Hace unos días, me encontré con la noticia de que el Congreso había aprobado la Ley de la Biblioteca Nacional. Subí la nota rápidamente a mi página. Incluí, además, que había sido una gran sorpresa para mí enterarme de que, hasta ese momento, las bibliotecas públicas en mi país no contaban con una ley que les permitiera obrar con la debida plenitud y seguridad.
¡Un país sin una ley para sus bibliotecas! Esas son las omisiones significativas que nos recuerdan – odiosamente – cuánto nos falta todavía para considerarnos una nación en verdadero desarrollo. Como lo vienen pregonando muchas voces respetables del medio, el desarrollo apropiado de un país no se mide solamente por el movimiento económico, sino por un crecimiento integral, y esto implica mejoramiento en la educación, la ciencia, las artes, el civismo. En fin, no me queda de otra en este párrafo que cerrarlo señalando mi adhesión a esa protesta – ya casi afónica – sobre la importancia de la cultura como una columna fundamental para un verdadero desarrollo. En ese sentido, el aplauso a quienes se esforzaron para que esa ley se promulgara de una vez por todas.
Sin embargo esta nota, tenía otro propósito más personal y evocativo, solo que la introducción ha estado a punto de llevarme por otros rumbos. Al leer un poco más sobre el asunto de esta reciente a ley, me encuentro con proyectos señalados, precisamente, por el nuevo director de la Biblioteca, Alejandro Neyra, que hablan de una mayor preocupación en la implementación de bibliotecas periféricas de Lima y, por supuesto, en todo el país. Y ese era, finalmente, el motivo de esta nota: mis recuerdos como lector en una pequeña biblioteca periférica en el distrito del Rímac, exactamente en la avenida Tarapacá, cerca del colegio Ricardo Bentín
En mi juventud, como seguramente le ha sucedido a muchos otros lectores impenitentes, nunca contaba con el suficiente presupuesto para adquirir los libros que quería leer. Con más honestidad, no contaba con suficiente presupuesto ni para subsistir, pero, en fin, ese es otro asunto. Por lo tanto, me mantenía en la cacería constante de libros. Bien los conseguía de segunda y hasta de tercera mano, bien se los pedía a los que comprendieran mi anhelo de leerlos, bien los fotocopiaba y, también, lo reconozco, me los he pillado de uno que otro amigo a quienes les he negado el delito con juramento y todo. Desde aquí, a estas alturas del partido, les pido indulgencia a todos ellos, pero en esos casos, insisto, sí se valía aquello de que el fin justificaba los medios.
Ahora bien, tampoco es que fuera selectivo y exquisito con los libros. Mi mediana formación académica y el espacio social en el que me había tocado vivir no era tan exigente. Pero había lecturas básicas que no me las podía perder. Así que iba ordenando los títulos que necesitaba según las recomendaciones que me hacían los amigos mejor informados; aunque, también, las listas salían de mis propias lecturas en donde se señalaban a otros autores de referencia que, a su vez, mencionaban a otros considerados fundamentales, y así, hasta que la lista, de nuevo, se hacía inconmensurable: había que comenzar con la cacería de libros.
Hoy que escribo desde esta laptop y veo mi tableta, cargada con muchos libros en su memoria virtual, esperando que me dé un espacio para leerlos, confesaré que siento una extraña y rasposa nostalgia por esos tiempos de indigencia libresca. Ahora que, detrás de mí, hay una casi una pared tapiada de libros (no todos los que quisiera, diré una vez más) en los que la mayoría son publicaciones que guardo con cariño porque significaron algo muy importante en distintas etapas de mi vida o tienen las notas de los amigos queridos que me las dedicaron, evoco los tiempos idos cuando las mudanzas de un joven estudiante – que trataba de trasladar un poco de ropa y todos los libros que pudiera – eran verdaderas escenas de novelas dramáticas, porque, a pesar de los intentos, muchas veces había que reducir la cantidad de libros al metraje (en esa época, nunca más de diez metros cuadrados, más el baño) del nuevo hospedaje al que me iba a trasladar. He dejado libros encargados en muchas casas, como quien deja a un ser querido con la promesa de que iba a volver a por ellos, cuando las cosas mejoraran. No siempre les cumplí mi palabra.
Ahora bien, aquí es donde debo incluir, una etapa significativa en mi vida, y supongo que en la vida de muchos otros que pasaron muchas horas en la pequeña, pequeñísima biblioteca periférica de la avenida Tarapacá, en el Rímac. Nunca me enteré bien de cómo funcionaba el organigrama de estas bibliotecas. No era la edad para esas indagaciones. Solo sabíamos que en el descampado que quedaba entre la calle, algo desolada, que llevaba al colegio Bentín y las instalaciones de un club deportivo, ya desaparecido, había una pequeña construcción en forma de domo, con solo una puerta y dos ventanales resguardados por gruesos barrotes oxidados, en donde dos bibliotecarios enfundados en unos sobretodos de color pajizo atendían desde las diez de la mañana hasta las cinco de la tarde, de lunes a viernes. Y aunque, ciertamente, tenían toda la facha de esos funcionarios anodinos y acuosos con los que se identifican a los servidores públicos, siempre fueron muy amables y parecían verdaderamente preocupados por conservar los libros que estaban bajo su responsabilidad. Ya estaban fichando y volviendo a fichar los títulos en unas tarjetitas que envejecían rápidamente, como ya estaban moviendo los libros para desempolvarlos y, también – yo lo atestiguo – ya se pasaban la tarde cosiendo los lomos y las carátulas a las hojas para conservarles la dignidad a los ajados libros.
Ahora que recuerdo todo ello, me pregunto cómo entraban los cientos de libros, el mueble tipo barra de bar desde donde atendían y trabajaban los bibliotecarios, las ocho mesas y las sillas, los taburetes pegados a dos paredes para que leyeran los que no alcanzaban lugar entre las mustias mesas, ¿cómo cabía todo ello en tan minúsculo lugar? Todo ellos, más los jovenzuelos paliduchos que aprovechaban hasta donde pudieran todos los libros gratuitos que cabían en ese domo. Probablemente la nostalgia por esos tiempos de heroísmo estudiantil, haya eliminado de mi memoria los puntos desagradables del lugar. Tal vez mi subconsciente no quiera evocar los cúmulos de basura que la gente dejaba cerca de la pequeña biblioteca o el descampado desértico en donde apenas se erizaban algunas matas de yerba mala en lo que debía ser un jardín municipal. Saben qué, eso no importaba: allí había una pequeña biblioteca pública en donde se podía leer libros muy gastados, pero cuyas palabras enriquecieron la vida de esos lectores pálidos. Muchas de las grandes novelas clásicas que estimularon mi pasión literaria, los gruesos tomos de historia del maestro Basadre que me ilustraron sobre mi país, las enciclopedias que me mostraron el mundo con datos, láminas e infografías los descubrí allí, entre las mesitas pardas de esa biblioteca.
Luego el tiempo pasó y – como suele suceder – el destino siguió girando la rueda y tuve que seguir mi camino. Hace un tiempo pasé por la avenida Tarapacá: nunca es igual a la memoria. Siempre va a parecer que ya nada es como lo configurado en los recuerdos. Cuando alcancé la cuadra en donde pervivía la pequeña biblioteca, ya no la vi; bajé un tanto la velocidad del auto para mirar mejor el lugar y, tal vez, descubrir que la habían movido por allí cerca, pero el bocinazo limeño de un conductor me sacó de mis remembranzas y me trajo al presente en una viada.
Solo hasta ahora, luego haberme enterado de la promulgación de Ley de Bibliotecas y sobre la promoción de las bibliotecas periféricas anunciadas por Alejandro Neyra, he recordado nítidamente mis muchas horas de lectura en aquella biblioteca rimense.
He compartido esta remembranza – que ojalá hayan tenido la paciencia de leer – para expresar mis completa solidaridad con el proyecto de las bibliotecas periféricas. No tengo aún clara la magnitud del proyecto, no sé si acaso ya hayan estado en marcha y lo que habrá es una mayor impulso. Pero eso sí, como todo peruano que anhela un mejor país, me aúno a todo plan que promocione la lectura: esa pasión que mejoró mi vida en todo sentido.