En principio, el argumento que había pensado desarrollar tenía como personaje principal a un hombrecito que todavía vendía tercamente billetes de lotería en la esquina de Emancipación con Tacna. Era un personaje que había visto en alguna de mis caminatas por el Centro. En mi historia, iba a ser un personaje que regalaba, como “valor agregado a su producto”, tanto la estampita de algún santo que el cliente escogiera a su gusto como un rezo para la buena suerte.
Mi argumento tenía toda la intención de desarrollar una historia sencilla y, en cierto modo, efectista. En ella, iba a señalar, una vez más – aunque desde otra particular perspectiva- las características de la vida en la ciudad: gente apabullada por sus preocupaciones que iba, venía y se tropezaba con tantos otros seres similares; calles eternamente grises a pesar de la resolana percudida de sus tardes de verano y, por allí, confundido entre el desmadre de cada día, el viejo y desfasado vendedor de loterías ganándose la vida a su manera.
En verdad que no tenía muchas expectativas sobre esa historia, pero debía hacerla porque me había señalado una tarea creativa por día y, a pesar del cansancio, quería cumplir.
Por aquel entonces escribía de noche y solía maldecir a los grillos que me distraían con su porfiado ruido. Trabajaba alumbrado por una luz amarillenta y sucia que nacía de una vieja bombilla colgada en el vigón mayor de un techo que casi podía tocar cuando me empinaba. A veces, cuando el cansancio trataba de vencerme, me asustaban las sombras engañosamente inmensas de las polillas que rondaban la luz.
Ya había comenzado la descripción de los cientos de individuos que caminaban diariamente hacia la Plaza de San Martín y estaba buscando la manera de ingresar sutilmente al núcelo narrativo cuando, repentinamente, uno de los individuos que había mencionado sólo de paso, optó por rebelarse a su destino y arrojando su espléndida corbata sobre el piso sucio de la avenida la Colmena, y molesto por el pequeño papel que yo le había asignado en mi historia, comenzó a recordarme a la madre y a todas las madres que pudieron haberme parido. Le pedí que perdonara la indiferencia hacia él, pero que esta vez pretendía hablar del vendedor de loterías que a veces encontraba por Tacna. Entonces él me aclaró que se cagaba en mis ideas y que nada le interesaba sobre el mal parido del que quería escribir, pero que a él nadie lo colocaba en un cuento sólo de relleno y a la altura de un tacho, un perro o cualquier escenografía secundaria.
Yo estaba aturdido. Sabía que estaba perdiendo el control de la historia, que estaba cansado, que caminaba entre la realidad de mi minúscula habitación y las alucinaciones de la noche. Sentía que los automóviles de mi historia comenzaban a correr por su cuenta y que algunos, hasta disminuían su velocidad para escuchar parte del escándalo que se me estaba armando. Varios de los peatones – como en todo lugar, tiempo o dimensión – cruzaban por el lugar aguzando los oídos; otros, alertados por el barullo, más bien, procuraban cambiar de vereda y hasta de rumbo para pasar inadvertidos. No obstante, el iracundo peatón – del cual sólo pretendía mencionar que iba a la Plaza de San Martín arrastrado por la muchedumbre – ahora se había rebelado por completo a su destino y me reclamaba un lugar más decoroso para su estirpe de hombre citadino y trinfador. Quise hacerle comprender que cada cosa tenía un lugar y que el suyo era, en este argumento, seguir de largo entre la muchedumbre, que lo único que le quedaba era recoger su lujosa corbata mientras yo – quién sabe cómo – hacía lo posible por reconstruir mi argumento; pero él nada. Es que yo, señor mío – me recriminó – soy un hombre importante, que tiene un puesto destacado en el Gobierno y con apellido de tradición republicana, que bien debería estar incluido en primigenio lugar y no en un puesto secundario después de un apestoso vendedor de loterías y que me podía arrepentir de tal estupidez porque una sola tarjeta suya podía cerrarme todos los periódicos y todas las editoriales dejándome peor que el vendedor ése.
Me sobrecogió el temor y le prometí escribir otro cuento, superior al que estaba escribiendo y con el mejor de mis estilos; pero él había comprendido que no valía la pena ser descrito, en su valiosa biografía de hombre verdaderamente importante, por un escritor que se humillaba tan fácilmente ante las amenazas y que, peor aun, prefería hablar de miserables vendedores ambulantes.
Sin decir más, y luego de recoger su corbata de buena marca, y después de acomodarse el elegante saco, optó por marcharse para no seguir viendo a alguien tan mediano como yo. Se encaminó muy tranquilo hacía la plaza de San Martín, dejándome las hojas y la horas totalmente llenas de su orgulloso y altanero discurso de hombre influyente.
Aquella noche, ya no quise escribir más, porque el cansancio – eso espero – me había dado a entender que era mejor abandonar la ficción a tiempo. No fuera alguna noche – sin saberlo – me quedara atrapado en el lado equivocado, si acaso ya no lo había hecho.