Todos lo odiábamos porque era antipático, y ese sentimiento fue, en verdad, lo único que llegamos a sentir con claridad por él desde la primera vez que apareció en el salón. Sus maneras calculadas, su uniforme inmaculado, el verde hiriente de su mirada, la seguridad pedante de sus afirmaciones, su aire de triunfador. Todo eso llegó a ser, paulatinamente, demasiado para nosotros: adolescentes comunes y corrientes que sólo queríamos vivir a prisa y sin pena ni gloria la educación secundaria.
– Es que yo nací para ganar – nos explicaba de tanto en tanto cuando justificaba sus inevitables triunfos – y eso es algo que no se puede evitar.
En esos momentos lo odiábamos mucho más y si hubiésemos podido, lo habríamos destruido con el fuego de nuestro encono. En verdad, odiábamos tanto a Domínguez, el ganador. Sin embargo, aun ahora cuando estamos totalmente seguros de que lo detestábamos visceralmente, todavía no podemos determinar con exactitud el núcleo, la razón principal de nuestro malestar contra él. Aun ahora que sólo nos queda mirarnos y soportar nuestra derrota final, no podemos aclarar del todo la rara relación que nos vinculó tan intensamente a él en ese único y último año de secundaria.
¿Cómo era finalmente él? ¿Quién era en verdad? ¿Un superdotado que había llegado por accidente a nuestro colegio de estudiantes mediocres? ¿Un loco? ¿Un ángel?
– Fíjense que yo casi ni me esfuerzo para ser el mejor – se ufanaba entre risueño y meditabundo – sólo hago lo que debo hacer y todo está listo, como cuando alcanzas el jaque en una buena partida de ajedrez.
Domínguez y sus triunfos en todo: letras, ciencias, deportes, arte. Domínguez, el ganador absoluto. No tenían por qué afectarnos tanto tus logros, Domínguez. Y al comienzo, en verdad, no nos importó. A nosotros, antes de ti, no nos atraía lograr algún mérito. Habíamos aprendido a vivir tranquilos en nuestro definitivo camino hacia la nada; habíamos descubierto que el cielo gris de nuestra ciudad sería eterno y habíamos aceptado que ya los últimos mitos de nuestra niñez se habían terminado de consumir en la fragua de nuestra resentida adolescencia. Pero con la llegada de Domínguez todo nuestro ordenado mundo de desidia se trastrocó.
– Te odiamos, Domínguez.
– ¿Y se puede saber por qué?
No es que Domínguez haya sido un sobrado o un creído porque, después de todo, él sí caminaba con nosotros y, a ratos, parecía compartir nuestras pasiones de adolescentes; no obstante, siempre hubo algo en él que nos hizo sospechar que caminaba junto a nosotros, pero nunca con nosotros. ¿Y entonces? Tampoco era un típico y delicado estudioso – o al menos no lo veíamos transcurrir con ese afán – aunque siempre obtenía las mejores notas aun por encima de los aislados chancones que, a esa hora, se aunaban al odio colectivo del salón.
– Qué puedo hacer, es mi destino.
No, no era por eso. Alguna vez un profesor quiso aprovechar aquellas brillantes notas para criticar nuestra apatía, pero tuvo que callar porque se dio cuenta – como nosotros – que Domínguez simplemente miraba más allá de los vidrios rotos de la ventana sin importarle para nada la minúscula alabanza de un oscuro profesor. Y entonces ¿Por qué?
– Domínguez, nos fregaste la secundaria
– Lo siento. Soy lo que soy.
¿Por qué no lo golpeamos? Claro que lo pensamos y hasta lo planificamos, pero, cosa rara en la adolescencia, no encontrábamos la ocasión, y a pesar de que en esa etapa no siempre se necesita de una razón para golpear, en el caso de Domínguez ninguno de nosotros quiso liderar esa batalla: también perdida de antemano. No era miedo, a esa edad se le tiene más miedo al título de cobarde, pero con él las cosas siempre fueron así: extrañas, complicadas.
Hubo un momento en que nos resignamos a que Domínguez fuera un anticipo de ese futuro inevitable que nos estábamos labrando a punta de dejadez. Un futuro en donde nosotros nos íbamos a acomodar bajo la sombra cómoda de la mediocridad para observar a los que, como él, iban a luchar toda su vida por un algo que no veíamos y no queríamos entender, pero que gente como él llamaría mañana más tarde: Realización Personal.
Sin embargo, siempre hay un momento, Domínguez, un momento crucial, como en las películas; un instante en donde todo lo establecido se remueve, y ese momento se inició para nosotros cuando una tarde el tutor anunció un examen especial para probar quién sabe que cosa. Un examen extraordinario que nos llamó a una batalla que, contra todo lo esperado, estábamos aceptando.
Francamente no nos importaba el objetivo aparente de ese examen. Nos importaba la oportunidad tantas veces despreciada de competir contra ti, Domínguez. La posibilidad de ganarte, de aplastar contra tu cara de triunfador nuestra nota. Nunca habíamos sentido ese deseo. Nos creíamos libres de esa plaga, pero caímos en ella y estábamos emocionados. Te íbamos a aplastar y no importaba si al final sólo te ganara uno de nosotros: éramos todos contra ti.
– He nacido para cumplir un papel especial, muchachos.
– Vas a caer, Domínguez.
Los días previos al examen acaso fueron los más iluminados de nuestra existencia. Sentimos por primera vez la emoción de una meta y tropezábamos torpemente con ella a cada rato. El sol se descolgaba cada tarde más allá de los muros viejos que rodeaban el patio de nuestra escuela y podíamos escuchar, en el silencio del salón, los ruidos monocordes de los motores y los rieles oxidados por donde corría nuestra obsesión. Estábamos viviendo de otra manera y en nuestras venas la sangre corría con inquietud.
– Ya eres historia, Domínguez.
Hasta que finalmente llegó el día del examen. Te fregaste, Domínguez. Todos estuvimos a tiempo y totalmente preparados; pero algo raro estaba pasando: Domínguez no llegaba. El profesor repartió las hojas del examen y Domínguez aún no llegaba. La zozobra nos estremeció y el tutor comprendió que algo no estaba bien en nosotros, pero no le importó. Nos recitaron las mismas recomendaciones, se nos amenazó como siempre y se dio la orden de comenzar, y la banca de Domínguez seguía vacía. Terminamos el examen y Domínguez no llegó.
Una hora después fuimos saliendo al corredor uno por uno, y mientras esperábamos los resultados y fumábamos por turnos en el baño y nos mirábamos silenciosos, fuimos aprendiendo a reconocer la sutil diferencia entre la confusión y la frustración. Cuando ya la noche estaba por cerrar, el tutor salió apresurado para entregar las notas. Silva había sacado el máximo puntaje y por ausencia de Domínguez él era el ganador, pero algo no estaba bien: no nos importaba la nota, queríamos la presa mayor, queríamos a Domínguez.
– Debo avisarles – dijo el tutor – que el alumno Domínguez no ha podido asistir por una repentina enfermedad.
– ¿Qué tiene?
– Yo no soy su noticiero. Vayan a su casa si tanto les importa.
Fuimos esa misma noche, en grupo, apresurados; no tanto por indagar sobre su salud, sino para enrostrale el triunfo de Silva, que en definitiva era el triunfo de cada uno de nosotros: los perdedores.
Pero Domínguez nos había guardado su última carta y de eso, sólo nos dimos cuenta cuando llegamos a su casa, y encontramos las coronas mortuorias vigilando su puerta, y las luces mortecinas de los cirios rodeando su ataúd, y escuchamos el llanto de la madre desolada; sólo allí lo fuimos comprendiendo. Siempre había un último segundo en el partido, siempre la posibilidad de un giro inesperado en la mano de una estrella: Domínguez, te odiamos.
Uno por uno desfilamos por el ataúd para ver su rostro ceroso, eternamente dormido. Al salir, terminamos por aceptar lo evidente.
Nos había vencido definitivamente