Yo sí. Qué jodido momento. Aunque uno trate de tomarlo con la suficiente calma para poder encontrar una manera de recuperarlo o de reconstruirlo, poco a poco uno se va dando cuenta de que ya se fue por el desagüe ese universo narrativo y que cualquier cosa que se reescriba ya no va a ser igual. Entonces, finalmente, se llega al inevitable colapso total.
Ahora bien, estoy hablando de aquellos tiempos en los que aún se escribía a máquina mecánica, aunque tengo datos de que cosas parecidas le han sucedido incluso a quienes se han confiado al inefable procesador de textos. Pero comprenderán que, en mi caso, y en esas circunstancias, el regreso a los borradores de alguno que otro capítulo de la novela perdida fue tan salvaje como asistir a la reconstrucción de un cuerpo diseccionado en algún accidente. Mis amigos de toda la vida conocen la historia de mi catástrofe en varias versiones. Algunos se han seguido conmoviendo conmigo años después; otros, en cambio, testifican no haberse sorprendido porque a mí siempre me van a pasar esas cosas por distraído. Mi querida Cecilia de aquellos tiempos, vaticinó que estaba destinado a escribir cuentos como castigo fatal de las musas. Ah, Cecilia, tu trabajito de médium ha sido de lo más antipáticamente acertado.
En fin, este traumante episodio ha regresado a mi memoria a propósito de una escrito de Daniel Alarcón que encuentro en la revista Etiqueta Negra en donde da cuenta de los tantos borradores que a veces se bocetea como proyecto narrativo y de los pocos que alcanzan a tener forma definitiva. Además de contar – aquí es donde encaja mi introducción – cómo se le perdieron las anotaciones para una novela más de esas que no salieron del borrador.
La primera novela que nunca terminé (ya son varias) la comencé a escribir en Accra, al regresar de mi viaje con Antonio por el Lago Volta. Pretendía narrar la vida de un hombre cuyo hijo había muerto. El hombre sube a una canoa con una botella de alcohol, dispuesto a suicidarse en el Volta. Su vida ha perdido sentido, se siente derrotado. Su padre fue agricultor, su abuelo también, mientras que a él le tocó vivir la construcción de la represa, la inundación de su valle querido y la desgracia del desplazamiento. Fue obligado a aprender el oficio de la pesca para sobrevivir, y nunca se acostumbró a esa vida. Ni siquiera le gustaba el pescado, y hasta el lago le parecía feo. A veces el hombre (mi personaje principal nunca tuvo nombre) se imagina cómo debe verse el lago desde el cielo: una mancha marrón sobre la tierra, nada que ver con el verdor que antes adornaba las colinas. Su hijo ha fallecido de una enfermedad contagiosa que antes no existía por allí, una enfermedad que llevan los zancudos que proliferaron después de la inundación, y le echa la culpa a las aguas turbias del Volta.
En mi novela trunca, el señor sin nombre rema y rema y va contando su vida, su juventud y adolescencia, su matrimonio, el nacimiento de su hijo. Está buscando el lugar donde antes quedaba su pueblo, en el mero centro del lago y, una vez ahí, se prepara a morir. Piensa en ahogarse. Amarra unos ladrillos a sus tobillos y se tira al lago, tragando agua. Pierde la consciencia hasta que toca el fondo, y ahí abre los ojos. Para su sorpresa, encuentra que su antiguo pueblo ahogado todavía existe. Nada ha cambiado. Son las mismas casas humildes, los mismos campos verdes, y también las mismas familias y niños. Todo sigue igual. Nadie ha muerto. El hombre no comprende lo que le sucede, y va nadando por su valle. Es un mundo paralelo. Me imaginaba una novela sobre la vida de un pueblo africano tradicional en todo sentido, pero submarino.
No llegué muy lejos con el proyecto, a pesar de intentarlo por varios meses…