Le decían
boquita de caramelo. Y yo pensé, en primera, que aquel sobrenombre era por esos hermosos labios encarnados como botón de rosa. Luego intuí que algo no iba bien debido a las sonrisas burlonas de los amigos. Unos minutos después, escuché cuando la bella- en verdad bellísima damisela – mandaba a la misma
mierda a uno de sus cortesanos y coronaba su iracundo parafraseo con un bien articulado
huevonazo, adjetivo que dejó sentado que con ella no había que meterse. Entendí, clarísimo, por qué le decían
boquita de caramelo. Recuerdo también que aquella retahíla de palabras hicieron que la descendiera rápidamente varios escalones en mi ranking personal. Por supuesto que a ella – si se hubiera enterado – le habría importado un
carajo mi desencanto, y a mí, la vida me iba a enseñar, después, mucho más acerca de la belleza, y también sobre las lisuras, por supuesto.
Me vino a la memoria esta anécdota estimulado por la lectura de un artículo publicado en El Comercio a propósito de las ultimas destrezas verbales de nuestros políticos. La más reciente ha sido aquella en donde el candidato Humala califica de cabrones tanto al presidente García como Alberto Fujimori. En el Perú, cabrón puede ser traidor, aunque también se relaciona con maricón. Posiblemente, Humala estuvo pensando en la primera acepción, aunque con él, nunca se sabe. Días antes, el hasta ahora sonriente e intachable Pedro Pablo Kuchinsky perdió los papeles y le dijo a un periodista arequipeño que estaba hablando cojudeces, que eso sí, este es un peruanismo con calidad de exportación. A lo dicho hay que sumarle todas las frases que se articulan en el Congreso cuando las cosas se ponen calientes y entonces una mentada de madre es lo menos duro que vociferan. Claro, justo cuando congresista pendejo deja abierto el micrófono para ganarse un poco de publicidad en los medios.
Es probable que Humala haya pensado bien lo que dijo. Después de todo, se supone que al pueblo siempre le gusta que le digan las cosas como son y que a cada quien se le diga lo que es, y si se le agrega un poco de picante al adjetivo, mejor aún. Las lisuras (que de paso no es el término más exacto, pero que mejor se entiende) muchas veces logran posesionarse mejor dentro de la verbalidad popular. Son más directas y más simples. Subsisten más tiempo en el habla común. Se arraigan tercamente en la memoria colectiva y, a veces, se hacen irreemplazables semánticamente. Pienso que en el Perú, por ejemplo, el término cagada se ha vuelto incluso polisemántico. Porque si llegas tarde, es seguro que ya te cagaste con el Jefe. Ahora bien, si un amigo decide abandonar algún proyecto conjunto entonces es un cagón. De paso, por acrobacias del lenguaje, si una persona es divertida y amena, se dice que ese patita es la cagada… No sé, si las cosas siguen así, estoy por decir que el buen hablar ya se cagó.
Hace ya mucho tiempo, en los inicios de los noventa, Hernando de Soto cobró notoriedad no como economista, sino por haber dicho en televisión que Mario Vargas Llosa era un hijo de puta. Respuesta sulfurada porque Vargas Llosa había escrito en su libro El pez en el agua que De soto era delicado como una prima donna. Solo después de que corrió mucha tinta en los periódicos, Martha Hildebrandt zanjó el asunto recordando que las palabras pierden su significado inicial para asumir otros valores semánticos. Es decir, que el escritor no era el hijo de prostituta sino un traidor.
Al parecer, el hablante en general supone que una lisura es más contundente y sincera cuando se trata de calificar y agredir simulatáneamente a quien nos haya molestado. El insulto cargado de dinamita verbal como que socaba mejor a nuestro adversario y también logra una mayor aceptación de la platea.
No quiero ser adivino de lo que vendrá durante la campaña presidencial, pero si las cosas van por este camino, mi querida boquita de caramelo – la bella, bellísima mujer de mi vida universitaria – va a parecer una monja fundamentalista del buen lenguaje. Termino con un epígrafe que aparece en el libro de Fernando Ampuero, Hasta que me orinen los perros. Epígrafe recogido, según Fernando, de la misma calle y que puede reflejar largamente un mensaje a todos los que quieren convertir la política en un caldo podrido de ajos y cebollas:
«Una cosa es ser un hijo de puta y otra cosa es ser un concha de su madre«. Ups. Perdón.
Imagen bajada del blog de la PUCP