Nuevamente Arturo Caballero colabora con este blog mediante esta reflexión en torno al juicio de Alberto Fujimori. Ahora que el debate está siendo olvidado por las tragedias en la selva y en las carreteras peruanas, conviene no subordinar temas tan fácilmente a la coyuntura.
Si María Elena Moyano fuera testigo del accionar de su hermana Marta, estoy convencido de que deslindaría todo vínculo con el fujimorismo además de sentirse plenamente decepcionada. Si hubiera presenciado la exhumación de las fosas de los estudiantes de La Cantuta, Putis, Huancasancos, Los Cabitos, la amnistía al Grupo Colina, la difusión de los vladivideos, la campaña por la re reelección, la indemnización millonaria a Montesinos autorizada por Fujimori, su renuncia vía fax y las declaraciones de su hermana a los medios después de la sentencia a Fujimori, estoy seguro de que la embargaría una profunda vergüenza por tal actitud. Porque una mujer que demostró el coraje de enfrentar a Sendero Luminoso abiertamente con la acción transparente y su compromiso como únicas armas no podría jamás avalar la gestión de un gobernante como Fujimori por más colegios, carreteras o donaciones que la hayan beneficiado. Una mujer que murió sin doblegarse ante las amenazas de Sendero nunca se hubiera coludido con el fujimorismo para obtener alguna ventaja personal. Sin embargo, no la tenemos presente y solo podemos proyectar lo que nos dejó su ejemplo de vida.
Marta Moyano se encuentra en la otra orilla del pensamiento y de la acción de su fallecida hermana, pues la integridad moral de la congresista se ha diluido dentro del discurso fujimorista. Entendamos por ello la capacidad que tiende un ser humano para actuar de acuerdo a principios y convicciones, y no por mero cálculo o estrategia. Integridad porque, sin importar las circunstancias, los principios ético-morales se encuentran por encima de cualquier otro tipo de valores sean económicos, ideológicos o políticos. Tal vez a Marta Moyano la muerte de su hermana a manos del senderismo y los resultados obtenidos por el gobierno de Fujimori influyeron para que se adhiera a la causa naranja, lo cual se puede entender, ya que muchos, incluido el autor de esta nota, votamos por Fujimori en 1995 porque creíamos que debía concluirse el proceso iniciado. No obstante, transcurridos más de diez años de su huida y conocidos los pasajes más oscuros de su gobierno, resulta necio continuar justificando a un régimen que envileció a la sociedad peruana al convencer a parte de ella de que el fin justifica los medios, que los estudiantes de La Cantuta y los asistentes a la pollada en Barrios Altos eran terroristas, que no sabía del Grupo Colina ni de las actividades de Montesinos y, en fin, que si no es mi problema y tengo dinero mejor no preguntar ni interesarme por aquellas víctimas porque de hecho que son terroristas, total, gracias al Chino conseguí un empleo, terminé de construir mi casa y de vez en cuando me caía una donación de alimentos.
La integridad moral del fujimorismo es tan endeble como el plan de gobierno de su líder al momento de asumir la presidencia en 1990 o como las disforzadas arengas de Keiko frente a las enardecidas multitudes color naranja que claman la libertad del ex dictador. Por supuesto que no es patrimonio exclusivo del fujimorismo defender causas éticamente censurables: ello es propio de todas las mentalidades fanáticas que depositan su fe en los dones con los que la providencia —según ellos— haya beneficiado a su líder a quien consideran el único capaz de salvar a la comunidad frente a los peligros que la amenazan. En consecuencia, no es casual que gran parte de movimientos ideológicos y/o políticos tengan como etiqueta una extensión del nombre de su fundador: odriísmo, velasquismo, alanismo, humalismo (que cada vez opaca más al nacionalismo), chavismo, castrismo, etc. Lo que demuestra la historia respecto a estos ismos personalizados por el culto mesiánico es que ascienden rápidamente al poder, se instalan por un tiempo y desaparecen progresivamente porque una vez desaparecido el líder el culto ya no es el mismo, ya que suele suceder que el sucesor no se encuentra a la altura de las circunstancias. A lo sumo pueden perpetuar la devoción por el movimiento mediante el traslado de las capacidades del líder hacia sus descendientes, es decir por herencia dinástica, pero finalmente la euforia de los años iniciales de disuelve en el olvido. Por ello, es importante para los fanáticos mantener vivo al líder, a pesar que la vida lo abandone o la salud le exija retirarse a sus cuarteles de invierno.
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