencionalmente.
Miré a la anciana, alelado. Traté de indagar en su arrugado rostro la muestra de una sonrisa que me dijera que estaba bromeando; pero ella miraba hacia el callejón como recordando.
Entré al edificio algo confuso y subí un par de escalones y, antes de cerrar la puerta, volví a mirar a la anciana que ya se iba con paso lento.
Cerré la puerta totalmente consternado.