Miguel Ángel Torres, ha ganado varios concursos, entre ellos el premio de Caretas 2006. Coloco un cuento suyo que me parece una clara expresión de los tantos temores que asechan al escritor.
Aviso a los amigos que deben enviarme el cuento tal y como desean que vaya. Con los apartados y detalles ortográficos que consideren adecuados. Temo meterme a cambiar la intención del relato con alguna modificación .
NOTAS AL MARGEN
Imagino que hubo un tiempo en que escribía. Que no era esta calma incómoda y este hecho siempre. Supongo, también, que algo de lo que hice entonces pudo tener algún valor literario. Sé que me esforzaba menos y conseguía más. Hoy, cuando le pregunté si no era así antes, Miguel Ángel hizo que sí con la cabeza.Y es que Miguel Ángel vino acá hoy dia. Llevaba una casaca de cuero y mordía un mondadientes. Nada nuevo. Yo le hablé de lo único que en estos días sé repetir –de mi literatura imposible-. No tomamos, la botella nos esperó intacta al lado. Estoy seguro de que él me escuchaba con cansancio, como quien se observaba hastiado en el espejo: pero no me importó repetirme frente a él. En realidad, los dos hemos aprendido a tolerarnos; yo acepto sus ocurrencias, él las mías. Sospecho que lo nuestro tiene poco de amistad y más de costumbre. Antes de irse me dejó el borrador de un cuento que está empezando. No lo he leído, aún, ni lo pienso leer.Pienso en que estoy pensando y en cuán inútiles son mis esfuerzos por sacudirme este letargo. También en que le estoy robando tiempo a escribir (en un sentido más feliz del término), aplazándolo para un después que estoy seguro no va a llegar existe un argumento que ideé hace muy poco y creí me sacaría de este estado. Es bastante simple: un profesor está dictando una clase en un aula amplia –debe ser enorme y situarse en un piso alto-, de pronto un alumno se levanta y salta por una de las ventanas. Los estudiantes observan esto sorprendidos pero quietos. Entonces la historia se me escapa. Concebí, primero, narrarla desde el estupor del profesor; que poco a poco fueran saltando todos y él, finalmente, se les sumara. Luego encontré más conveniente que fuese un alumno el que viera con temor todo esto y decidiera no unirse –había una ventaja en esta perspectiva: la imagen del profesor impávido antes los hechos. Al final decidí no escribir nada. El cuento, si lo era, no pretendía más que un misterio insatisfecho y a lo más la presentación de una anécdota. Era, en suma, una historia de escasa importancia que me dejaría sólo el mal sabor de la prosa operativa…