RESEÑA DEL AUTOR
Miguel Ruiz Effio (Lima, 1977) estudió Administración en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Cuenta con una decena de reconocimientos en concursos literarios del país. Fue finalista en la XII Bienal de Cuento “Premio Copé 2002” con el texto Derechos de autor, y su primer libro, La habitación del suicida, obtuvo una mención honrosa en el V Concurso Nacional de Cuento 2004 de la Asociación Peruano-Japonesa. Relatos suyos han sido incluidos en las compilaciones Maldito amor mío. Cuentos y relatos de amor (Editorial Signo Tres, Lima, 2002), Encuentro de escritores nuevos (Universidad Científica del Sur, Lima, 2004), “Guitarra de palisandro” y los cuentos ganadores y finalistas del “Premio Copé 2002” (Ediciones Copé, Lima, 2005), Disidentes: Muestra de la nueva narrativa peruana (Revuelta editores, 2007), Nacimos para perder.
Simplemente cuentos (Editorial Casatomada, 2007) y en las revistas electrónicas Proyecto Patrimonio y Los Poetas del Cinco.
Recientemente, ha sido ganador del Primer Concurso Municipal de Narrativa Ten en Cuento a La Victoria (2008)
CUENTO
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Todo empezó hace un año, una noche como cualquier otra, es decir, una comida abundante antes de dormir y una pesadilla que cae por su propio peso. No recordaba exactamente el sueño, pero lo sentí cercano, muy mío aunque no supiera de lo que se trataba: desperté a medianoche llorando sin saber por qué. A la mañana siguiente recuperé algunas imágenes del sueño, aunque demasiado vagas como para hallarles significado: me vi caminando en un templo vacío, me vi sentado en una banca esperando algo que no llegaba y por lo que me angustiaba. Le di muchas vueltas al asunto, esforzándome por recordar más detalles; otras noches volví a la comida excesiva antes de dormir, pero la pesadilla nunca volvió. No he mencionado todavía que soy escritor y que la razón de mi búsqueda obsesiva era el presentimiento de que se me escapaba la posibilidad de una gran historia; al fin decidí imaginar lo que no podía recordar: de todas formas siempre he pensado que una historia totalmente imaginada es más valiosa como creación que una basada solamente en hechos vividos. Así escribí un relato titulado SEMEJANTE AL OLVIDO, un texto de casi veinte páginas cuyo protagonista es un joven llamado Gabriel (más adelante daré detalles acerca del argumento, por ahora me parece más importante referir la génesis de mi relato). Las líneas iniciales vinieron a mi mente como una revelación; después de leerlas pensé que la única manera como podía empezar el texto era así: Después dirá que los sueños también son parte de la vida, que con el tiempo los recuerdos se vuelven como sueños, y que Así pasó con nosotros. Sin embargo, no quedé totalmente satisfecho con el resto, había algo ajeno en aquel texto escrito en tercera persona, algo que no me convencía. Supe que no era así como lo quería decir, tendría que corregir el estilo, quizá modificar la secuencia de los hechos, abreviando algunos y suprimiendo otros. Pero pasaron los días y lo fui dejando de lado; otras preocupaciones distrajeron mi atención, y aquel texto fue perdiendo importancia frente a otros nuevos que escribí, a pesar de que yo sabía que tenía una buena historia en mis manos. Nunca permito que mis borradores sean leídos antes de convertirse en textos terminados; fiel a esta costumbre, oculté el relato entre mis papeles privados, y decidí esperar que el tiempo me devolviera a él o que interpusiera definitivamente el olvido entre nosotros.
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El relato es bastante simple en su argumento; viéndolo ahora como si fuera ajeno a mí, hasta me parece demasiado tradicional. Está escrito con lenguaje sencillo, casi coloquial, a la manera de un monólogo interior, como un recuerdo desplegado únicamente unos minutos para conocimiento del lector (aquí debo agregar que está escrito en primera persona, la recordaba su sonrisa me quedó grabada susurré al despedirme), este efecto le confiere al relato un aire de intimidad, de sincera confesión (y esta es una de sus virtudes), pero a la vez lo lleva a exagerar en el uso de epítetos demasiado gastados, como cielo azul, sus dulces labios, etc. (y de esto me doy cuenta solo ahora que lo leo como si no fuera mío), o que no lo llevan a ninguna parte (como cuando ocupa un párrafo en describir la sensación que le produce contemplar las paredes barrocas de la Iglesia de La Merced, es decir: a quién le importa). En los mejores párrafos se pueden advertir algunas cacofonías que perturban las frases (me encuentro atónito ante ti, por ejemplo) o frases rimadas (…quisiste desterrar mi soledad, curar mi nostalgia; quizá también regalarme un poco de magia) y construcciones redundantes que se debieron corregir (apunto la más obvia: no habían indicios que indicaran). Su narración (que es la mía) naufraga en grandes espacios, pierde el rumbo, abunda en detalles sin importancia. Pero sí, es mi relato, y ésta es una idea que no me puedo arrancar de la cabeza, es lo que tenía en mente, está escrito como yo lo hubiera hecho: con mi estilo, con lo que considero virtudes de mi prosa y también con sus defectos, pero esto tiene mucho que ver con el argumento. El protagonista (yo lo imaginé, pero él se refiere a sí mismo) entra un día a la Iglesia de La Merced casi al mediodía y al detenerse a rezar frente a la Virgen de Guadalupe descubre a una joven que llora en silencio. Por interés o por compasión (ninguno de los dos lo especificamos) Gabriel se acerca a la muchacha, le ofrece un pañuelo, hace algunos comentarios que le ayuden a sentirse mejor y le pregunta su nombre. Katty, dice ella, pero después Gabriel se preguntará si le habrá dicho la verdad, es muy fácil inventar un nombre y ser otra persona, aunque sea por unos minutos. Es cerca del mediodía, están por cerrar el templo; Gabriel le ofrece su compañía y ella acepta. Bueno, adónde, pregunta él y Katty dice Por ahí. Salen despacio, ella parece no tener prisa por llegar a algún lugar, así que dan vueltas por las calles del Centro de Lima (mientras tanto le contará que lloraba por su madre, muerta un año atrás y a quien siempre recuerda por su devoción a la Virgen de Guadalupe) hasta que Katty le pregunta a Gabriel dónde vive y le pide llévame a conocer tu casa. Es aquí donde —por ejemplo— se produce uno de esos extravíos de los que hablé antes, porque relatamos el viaje en un ómnibus casi lleno (él toca la mano de la joven y ella no se inmuta; de pronto la abraza, ella le sonríe) desde el punto de vista de Gabriel: describimos sus sensaciones, sus ansiedades, y la recreación de ese momento cálido y a la vez inesperado se nos escapa de las manos, las frases se tornan poco convincentes, el ruido del ómnibus no consigue apagar el susurro de tus palabras, tú también me escuchas, y todavía no entiendo por qué, la prosa poética sucumbe ante la metáfora simple y el símil predecible, acaricio tu mano pequeñita y siento tu piel de durazno. Llegan a casa de Gabriel, es un departamento dentro de un edificio, hay un largo pasadizo de acceso y ellos están tomados de la mano (aquí se produce un diálogo más íntimo entre los dos, quizá debió producirse antes, pero conseguimos salvar la situación para lo que vendrá). Gabriel abraza a la muchacha y la besa: ella aparta su rostro y lo desafía con la mirada, pero sin zafarse; él la besa otra vez, y Katty se abandona al momento. Estas líneas son —a mi parecer— las más sutiles del texto, y contienen algunos momentos originalísimos (…para descubrir tus labios, molinos húmedos y lentos, combatiendo furiosos dentro de mi boca), pero son solo dos párrafos de no más de quince líneas cada uno y luego volvemos a los diálogos entre ellos (muy poco trabajados) y a la excesiva descripción del transcurrir del tiempo, de los besos y las caricias. Llega el momento de despedirse, han dejado pasar dos horas en aquel pasadizo, solo queda fijar el lugar, la fecha y la hora de su próximo encuentro (yo sabía que la espera sería difícil, que odiaría cada uno de los minutos que me separaban de aquel día, sabía que al cabo de tres días me sería difícil recordar su rostro y que necesitaría volver a verla, pero también presentí que algo malo sucedería). El relato concluye cuando Gabriel acude a la cita, pero ella jamás llega.
He leído una y otra vez el relato de Gabriel y lo he comparado con el mío: aunque mi texto está narrado en tercera persona y el suyo en primera, las palabras son las mismas (solo he encontrado algunas diferencias de sinonimia, como cuando yo digo palabras tiernas y él dice delicadas palabras, o como cuando sustituye con la larga e inútil espera mi frase la prolongada, la inútil espera), el argumento es el mismo, el desenlace es único e ineludible. Pero su texto es un testimonio; el mío lo he tomado de un sueño. Quizá por eso éste palidece ante aquél, aunque me repito constantemente que los relatos son idénticos. Me he preguntado una y otra vez si mi relato imaginado es más valioso que el texto de Gabriel, que es prácticamente la trascripción de una anécdota, y sobre todo me he sorprendido interrogándome Cómo es posible que él haya vivido lo que yo soñé. Porque hoy, varios meses después de aquella noche, he recordado claramente mi sueño, y sé que cuando creí imaginar lo que no recordaba estaba en realidad escribiendo desde el inconsciente, e intuyo que mientras yo escribía el relato (confieso que me estremece anotar esto) Gabriel lo vivía.
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Decidí olvidarme del asunto; pensé que buscar una explicación de lo que había ocurrido era una tarea simplemente vana, y que además no había nada que hacer puesto que Gabriel ya había sido reconocido oficialmente como el autor de SEMEJANTE AL OLVIDO, aunque supiera que el texto era también (¿también?) mío. Decidí seguir experimentando mi felicidad reciente: me propuse vivir momentos valiosos con Nadia, construir anécdotas entrañables a su lado, y volver a mi olvidada vocación por la escritura. Había dejado pasar varios meses (casi seis) desde el último texto; me propuse escribir algo realmente bueno. Precisamente una de esas noches me quedé hasta muy tarde en casa de unos amigos de la universidad, comiendo, bebiendo y cantando; tuve que buscar un taxi que me llevara de regreso desde Surco hasta mi casa, en Balconcillo. El chofer me llevó por calles que hasta ese momento me habían sido desconocidas: recorrimos Malachowsky, Copérnico, Gozzoli y otras con nombres de flores y de héroes anónimos que ahora no recuerdo, y fue quizá el licor que había bebido lo que despertó dentro de mí la sensación de que estaba siendo raptado o tal vez conducido a un rincón inhóspito. No dije nada, naturalmente: el chofer me dejó en mi destino sin ningún problema y tuve que descansar de la borrachera para que se me pasara aquella extraña impresión. Pero esa misma noche tuve un sueño bastante extraño, y a partir de esta experiencia escribí REGRESO A CASA, un relato corto donde el protagonista sube a un taxi e inicia una animada conversación con el chofer, a tal punto que deja de mirar a su alrededor: el vehículo circula por calles estrechas y desconocidas, tal vez olvidadas por la mayoría de transeúntes, pero el protagonista no se inmuta, nunca percibe nada raro; de pronto el taxi se estaciona en un lugar oscuro, junto a unos árboles (hay un poste de luz, pero el foco está quemado, la calle está sin pavimentar); es recién en ese momento cuando el tipo pregunta Pero adónde me ha traído, y el taxista no responde: a través de las lunas opacas del vehículo ven acercarse un par de sombras, quizá una de ellas lleva una navaja o un cuchillo, y lo balancea al compás del sonido que produce el claxon.
Pensé que la historia me había quedado redonda; había, sin embargo, un par de detalles que corregir, frases que se podían mejorar. Varias semanas anduve buscando un adjetivo para reemplazar a otro, consulté casi todas las secciones del diccionario para hallar vocablos que expresaran más precisamente lo que quería decir, y cuando estaba por realizar la última corrección llamé a Nadia.
—Justo estaba por llamarte —dijo apenas oyó mi saludo; parecía contenta—. Quiero que me acompañes a la universidad: me van a dar un premio.
Aquel trabajo suyo llamado DESOLACIÓN había ganado el premio de fotografía de los Juegos Florales. Ella me había propuesto participar en la categoría de Cuento, pero para esa oportunidad yo todavía no tenía ningún texto listo. Cuando llegué a su casa para acompañarla estaba todavía bastante emocionada y, sobre todo, nerviosa. Yo estaba feliz por ella, y verla así, tan sorprendida, tan frágil, me provocó un especial sentimiento de ternura: sus ojos vidriosos me buscaban una y otra vez, y yo sólo podía sonreírle sabiendo que eso quizá no era suficiente. Al llegar nos sentamos en la zona central del auditorio: yo estaba de tan buen humor que ni siquiera me importó cuando Gabriel se acercó y se sentó junto a nosotros; incluso me hizo gracia ver la enorme venda que llevaba pegada en la frente.
—¿ Y eso?
—Un mal momento, pero después de todo le pude sacar provecho —me contestó Gabriel, acariciando un cartapacio que llevaba en las manos. Parecía un niño con su juguete nuevo.
—¿Tú también ganaste? —pregunté sorprendido.
—¿No te dije? —interrumpió Nadia, que estaba sentada entre Gabriel y yo— Gabriel ganó el concurso de cuento.
Ella le quitó el cartapacio y me lo alcanzó; yo presentía lo que iba a encontrar, pero aún así lo abrí y leí:
REGRESO A CASA, por Gabriel Mendoza
La ceremonia empezó y a partir de ahí no supe nada más: recuerdo que Nadia sonreía y que yo fingía estar satisfecho, creo además haber estrechado la mano de Gabriel en algún momento, recuerdo los aplausos, las cámaras fotográficas y las preguntas, el lacónico discurso del joven que se tocaba la frente y admitía que hasta ese momento solo había trascrito experiencias personales, y recuerdo, sobre todo, el violento golpeteo dentro de mi pecho, el sudor de mis manos y mi cuello, la terrible sofocación que me producía no querer pensar o no entender o no poder borrar de mi mente el único pensamiento que iba y venía como un pesado péndulo: Esto no puede estar pasando, es una locura…
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Solamente la certeza de que, a pesar de todo, yo mantenía cierto control de la situación evitó que cometiera una locura más grande. Quería gritar que Gabriel era un simple remedo, un triste y patético eco de mis escritos, pero reflexioné que eso no serviría de nada, que finalmente él había recibido ya los reconocimientos que desde hace tiempo yo anhelaba para mí. Además yo jamás había hablado más de cinco minutos con él y nos habíamos limitado simplemente a asuntos genéricos, temas dictados más bien por la cortesía y las buenas costumbres antes que por alguna relación de simpatía o amistad. Solo una vez contesté una llamada suya, en casa de Nadia, y antes de comunicarlo con ella le pregunté si estaba escribiendo algo nuevo: Nada por el momento, contestó, lo que escribo mayormente se basa en mis experiencias, y últimamente no me ha ocurrido nada digno de ser escrito. Pensé que era lógico: yo no había tocado la máquina de escribir desde que asistí a aquella última premiación. No le conté a nadie del asunto, ni se lo mencioné a Nadia: sabía que sería difícil explicárselo y que al final tampoco me creería, o que pensaría que tan solo me estaba dejando llevar por algún tipo de celos.
Quizá saber que estaba solo en esto fue lo que me llevó a idear este plan, tan burdo y falto de forma al principio, pero ahora tan seguro de ejecutar que llegado el momento me dejará limpio y al margen de todo. Esta es otra de las cosas que agradezco a Nadia, porque fue ella la que me proporcionó (sin saberlo, por supuesto) la ocasión. Habíamos quedado en que ella vendría a mi casa hoy a las ocho, aprovechando que mis padres y mis hermanas han salido de Lima: éste sería por fin el momento de privacidad que tanta falta nos hace a los dos (con todo lo que ha pasado la he descuidado bastante, lo admito, pero confío en que esto pronto va a acabar). A las siete y media me llamó para decirme que no podría llegar a la hora acordada, que estaba en el terminal con un grupo de amigos de la universidad despidiendo a Gabriel. Viajaba a Chiclayo.
—Su familia presentó su cuento REGRESO A CASA a un concurso de allá —me contó—. Ganó el segundo premio.
Yo simulé fastidio por este contratiempo, y sentí celos; no de que Nadia estuviera despidiéndolo a él en lugar de venir conmigo (a fin de cuentas eran varios muchachos los que se encontraban acompañándolo, seguramente la habrían convencido), sino de que Gabriel hubiese vuelto a ganar con un relato que —solo yo lo sabía— era mío.
—Pero apenas acabemos con esto voy contigo, mi amor. No te preocupes.
—Bueno. Ya nos vemos…