Tal y como habíamos explicado, estamos ordenando una antología con escritores peruanos contemporáneos. Incluimos a los amigos que ya son ampliamente reconocidos como aquellos que comienzan a desarrollar una obra. El conjunto nos dará una idea del camino narrativo que toma nuestra literatura contemporánea.
ELLA SE SABE GORDA
Ella se sabe gorda. Quiere a toda costa estilizar su fofa figura. No cree en pastillas milagrosas ni tampoco en dietas asesinas. Entiende que si alguien quiere adelgazar debe, diariamente, terminar jadeando en un gimnasio.
Siempre que el almanaque se deja alcanzar por el mes postrimero, se inscribe en el concurrido gimnasio que queda a un par de cuadras de su casa.
Todos los años. Todo diciembre. Todas las mañanas. La ración oscila entre una hora y una hora y media. Primero aeróbicos, luego máquinas y más máquinas. A veces se exige demasiado: eso es peligroso, ella es consciente de eso… pero cuando descubre que casi siempre ella resulta siendo la más gorda de la extensa sala, se arma de fuerzas, recuerda, recuerda el aterrador guarismo que le muestra la temida balanza todos los días, y así se renueva su ímpetu y persiste en su vano intento de alcanzar un físico de bandera… Cuando empieza a sentir que algo le oprime el pecho, para. Inhala y exhala. «No te rindas, cojuda», se llena de ímpetu mientras contempla angustiada a las chicas de envidiables figuras. El cuerpo de Francesca – su vecina – es despampanante. Todos los machos del gimnasio la miran: unos lo hacen disimuladamente, pero otros lo hacen sin el menor reparo. Siente envidia, ella daría la vida por tener un cuerpo así. Por eso se esfuerza, por eso empapa su buzo, por eso exige a su corazón hasta el límite. Pero algo que proviene de su interior le dice que nunca podrá alcanzar su meta.
«Es tu contextura, hija», le dice su madre. «Todos los hombres babean por Francesca, babean por su cuerpo», alega ella.
– ¿Y eso qué importa? – la cuestiona su madre.
– Me importa, mamá. Me importa mucho. Yo quisiera que ellos también me miren. No pido que me miren todos, siquiera uno. Con uno me conformo.
– Estás mal, hija.
– Sí, claro que estoy mal. Estoy muy gorda… A este paso me voy a quedar soltera… soltera y amargada como la tía Sonia.
– Claro que lo es, mamá. Todas las solteras lo son, y a mí ya se me está yendo el tren.
Su madre sonríe. La acaricia. La besa en la mejilla y mientras la consuela con argumentos simples, siento una ligera conmiseración. Quisiera poder ayudarla, pero ya no se sabe cómo: dietas babélicas, nutricionistas, fajas, cremas reductoras, etcétera. Muchos intentos, todos fallidos. Muchas lágrimas, muchas decepciones. Muchos veranos con su hija encerrada en casa.
– Así no voy a poder ir a la playa – afirma antes de dibujar un puchero -. Estoy hecha una vaca. ¡Mi cuerpo es una asco!
– Siempre es lo mismo. Hija, tienes que tener personalidad…