Cartas a Shogún, de Lurgio Gavilán, Editorial Penguin Random House, 2019. Lo leí hace varias semanas, en muy poco tiempo. Diré que lo leí con mucho entusiasmo, porque me falta un vocablo más preciso: una palabra que fusione estremecimiento, angustia, fraternidad, anhelo, que son las sensaciones que me envolvieron mientras lo leía. Quise compartir una reseña de inmediato para aunarme a los comentarios de otros lectores. Sin embargo, luego pensé que era mejor releer el libro anterior de Lurgio Gavilán, Memorias de un soldado desconocido, no solo para recordar las significaciones obtenidas de mi primera lectura, sino para encontrar todo aquello que – sucede por lo general – se nos cuela en una primera leída. Efectivamente, la relectura no solo me recapturó, sino que me instó a no ir tan a prisa y a no recoger ideas al vuelo con el fin de sintetizarlas y explicarlas en pocas palabras, esto bajo la impronta de ser más convincente, dado que ahora se recomienda la brevedad si se quiere compartir ideas por escrito sin aburrir. No. Por el contrario, me tomé el tiempo necesario para releer con calma y asimilar mejor las experiencias e impresiones de ambos libros de Lurgio Gavilán. Y es que una buena manera de valorar, en su valiosa dimensión, Cartas a Shogún es haber leído, como ya anoté, su libro anterior, Memorias de un soldado desconocido. Ambos libros rebasan largamente una apreciación literaria de la que me abstendré, pero dejo constancia de ello. Ambos libros (junto a muchas otras expresiones artísticas y académicas) son valiosas contribuciones para seguir buscando entender lo que pasó en los años de la violencia interna que se vivió en el país hace un par de décadas.
Vamos por partes entonces. En Memorias de un soldado desconocido, Lurgio Gavilán, en un formato autobiográfico, nos narra su singular historia. En el apogeo de la violencia subversiva que sufrió nuestro país, un adolescente de doce años se enlista en las filas de Sendero Luminoso con el afán de acompañar a su hermano. En ese tiempo es testigo y participante de las acciones del grupo sedicioso, desde las más viles hasta las más desesperadas. Luego es capturado por las Fuerzas Armadas y, cuando lo más seguro era que lo ultimaran, un teniente, de sobrenombre Shogún, ordena que no lo maten. Lo salva de la furia de los soldados y determina que lo lleven al cuartel Los Cabitos, una base militar de Ayacucho. ¿Por qué lo salvó? Esa la pregunta que con los años, Lurgio Gavilán fue haciéndose. Luego de un tiempo, el jovencito capturado termina por enlistarse en esas mismas Fuerzas Armadas. Para entonces ya es un soldado y es parte de aquellos que persiguen a los subversivos. Igual, en este tranco de su historia también es testigo y participante de las acciones militares, acciones que oscilaron entre la defensa del Estado y los más crueles abusos. Sin embargo, la vida de Lurgio aún iba a tomar otro giro sorprendente. Se da de baja del ejército y toma la decisión de ordenarse como sacerdote franciscano, es decir, se emboza en otro tipo de uniforme, pero esta vez se aboca a la ayuda espiritual y hasta física de los oprimidos.
Ahora bien, si de por sí la historia de Lurgio Gavilán es sorprendente y válida de contar, en este primer libro hay – como ya mencioné – una riqueza mucho más importante que el valor literario. La historia está contada desde dentro de cada instancia, y es narrada por alguien que no está prejuiciado por alguna ideología, es la voz de un peruano común que narra los hechos sin otra valoración que la de sus sentimientos frente a la vorágine de hechos que le tocó vivir. No hay odios enfocados ni simpatías encapsuladas. Lo que sí hay es un modo de contar que trasluce la visión de los que sufrieron una violencia que venía de todos lados. Es como si fuera la voz aquellos peruanos que, a su modo, hicieron lo posible por creer primero (quizás), y luego, todo lo que pudieron para sobrevivir entre dos fuegos.
Sin embargo, a pesar de que en su primer libro, parecía haberse desembocado todo lo vivido en esa gran tragedia colectiva (en verdad, no hace mucho), habían quedado cabos sueltos que Lurgio Gavilán necesitaba retomar. Lo cierto es que él, ese adolescente andino, debió haber muerto ejecutado al pie de la montaña en donde fue capturado por una patrulla militar, pero fue la voluntad del teniente, de sobrenombre Shogún, que lo salvó. ¿Por qué? Y no solo eso, sino que además lo protegió por un tiempo, lo matriculó en una escuela y, a su manera, tuvo algunas muestras de afecto, para luego desaparecer de su vida para siempre cuando fue destacado a otra base militar. Nunca más supo de él. Pero de lo que fue tomando conciencia era de que la vida que seguía teniendo – con todo y los giros extraños que iba dando – se la debía (es un modo decirlo) a la decisión del teniente Shogún. ¿Sabría el teniente todo lo que significó su decisión?
En su segundo libro, Carta al teniente Shogún, Lurgio Gavilán retoma ese punto trascendente de su existencia, y usando el recurso narrativo de un epistolario dirigido al misterioso teniente (de quien no sabe nada aún) no solo le cuenta su anhelo de encontrarlo alguna vez, sino que aprovecha el momento para contarle toda la significancia de esa vida que él salvó. Narra escenas desde su niñez, los avatares que tuvo que vivir y hasta lo que hace de su vida en el presente. No solo para explicarle al aún misterioso Shogún la trascendencia de aquella decisión de salvarle la vida, sino a él mismo y, estoy seguro, instando a que cada lector haga lo mismo desde su particular perspectiva. ¿Qué motivó a un militar fundido con la muerte a cada paso a salvar la vida de un enclenque subversivo a quien no podía ni entender por las barreras lingüísticas? ¿Qué hay en la naturaleza humana (más allá de las desgraciadas coyunturas sociales) que pueden llevarlo a actos de grandeza apenas a unos minutos de haberse embarrado en el fango de ignominia?
Como en el anterior libro, este, de igual modo, es un testimonio de lo vivido en aquella infausta época. No intenta explicarlo, no hay voluntad de sacralizar o demonificar a los participantes. Esencialmente testifica lo que pasó desde la perspectiva de quien vivió ese momento dentro de la región más atormentada de esa guerra. Asimismo muestra sus sentimientos más encontrados y, con su anécdota, remarca las secuelas de todo lo vivido.
Considero que, en este segundo libro, el trabajo narrativo de Lurgio (en términos literarios) es mucho más maduro, rico en la prosa, tremendo que connotación de un lenguaje mestizo que evoca la prosa arguediana que le da un vuelo mayor a este libro.
No obstante, siento que todo lo que digo, es apenas la apreciación de un lector inclinado a la apreciación literaria, pero que de ninguna manera podría mostrar la importancia de estos libros, cuyo gran valor es convertirse en documentos que pueden contribuir a entender lo que pasó en esos años de locura (que ya no deben regresar), y cuyos dolorosos efectos aún están presentes aunque algunos ya no lo quieran ver o solo los utilicen como amenazas políticas cuando la coyuntura lo requiera.
Solo puedo afirmar, desde mi sencillo punto de vista, que Cartas a Shogún es un libro altamente recomendable. Y lo es por algo que va más allá de su valor literario, es un libro que nos lleva a la reflexión sobre aquellos dramáticos acontecimientos que deberíamos tratar de comprender mejor para reconciliar a este país que, por lo visto, aún sigue resentido y, en cierto modo, sangrando discretamente.