Miguel Ildefonso (Lima-Perú, 1970). Licenciado en Lingüística y Literatura en la Universidad Católica del Perú. Hizo una Maestría en Creative Writing en la Universidad de El Paso, Texas. Ha publicado libros de poesía como: “Vestigios”, “Canciones de un Bar en la Frontera”, “Las Ciudades Fantasmas”e “Himnos”. En el 2005 publicó el libro de relatos “El Paso”, con el que ganó el Premio Nacional de Cuento de la Asociación Peruano-Japonesa. También ha publicado novelas como “Hotel Lima”, y “Memoria de Felipe”, y antologías como “Memorias In-Santas” Ha dirigido las revistas “El Malhechor Exhausto” y “Pelícano”. Su poesía y prosa han sido publicadas en antologías como “Pasajeros Perdurables. Historias de Escritores Viajeros” (Seix Barral). Ha ganado, entre otros, el premio nacional “Copé de Oro” Poesía y el Concurso de Cuento Alfredo Bryce Echenique y el Premio Nacional PUCP, el Premio Nacional de Poesía de la Asociación Peruano-Japonesa. Es Premio Nacional de Poesía 2017.
1
Silvia era como de mi edad, tenía un pequeño lunar en medio de la frente, como llevan las hindúes. Pero Silvia no era hindú sino de una tierra más lejana. Silvia era de Talara. Con Silvia iba a los jardines a buscar caracoles detrás de los geranios. Con ella espiaba entre los granados a la vieja gitana que se sentaba en la esquina de la calle. Silvia venía por mí o yo iba por ella; aunque, en realidad, casi siempre ella era la que venía a buscarme. Mamá me llamaba desde la cocina para avisarme que aquella niña, la sobrina de su vecina, ya había llegado. A mamá le causaba mucha gracia ver a Silvia con su faldita corta tipo escocesa. Mamá era muy amiga de la tía de Silvia, solían ir juntas al mercado. A veces me llevaban con ellas, a veces nos llevaban a Silvia y a mí.
Con Silvia también iba a hacer pis debajo de la camioneta vieja de enfrente. Era una Chevrolet color celeste que nuestros vecinos la habían dejado prácticamente al abandono. Sólo una vez vi que la echaron a andar, pero apenas recuerdo eso, tal vez simplemente lo haya soñado. La idea de hacer pis juntos y a escondidas fue de Silvia. A mí me daba miedo que mamá o los amigos de mi hermano Alberto o, peor aún, mi propio hermano, nos descubrieran en pleno acto. Pero a Silvia parecía no preocuparle eso. La verdad que a Silvia no parecía preocuparle absolutamente nada. Yo, en cambio, me fijaba bien que no hubiera nadie andando por la calle, ni un perro cerca que nos oliscara.
2
Era una de esas tardes en que nos tirábamos bocarriba, en la sombra de un pino muy alto que había a dos casas de mi casa. Nuestro juego era percibir cada ruido, el canto de un pajarito, el rumor de las hojas de los árboles, y poco a poco penetrar hasta oír el latido de nuestro propio corazón. A veces nos quedábamos dormidos en pleno juego, a veces Silvia se aburría y se iba. Y fue así, que poco a poco se hizo monótono y absurdo aquel juego. Aquella tarde cuando Silvia se dirigía sin ganas a la sombra del pino, le pregunté que si quería ir a ver a la gitana vieja que hacía días se sentaba en la esquina. Pero ella no quiso. A Silvita también le habían advertido que no jugara por esa esquina de la calle porque sino los gitanos se la iban a llevar.
Por esa esquina pasaban siempre los gitanos, mujeres gitanas mayormente, que vivían unas calles más arriba. La gitana vieja ya llevaba dos días que se sentaba por las tardes en la sombra de un alero. Nunca nos dábamos cuenta en qué momento llegaba ni cómo se iba. Me daba miedo al igual que a Silvia. Tampoco no nos quedábamos mucho rato mirándola, porque temíamos que se diera cuenta de nuestra presencia escondida entre los granados.
Esa tarde no nos echamos en la sombra del pino, ni tampoco llegamos a ir a ver a la vieja gitana de la esquina. Mientras recortábamos figuritas de los libros viejos de su tía, Silvia me contó su sueño. En su sueño la gitana era su abuela María que había muerto recién, y la razón por la que se sentaba en la esquina era porque quería verla una vez más antes de entrar al cielo, tenía algo importante que quería decirle. Yo también le conté mi sueño, aunque en realidad era una mentira que me salió al momento, puesto que lo que quería era tener algo que decirle a Silvia para impresionarla y animarla a ir a ver a la pobre anciana. En mi sueño, la razón por la que la anciana estaba allí era porque había sido echada de su casa y no tenía dónde dormir, y como era gitana nadie la quería ayudar.
3
Silvia era delgada, ligera, con el cabello negro y lacio que se convertía en música cuando corría. Yo era un niño muy callado. Mi madre al comienzo pensaba que era mudo, pero al comprobar que no era así, sino simplemente un niño muy silencioso, empezó a darme a escondidas un poquito de vino para que me animara a hablar. Eso era antes de conocer a Silvia. A veces mamá no se daba cuenta de la presencia de ella cuando se aparecía en la casa. Como nuestra puerta, igual que la de todos los vecinos, casi siempre paraba abierta, Silvia entraba despacio y llegaba hasta el jardín de adentro donde toda la mañana yo no hacía más que jugar con los pollitos. La primera vez, Silvia me preguntó dónde estaba la mamá de los pollitos y si cuando crecieran los íbamos a comer. Yo le respondí que luego de poner los huevos, en aquella cajita de cartón donde dormían, de pronto se fue volando como llamada de otro mundo. La verdad era que a los pollos mamá los adquirió cambiando botellas vacías y periódicos y revistas viejas. Mi hermano Alberto decía que los pollitos eran de él, por eso yo jugaba con ellos sólo por las mañanas, cuando él se iba al colegio.
Yo aún no iba al colegio. Ese año ya debería haber empezado, pero mamá se enfermó, me dijo que recién el otro año iba a matricularme. Silvia ya había empezado a ir al primer año allá donde vivía. A Silvia la había conocido recién, al comenzar el verano. Esa tarde yo estaba jugando con los tres caracoles que había sacado de los geranios del jardín de la casa vecina. Me estaba limpiando el barro de las manos cuando sentí que alguien se plantó en mi espalda, su sombra tapó a dos caracoles que iban dejando su babosa en la vereda. Y, antes que yo volteara, esa presencia me dijo que el tercer caracol, el más grande y que no se movía, era una hembra y estaba preñada. Volteando, y dándome cuenta que era una niña extraña, le pregunté que cómo lo sabía, ella me dijo que si no me creía le podíamos abrir la panza.
4
La anciana tenía una herida entre la mejilla izquierda y el mentón, y cantaba en voz baja. Nos preguntamos qué le habría sucedido. No era una herida grande, era más bien como un raspón que le había hinchado ese lado de la cara. Su herida, su cabello blanco, el movimiento de sus labios, le daban aún más misterio. Nos miramos Silvia y yo, escondidos en las plantas, sabíamos en ese momento que estábamos pensando lo mismo. Ella dijo “tú primero”. Yo volteé a mirar a la anciana que parecía esperarnos. Salí entonces de los granados; luego ella, igualmente con miedo, pero atraída como si la gitana nos estuviera llamando con una oración. Lentamente nos acercamos a la anciana aún con temor de que nos echara a gritos y pedradas. Pero la anciana ni nos miraba, sus ojos seguían un curso ancho e infinito por la calle de los gitanos. Ella continuaba con su canto, un canto melancólico. ¿Señora?, le dijo Silvia, y la gitana dejando de cantar volteó hacia nosotros, nos quedó mirando a ambos con una sonrisa muy dulce. Ni un minuto pasó cuando de pronto cambió su rostro, era como de tristeza, de mucha tristeza; nos extendió una mano arrugada que llevaba sortijas y brazaletes, y nos echamos a correr. Silvia se metió a su casa. Y yo, en la puerta de mi casa, me quedé un rato a pensar.
5
Estábamos construyendo una casita para los pollos, con piedras, palos y ladrillos rotos que se desprendían del muro del jardín de mi casa. Íbamos haciendo el techo, casi lo teníamos acabado en el momento en que a Silvia se le soltó un ladrillo que al instante mató a un pollito. Ella lloraba como si me hubiera matado a mí. Le pedía que no llore, que no se preocupara; le prometí que no le diría nada a nadie, nadie se iba a dar cuenta. Enterramos al pobre animalito en una esquina del jardín, junto a las sábilas. Silvia insistió en ponerle una cruz, y así lo hicimos, con una cruz hecha de dos palitos de nuestros chupetes amarrados con la cinta blanca con la que ataba sus cabellos. Felizmente mi mamá no dio tanta importancia al pollo desaparecido, pero mi hermano no paró hasta encontrar a su pollo enterrado. Me pegó a sus anchas cuando “le confesé” que sin querer yo había matado a su querido animal. Más tarde, luego de haberme encontrado llorando, mamá le pegó a él.
A Silvia le dije que nadie se había dado cuenta de la desaparición del pollito, pero aun así ella me dijo que ya no quería jugar nunca más con esos animales ni con ningún insecto. Ese fue el día en que empezamos a hacer pis debajo de la Chevrolet. Ven, me dijo, y me llevó de la mano. Una mano que, a pesar del calor, estaba fría. Para ella era más fácil porque lo hacía agachadita, en cambio yo tenía que buscar la forma de hacerlo bien; sobre todo de no mojarme las zapatillas.
6
Decidimos llevarle frutas. Yo saqué una manzana y Silvia un mango. Escondidos entre los granados la veíamos cantando como siempre. Parecía saber que la observábamos; es más, parecía que nos esperaba. No hablaba con nadie, y nadie se le acercaba. Ya no nos daba miedo. Desde que Silvia mató accidentalmente al pollito, ella y yo dejamos de jugar. Sólo pensábamos en la vieja gitana. Nos sentábamos en la vereda de la puerta de su casa. Sabíamos que estaba en la misma esquina, aguardándonos. Entonces corríamos a verla. Con ese ritual de las tardes fueron pasando unos días, hasta que yo primero me animé a salir de las plantas, y atrás Silvia, así como la primera vez. La anciana nuevamente nos sonrió y aceptó las frutas sin cambiar de expresión como la vez anterior. Empezó a comer la manzana y el mango lo guardó en su falda. Silvia y yo nos sentamos a su lado sin saber qué hacer o decir. De pronto la anciana, terminando de comer, comenzó a hablar en un idioma que sonaba como a cascada. Era su idioma de gitana y se oía bonito. Luego calló y nos volvió a sonreír. Así en silencio se levantó y de un bolsillo sacó un objeto pequeño y lo puso en las manos de Silvia. Después dijo algo, seguramente despidiéndose, y se fue hacia arriba en dirección a la calle de los gitanos. Silvia estaba llorando, era la segunda vez que la veía llorar, y su llanto le hacía todavía más bonita. Abrió sus manos, y vio lo que le había dado la gitana: un caracol seco, sólo era el caparazón de un caracol.
Desde entonces ya no volvimos a ver a la anciana, nunca más volvió a aparecer. Ni a mamá ni a mi hermano Alberto le conté nuestro acercamiento a la anciana de la esquina. Mamá no se había recuperado totalmente de su enfermedad, yo notaba eso por más que ella quería disimular. Una noche antes de acostarme le dije que me quería casar con Silvia, y mi hermano que había estado escuchando todo desde su cama se empezó a reír. Desde ahí siempre él me fastidiaba con que dónde está mi esposa, o que grite llamándola cada vez que un avión pasara porque allí ella venía. Al comienzo le creía, y cuando pasaba un avión salía de la casa y gritaba su nombre hasta cansarme.
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Después de lo del caracol de la gitana, Silvia definitivamente ya no quería jugar con nada. No volvimos a tocar el tema, ni siquiera para preguntarnos por qué ya no había vuelto a sentarse en la esquina. Por eso no le pregunté qué había hecho con aquel caracol seco. Sólo durante tres días, a la misma hora en que siempre íbamos a ver a la anciana, corríamos como por instinto para cerciorarnos de que ya no iba a volver nunca más. Después de ir a hacer pis bajo la Chevrolet, nos sentábamos en cualquier lugar de la calle, nos mirábamos en silencio e impulsados por una fuerza extraña corríamos a escondernos entre los granados para sólo encontrar una esquina vacía.
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Silvia se fue con el verano. Mamá me decía que iba a volver pronto, que la tía de Silvia le había dicho que los padres de Silvita estaban buscando una casa muy cerca para venirse a vivir todos juntos, y que Silvia empezaría a ir al colegio, aquí, y a lo mejor iríamos ambos a la misma escuela. Todo eso me decía mi querida madre para que no me preocupara, para que yo no siga llorando cuando mi hermano y sus amigos me fastidiaran con lo mismo, para que no me sentara en la vereda de la puerta de mi casa a pensar. Silvia no se despidió de mí, seguramente no supo que ya tenía que regresar a su casa. Sus papás habrían venido por la noche desde aquella lejana tierra que decían que era un desierto, y por la mañana se la habrían llevado… Ahora, cada vez que la recuerdo vuelvo a hacer un dibujo, siempre vuelvo al mismo dibujo, y espero que me salga a la perfección. Es para regalárselo cuando vuelva. Silvia está en la vereda sonriendo, lleva una faldita escocesa, una blusa blanca, en la vereda hay un caracol y al fondo de la calle un sol que se va por encima de la vieja camioneta Chevrolet y los árboles y las casas que ya no existen.