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Por Ríchar Primo
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Mengano llegó muy agitado a la esquina en donde la avenida Francisco Pizarro se cruzaba con la avenida Tacna, en el distrito del Rímac. Había tenido que correr las dos últimas cuadras del jirón Próceres porque el moto taxista lo había desembarcado aduciéndole que ya no podía avanzar más por culpa de la congestión.
De mediana estatura, algo gordito, con muy poco cabello – todo tirado hacia atrás -, anteojos con monturas de carey grueso, un arcaico bigotito, el rostro trigueño y algo sudado; vestía un terno azul algo maltrecho, una camisa blanca algo percudida, una corbata gris con raya guindas. Sostenía un maletín negro igual al de cualquier oficinista enmohecido. Era junio y el cielo plomizo de Lima parecía un techo bajo a punto reventar en una tempestad que nunca llegaba. A la derecha, pudo ver una parte del puente Tacna que parecía a punto de colapsar por la inmensa carga de vehículos que avanzaba a duras penas, casi reptando, como un enorme ciempiés arrastrándose sobre el lomo de una vieja serpiente.
Mengano se encontró con una muchedumbre cuando llegó al paradero. Una multitud desesperada que aguardaba, expectante, la línea de ómnibus que los transportaría a su destino (ojalá) a tiempo. A las siete y treinta de la mañana todo parecía a punto de colapsar sobre las viejas calzadas que separaban el distrito de Rímac del Centro de Lima. Las luces de un semáforo que pendía – cual un ahorcado – de un largo poste plantado en el sardinel central de la avenida, intercambiaban inútilmente de color. Todo parecía consumado: ya era la hora punta. De nada iban a servir los bocinazos, el bramido de los motores o los esporádicos silbatazos de algún policía.
Mengano miró su reloj e hizo un rictus de fastidio. Se le estaba haciendo tarde y la posibilidad de otra tardanza, en una misma semana, ensombreció sus pensamientos. Se llevó una mano sobre el raleado cabello. Se acomodó la montura de sus lentes y, luego de una larga exhalación, se adentró decididamente en el remolino de peatones antes de que el desasosiego terminara por apabullarlo.
Se situó estratégicamente varios metros antes del paradero. Desde esa ubicación, podía ver toda la amplitud de la avenida Tacna, la que se introducía en el corazón del rancio distrito. Por encima de las vetustas edificaciones: quincha, adobe, madera apolillada y una pátina de vejez, aún se alcanza a ver – difuso entre la neblina – el triángulo desgastado que formaba el cerro San Cristóbal, y más difusa todavía, pudo divisar la vieja cruz que coronaba la cumbre.
Su rostro palideció cuando volvió a mirar su reloj: el tiempo avanzaba implacable. Levantó ansioso la mirada tratando de distinguir el color morado del ómnibus que aguardaba: nada. Miró a su alrededor. Era evidente que no era el único que esperaba el mismo ómnibus y, por el gesto ansioso de los demás, tampoco era el único que temía por otra tardanza. Por un lado, se sintió menos solo porque su angustia era compartida; sin embargo, también comprendió que, precisamente por ese temor colectivo, el abordaje del ómnibus iba a ser otra batalla campal entre todos los menganos que aguardaban, expectantes, la llegada del ómnibus morado, de la línea 33, la que iba desde el cerro Amancaes, cruzaba todo el Centro de Lima y se arrastraba por horas hasta su paradero final en Pamplona Alta.
De pronto se sintió minúsculo, débil, derrotado: como cuando su jefe lo humillaba con reconvenciones que dejaban implícito que él era solo un perdedor más, un mengano ubicado en la última línea de la cadena alimenticia. Exhaló una vez más el aire sucio de la mañana, pero esta vez con mayor intensidad.
Cuando el ómnibus se hizo visible, sintió una rala alegría que, de inmediato, se transformó en nerviosismo porque se dio cuenta de que muchos de los que se aglomeraban junto a él, se preparaban también para el asalto. Guardó sus lentes de carey en un bolsillo del saco, sujetó con fuerza su maletín despostillado y trató de calcular el sitio en donde podría detenerse el ómnibus. Todos los demás también comenzaron sutilmente a orientar sus movimientos según sus propias predicciones.
Los vehículos arrancaron a pesar de que la luz del semáforo no había cambiado. Entonces la muchedumbre se descoyuntó a toda prisa para alcanzar su objetivo. El ómnibus morado estaba repleto y como que hizo el amago de seguir de largo; sin embargo, se detuvo sorpresivamente en el sitio menos previsto, a varios metros después del paradero, con un bufido de animal viejo y cansado. La hora decisiva había llegado. Mengano empezó a correr antes que los demás peatones. La batahola se desató estrepitosa como cada mañana: bocinazos, cobradores vociferando sus rutas, quejidos de motores destartalados, el humo de los tubos de escape. El aire picante, lacrimoso, fosco.
Mengano cálculo, con cierto entusiasmo, que podía ser el primero en subir al estribo del vehículo y fue feliz. Estaba solo a unos cuantos metros de su objetivo y dedujo que, quizás, esa mañana podría ser un ganador. Sin embargo, se dio cuenta de que sus competidores ya estaban muy cerca porque escuchó el trote de muchas pisadas acercándose. Entonces apresuró el paso. El delicioso sabor de la victoria le infundía fuerzas. Esa mañana de junio, podía ser un vencedor.
Por eso, cuando vio que por su derecha otro hombre impetuoso estaba por rebasarlo, no tuvo tiempo de pensarlo o tal vez no quiso pensarlo: simplemente se le atravesó en el camino. Tampoco tuvo tiempo de ver cuando aquel cuerpo trastabilló y cayó estrepitosamente sobre la vereda, muy cerca de una carretilla de desayunos al paso.
Alcanzó a colocar el pie en el estribo cuando el ómnibus justo cuando ya arrancaba. Mengano parecía tan jubiloso que, si no hubiera tenido que sostenerse con ambas manos de las barandillas para no caer, probablemente hubiera usado una extremidad para levantar un puño de ganador.
Antes de que el ómnibus subiera por la rampa del puente Tacna, Mengano alcanzó a ver al hombre derribado, muy parecido a él, incorporándose con la ayuda de algunos otros peatones desventurados y agitando los brazos furiosos, seguramente injuriando al malvado aquel que lo empujó, tal vez maldiciendo su tercera tardanza y, probablemente, hasta la vida misma.
De pronto, una fina lluvia salpicaba la cara de aquellos que iban casi colgados del ómnibus. La velocidad del vehículo aumentó con un quejido del motor. Entonces Mengano se sintió mal por su proceder. No obstante, luego de unos instantes, se sintió en verdad peor cuando reconoció que verdaderamente no se sentía tan mal.