LA VENGANZA PÍRRICA DE FULANO
La mujer había terminado de subir a la camioneta todo terreno, al parecer con una sonrisa de niña que ya no era buena, mientras el gerente esbozaba una sonrisa de hombre ganador cuando encendía el motor. Fulano parecía haber recibido el impacto de un mueble que le había caído desde el tercer piso. Exactamente desde el edificio de la cuadra cinco de Angamos. Su rostro desencajado y sus ojos locos delataban su colapso emocional. La mujer había terminado de subir a la camioneta todo terreno, al parecer con una sonrisa de niña que ya no era buena, mientras el gerente esbozaba una sonrisa de hombre ganador cuando encendía el motor. Fulano tuvo el tino de quedarse parapetado detrás del gran ciprés que se erguía a mitad de cuadra. Era definitivo, Fulano era ahora el actor de una vieja película en donde el personaje descubre que su mujer está saliendo con su jefe y entonces la vida se le congela sin fondo musical ni nada por el estilo.
El cielo era la misma pincelada gris de todos los días, aunque ahora las nubes negras le parecieron lo suficientemente cerca como para tocarlas. Se sentó en la banqueta, muy cerca de la calzada y, por sus manos abrazando sus rodillas, parecería que estaba buscando poner orden en sus pensamientos. Inevitablemente un par de lágrimas, sin mayor gesto, resbalaron por sus mejillas. Detrás de él, como un marco de película melodramática, el café 4d dejaba ver las líneas verdes y blancas de su entrada y, más cerca, el conjunto de sus mesas llenas de jovencitos recibiendo la hora nona del verano.
De pronto, Fulano siente que una mano toca su hombro y al levantar la mirada encuentra el rostro cetrino del hombre a quien siempre había visto vigilar la puerta del edificio de su desgracia.
Lo siento, dice el vigilante mientras se acuclilla cerca de Fulano, esas cosas pasan. Fulano mira la calle por donde se perdió la camioneta: negra, moderna, poderosa, conquistadora de secretarias sencillas. Usted lo sabía, le ha dicho Fulano, sin hacer mayor expresión en el rostro. Y el vigilante, yo sé muchas cosas, suspira, se molesta; pero me pagan por vigilar y por no meterme en lo que no me importa. ¿Qué hacer? ¿Cómo empezar a terminar? No lo sé, dice el vigilante y luego saca dos cigarrillos, Fulano acepta. Al rato están fumando.
La avenida Angamos está fulgurante ahora. Las luces de los faroles están encendidas y el edificio donde funciona un casino deja una explosión de luces multicolores que iluminan la noche. Sabe, dice el vigilante, yo no soy nadie para meterme en su pena. La vida es así, algunas mujeres son así, algunos hombres somos así. Así son las cosas. Yo no soy nadie para juzgar. Le recomiendo que se vaya, que se calme, que se olvide de lo que no vale, cuando alguien se quiere ir se va; pero sabe qué… Fulano giró el rostro. Vio que había un hombre que miraba el poder desde el otro lado, como él. Luego vio los ojos de un amigo, quizás luego vio los ojos de un compañero como cuando aun estaba en el colegio. Tuvo que haber visto algo que lo hizo sonreír.
– Sabe qué, hay que cosas que ya no se arreglan, pero le cuento que esos vidrios de la ventanas de la oficina son tan, pero tan caros, que ni se imagina.
Minutos después, las luces intermitentes de una patrulla y de una camioneta de serenazgo iluminaban la cuadra cinco de la avenida Angamos. Un vigilante del edificio declaraba para la policía que un loco se había aparecido de la nada y había lanzado pedradas hasta hacer añicos todos los vidrios del edificio. La verdad es que no podía precisar cómo era ese loco de mierda, pero que nunca lo había visto, era cierto. Finalmente exclamó, como para que quede muy claro, que él trató de alcanzarlo porque no era justo que le hicieran eso al dueño de la empresa, que era tan buena gente.