RESEÑA DEL AUTOR
Alonso Cueto es, definitivamente, uno de los escritores más importantes y respetados de la literatura contemporánea. Es uno de los narradores más fecundos no sólo por la natural frecuencia de sus cuentos y novelas, sino porque ha convertido a la clase media limeña en un espacio de exploración fluido y pasional. Estudió en la Pontificia Universidad Católica del Perú, egresando en 1977. Hizo estudios de Master y Doctorado en la Universidad de Texas. A diferencia de sus mayores, Julio Ramón Ribeyro y Vargas Llosa, que habían representado a la emergente clase media como heroica uno y como patética el otro, Cueto asume la lección de Raymond Carver y el neorrealismo norteamericano que, para escándalo de los estetas, exploraba la humanidad banal de lo diario y demostraba que los sujetos de hoy están desnudos antes las fuerzas trágicas de su suerte social mediocre. Ha obtenidos el reconocimiento internacional con premios comoWiracocha por su novela El Tigre Blanco. Premio alemán Anna Seghers por la totalidad de su obra. Beca para escritores de la Fundación Guggenheim. Premio Herralde, premio entregado por la editorial Anagrama por La hora azul. (2005)
Finalista del Premio Planeta-Casa de América 2007 por su novela El susurro de la mujer ballena. La hora azul, Peisa / Anagrama, 2005 (Planeta 2013). El susurro de la mujer ballena, novela, Planeta, 2007. Sueños reales, ensayos literarios, Seix Barral, 2008. Rosa Mercedes Ayarza, libro sobre la famosa compositora, Edelnor, Lima, 2009. Juan Carlos Onetti. El soñador en la penumbra, novela, Fondo de Cultura Económica, 2009. La venganza del silencio, novela, Planeta, 2010. El árbol del tesoro, cuento para niños, dibujos de Isabelle Decenciere; Planeta, 2011. Cuerpos secretos, novela, Planeta, 2012. La piel de un escritor. Contar, escribir y leer historias, Fondo Cultura Económica, 2014. Lágrimas artificiales / Dalia y los perros, 2 novelas breves, Peisa, 2014. La Pasajera, novelas breve, Seix Barral, 2015
CUENTO
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Van a ser las ocho y el sol brilla sobre la isla de cemento que estoy pisando. Me encuentro a mí mismo, me descubro en una calle cerca de unos árboles, junto a un poste. No sé muy bien en qué barrio.
Un regimiento de hormigas camina. Las patitas marchan hacia arriba, hacia abajo, en círculos. La corriente me hace apurarme. Un enorme rinoceronte corre en mi cabeza. Pienso que puedo pararme en la pista y que el rinoceronte va a salir y va a correr delante de mí. Ahora siento un microbús: el bufido ronco, la nube de óxido. Ya tengo menos fuerza. Voy a buscar un restaurante para entrar al baño. Hay un velo de luz sobre las paredes de la calle. Hay una maceta y una flor en una ventana. Tengo que llegar a las ocho.
Ya sé dónde estoy. Voy a dar un examen. El sol sigue brillando, va a ser un día típico de verano y yo he perdido la esperanza.
Mido la presión de mi pie derecho contra el cemento. Algo me quema y me quito el zapato. Estoy sentado en el sardinel. Es tarde. El regimiento de hormigas en mi sangre recupera su velocidad mientras el viento me azota el pelo y lo estira. Voy a ponerme el zapato. No puedo perder el tiempo. Faltan minutos, segundos. Algunos segundos algunos minutos. Eso es. No pienso en lo que puedo hacer hoy. O esta noche. O más tarde. Mi terror al futuro no tiene explicación. Es el miedo a lo que va a pasar. No quiero saber de eso. Tengo sólo estos segundos. ¿Tengo sólo estos segundos? ¿Estoy caminando a un examen y no me importa. El sol brilla en el centro del cielo.
Estoy parado junto a una reja metálica. Algunos patas vagan por allí. Giancarlo está a mi lado. Nos ha ido mal en el examen. Preguntas con respuesta múltiple. Ni siquiera tenían “Ninguna de las anteriores”. Ni siquiera. Yo me siento triste pero Giancarlo fuma y sonríe. Unas chicas de pelo rubio pasan. Las miramos
Ya vámonos de acá – me dice- vamos a mi casa. Tengo un poco todavía. “Un poco” en el lenguaje de Giancarlo es unas líneas de polvo que él va a poner en la mesa de su casa. Antes de volver donde mis padres y enfrentar la pregunta (“¿Qué tal te fue en el examen?”), mejor es seguirlo. Sólo tengo que acordarme de ir a mi casa antes de las nueve.
Soy el último de cuatro hermanos. Vivo en San Isidro, cerca de Pezet. No hemos tenido muchos problemas de plata. Mis dos hermanos mayores siguieron la carrera de mi papá – medicina – y son buenos especialistas, uno en pediatría y otro en cardiología. Mi hermano mayor se convirtió una época en el pediatra más caro de Lima, y eso ponía orgulloso a papá.
Mi hermano Carlos Alberto es un digno exponente de la tradición familiar. Es casi un espectáculo verlo sentado diagnosticando los malestares, los dolores, los achaques de mis tíos, de los amigos de mi padre. Carlos Alberto: nombre de galán almidonado en la estúpida telenovela de mi familia. Siempre usó anteojos. Me llega, no sé por qué. Entre él y yo hubo siempre un pacto secreto; él me ignora y yo lo odio. Mi otro hermano es Luis Guillermo. También es médico. ¿Ya dije eso? Luis es una fotocopia de Carlos, ligeramente menos nítida. Con Carmela, mi hermana, converso a veces. Pero ella vive enamorada del colosal pepe. Su novio pepe es el rey del frontón en el club Regatas y tiene a Carmela siempre sentada en alguna gradería. Ella lo adora, lo idolatra. Muere por él.
Giancarlo siempre fue bueno conmigo. Es un poco flojo para los estudios. Fue uno de los últimos de la clase toda la secundaria. No le importaba. Sabía enamorar chicas robarse el carro de su papá. Algunas veces me venía a buscar en el Tercel rojo. Salíamos por lo general al sur, a correrlo. En el verano vamos a Punta Hermosa, a visitar a Chiqui, a Chatígula, a Piero, al negro Óscar.
Con Giancarlo y sus amigos probé mis primeros tiros hace como dos años. Ellos siempre se meten tiros. Yo, también a veces. Nos juntamos en el sótano de la casa de Giancarlo. Hablamos mucho, sobre todo de chicas y de cosas del colegio. Tomamos cerveza. Después de un rato Giancarlo o el negro Óscar sacan el polvo. Lo consiguen con la plata de su papá o vendiendo adornos de su casa en La Cachina.
Mi papá también me da plata, pero no mucho. Es un hombre raro mi papá. Habla muy poco. Tiene sus reuniones, sus consultas, sus pacientes, sus amigos. Es un forastero. Pero he vivido con él toda mi vida. No sé si lo quiero. Creo que a lo mejor….
Son las cuatro y diez de la tarde del maldito día en que di mi examen de ingreso y no entré por tercera vez. Mis padres están esperando. ¿Mis padres me están esperando? Sé que tengo que volver antes de las nueve, cuando llega mi papá. Esta vez nos hemos reunido en la casa del negro Óscar. Mis amigos Giancarlo y Chatígula están frente a mí. Fuman. Toman. Ya han sacado las líneas.
Yo me siento de pronto hundido, aplastado, devastado por el peso de la melancolía en mi cabeza. Ellos se divierten. Ya no hablan d el examen. Yo recuerdo a Katia. Estuvimos juntos un año. Ella me dejó. Me dejó cuando yo no entre la segunda vez. Su madre influyó algo, creo. Ella hablaba bien. “Tú estás muy callado siempre”. Me decía. “Dime qué es lo que sientes. De repente puedo ayudarte”. Pero por fin un dia Katia me dijo que separarnos era mejor. Las cosas empeoraron desde entonces. Giancarlo dice que soy inteligente. Pero a los diecinueve años, no puedo convencerme de mi capacidad, de mis talentos, de mi inteligencia. No tengo ninguna confianza en lo que esta cabeza de mierda puede hacer. Si yo pudiera matar este dolor.
Y sin embargo, ¿Por qué siento lastima por haber vuelto a fracasar? Había pensado que nada que ver con la lástima, la compasión, el amor, la nostalgia. Me toca aspirar ahora. Mis amigos se ríen. Siguen hablando. Giancarlo es lo más locuaz. Me paro para ir al baño. Sentado en el water, veo mis piernas humedecerse con gotas gruesas. Me quedo un rato, con la cabeza abajo. No pienso en el examen. Pienso en mí, encerado en ese baño, como una celda. Con el ruidote mis patas allí afuera. El cuerpo quemándose. Siento que voy a salir para atorarme de polvo, para reventarme la nariz y sentir la sangre que en mi cuerpo que me sube. Sólo así voy a olvidarme de esto. Pero no me levanto. En el gabinete hay algo. Es una loción, una crema. Hay una brocha para echarse espuma en la cara y afeitarse. Ya nadie usa esas brochas. Pero yo las usé una vez. Mi papá me la dio la primera vez que me afeité, que nos afeitamos juntos. Ahora estoy viendo esa escena.
Fue hace cinco años
He hecho algunas cosas importantes en mi vida. Mientras el negro Óscar peina unas líneas sobre la mesa de cristal, estoy pensando en eso. Siempre es bueno ponerse a recordar. Los tres goles que metí contra el equipo de quinto una tarde se sábado en el colegio, un dibujo del cuerpo humano al que el profesor le puso una vez un MB con signo de admiración, un poemita que le escribí a Katia ( que la hizo sonreír con los ojos humedecidos). Lo mejor, lo más emocionante, fue esa tarde, 56 a 56, partido de básket contra el otro colegio, último minuto. Yo estaba en la media cancha. Había poco público, no habría barra. Giancarlo me la pasó. Ya iba a acabar todo. Vi el reloj, seis segundos, cinco, cuatro. Tiré desde allí y la pelota dio en el fierro y se coló.
¡Canasta! Hubo algunos brazos. Esa noche, en mi cuarto, la vi entrar muchas veces.
Creo que fue el mejor momento. El mejor de mi vida, creo. Esas cosas son las que he hecho. ¿Tienen alguna importancia?
Te toca – me dice el negro con la nariz recién golpeada, y yo no contesto. El negro está poniendo un cassete ahora y se sienta a hablar de una hembra que conoció anoche. Yo me pregunto si mis padres saben dónde estoy. A lo mejor mi vieja va a vociferar en el teléfono. Me levanto y la llamo; tengo miedo de llamarla pero también tengo ganas de moverme para algún lado. El negro Óscar sigue hablando. Hay un corte en el auricular.
Hijo, estamos esperándote. ¿Qué tal el examen? Bien, bien. Los resultados van a estar en la noche. O mañana, no sé. Bueno. ¿No vas a venir? Hay una dulzura angustiosa en esa rara voz. Parece una tela que se rompe. ¿Y papá?
Debe estar llegando a las nueve. Ya sabes que tienes que estar acá. Quiere hablar contigo. Cuelgo. Regreso a la sala. Todos siguen hablando. Parece que se han olvidado de mí. Tengo hambre – digo de pronto. Yo también – dice Giancarlo- . Voy a sacar unas papas. Hay bolsas de papas fritas y cerveza regadas sobre la mesa ahora. Chatígula está hablando de Leslie Stewart. Es un rebelde – dice-. Una hembra que hace lo que quiere. Sabe Karate, va a discotecas, sale con patas, hace lo que quiere esa hembra. Yo la conocí una vez. En una discoteca. La saqué a bailar. Y bailó. Estoy pensando en mi vieja con la que acabo de hablar, en mi viejo que va a llegar a la casa a las 9 y va a preguntarme por el examen.
¿Que hora es? No tengo reloj pero en el círculo de la pared van a dar las siete. Mi papá me regaló un reloj a comienzos de año. Lo perdí al dia siguiente. No se lo dije. Hasta ahora no se ha fijado que no lo tengo. No hablo mucho (nada) con él. Ya dije que no tengo ganas. ¿Ya dije que no tengo ganas? Pero me acuerdo de que hace un tiempo me trajo nos cassettes de regalo. De repente te gustan – dijo ese día. Eran de Ricardo Arjona. A mí me gustaba el rock pero él quería que me gustaran otras cosas. Los oí en mi cuarto y me gustaron un poco. No los he escuchado – le dije después. Otro día me trajo los boleros de Luís Miguel y me los dejó allí. También los oí y me gustaron algo. Pero le dije que los había botado.
No sé qué te pasa que no estás jalando – dice de repente una voz. Siento que todos los ojos se han amarrado a mí y creo que piensan que debo pararme a darles un discurso. Pero en vez de eso, me quedo en el fondo del asiento.
¿Qué te pasa? – dice el negro Óscar.
No, no sé. Estoy… -dudo, sigo con una pausa que me hace estallar- me siento un poco mal. No sé por qué.
Chatígula empieza a reírse mientras Giancarlo levanta los ojos.
¿Te sientes mal? –dice.
Sí, no. Cansado jala un poco, pues.
Miro el reloj como si fuera mi único conocido en el cuarto. Lo siguiente que ocurre es que el negro Óscar tiene un rectángulo de cristal con unas líneas y lo acerca, se acerca a mí.
Una jaladita nomás – me dice.
Después –contesto yo.
Ahora –la voz se hace grave.
Después en un ratito.
Una jaladita, pues. Una jaladita para vacilarnos
Susurra Óscar.
Ya déjalo, Negro –intervino Giancarlo. Nunca me cayó muy bien el negro, en verdad. Siempre quería hacerse el líder en todo. Ahora ya no siento nada. En su casa, él está parado frente a mí y yo, no sé por qué, miro el reloj. Eso lo enfurece. Entonces sin darme cuenta, lo empujo. Me quedo asombrado de lo que acabo de hacer.
¿Qué te pasa? –dice Óscar.
No contesto. Siento una aguja en la garganta.
Nada –contesta Giancarlo- déjalo tranquilo.
Tú no te metas.
Me levanto. Quiero ir al baño otra vez. Pero al pasar por la mesa rozo de botella. Hay un ruido en el cristal de la mesa y la botella está echada, vomitando sobre la alfombra. Veo un río de cerveza. Me agacho a limpiar. Pero no tengo pañuelo. Toco el líquido con las manos, como un idiota. Me siento horriblemente avergonzado y triste. Me siento furioso. Los otros se ríen. Recojo la botella y la tiro con todas mis fuerzas contra la pared, donde se pulveriza. Recibo una cachetada del negro. Me tiró sobre él y los dos caemos en la alfombra. Estoy sudando mientras trato de aplastarle la boca pero él es el más fuerte, se levanta y me avienta contra la puerta. Me estrello y siento que el cachete se me moja. Escupo al suelo y salgo volando por la escalera. Detrás, Giancarlo y Óscar se insultaban.
En la calle me doy cuenta de que la cabeza me palpita. Todo mi cuerpo late. Doy saltos. Hay algo que se loquea, una fuerza que me despide. Ya no puedo correr. Entro a una bodega. Pido un chancay el pan de dos mordiscos. Hay una hilera de sangre en mi camisa pero el bodeguero no dice nada. Veo un reloj en la pared. ¿Dónde voy a ir?
Camino lentamente a mi casa. Llego a un parque. Me siento allí. Veo que oscurece. Un perro y su dueña corren por el pasto mojado. Tengo frío. Cuando llego, mi papá está entrando. Mira el reloj. Son cinco para las nueve. Me saluda como siempre, apenas.
Papá.
¿Y el examen? – dice.
No contesto. Me observa. Se da cuenta de la sangre.
Papá, hay algo que tienes que saber.
¿Qué te ha pasado? ¿Qué tienes?
¡No importa eso! –le grito.
Parece atónito. Nunca le he gritado así.
Tienes que saber algo. Estoy metido en drogas, papá. ¿Me entiendes? Estoy metido en drogas y no Quiero ir a la universidad. No quiero ir a ningún lado. Tienes que ayudarme, ¿me entiendes?
Mientras grito, miro hacia abajo. Le hablo a él pero no quiero verlo. Por mi tono, lo que le he dicho no es un pedido sino un insulto.
Nunca voy a olvidar la cara que puso. Yo no pensé que podía poner una cara que puso. Yo no pensé que podía poner una cara así. Era una cara de horror, de pena, de amor.
Vamos – me dijo.
Cuando entramos a la casa, lo seguí a la sala. Allí estuvimos. Él no dijo nada. Yo le hablé.
Ha pasado un año. No he vuelto a ver al negro Óscar. No sé nada de Chatígula. Giancarlo sigue igual. A él sí lo veo.
Estoy estudiando diseño gráfico.
Veo a alguna gente que me ayuda. No he vuelto a meterme tiros aunque a veces todavía me muero de ganas. Pero ahora estoy trabajando con carboncillo. Vamos a empezar a trabajar en diseño por computadora el próximo año.
Este último año no se lo he dicho a mi papá. Voy a decirle uno de estos días.
He seguido su consejo y voy mucho a nadar a una piscina cerca de mi casa. Me puedo pasar un buen rato en el agua. Siento que estoy flotando, que vuelo en una masa de luces líquidas. La ligereza, el poder, la belleza de mi cuerpo en el agua, me asombran. A veces tengo ganas de llorar y mis lágrimas se disuelven en la superficie celeste.
Ahora me digo que esos cassettes que me dejó mi papá me sirvieron. Sentía que estaba allí, aunque no quisiera hablar con él. Quizá esos cassettes y la música que me acompaño desde que los oí, me hicieron sentir algo así; él me recordaba, pensaba que la música me iba a gustar.
Mi cuerpo va gravitando, se aleja. Pero yo trato de seguir una dirección en el agua.