Finalmente lo alcanzó en la esquina Emancipación con el Jr. De la Unión. Lo cogió por un brazo y cuando aquél volvió el rostro asustado, Zutano lo enfrentó con un gesto desafiante:
al fin te encontré. El otro hombre trató de forzar una sonrisa que finalmente no pudo ocultar su contrariedad y sorpresa. Incluso miró de reojo a todos lados como si buscara alguna ruta de escape:
pero, hombre, qué sorpresa. Tragó saliva. Entonces Zutano lo sujetó por las solapas con gesto amanazante. Los transeúntes comenzaron a demorar el paso picados por la curiosidad que despertaba aquel hombre flaco y sudoroso que aferraba al otro, gordito y con cara de sinvergüenza. Zutano respiró muy hondo y lanzó la apelación que tantas veces se había guardado:
¡Págame!En pocos minutos ya se había formado un aceptable grupo de curiosos que rodeaban a los dos hombres. Algunos miraban con simpatía a Zutano: pobre hombre, uno presta porque es buena gente, pero hay tanto caradura en este país. Otros, más bien, apoyaban al gordito que, después de todo, tenía algo de cada uno, porque – dígame usted – quién no cabecea en este mundo. Algunos bocinazos, como los se que dan cuando se respalda alguna marcha, se empezaron a oír. Desde las otras veredas, la gente aguzaba la mirada tratando de saber lo que sucedía. En medio del círculo que habían formado los curiosos, Zutano y el otro hombre discutían a toda voz.
– Te juro que ya tenía el dinero y que te llamé por teléfono
– Te juro, nada, y a mí tú nunca me llamaste por teléfono
– Bueno, fatal para ti si no me crees, pero yo sí quería pagarte
– Entonces págame ahora
– Es que ahora no tengo
– No me importa. Hace meses que deberías haberme pagado
– Tú no entiendes que la crisis nos ha fregado
– Por eso, yo también estoy jodido y quiero la plata
De pronto, Zutano se dio cuenta de que estaba rodeado por gente que no conocía, pero que esperaba, ansiosa, la siguiente escena del espectáculo que él les estaba ofreciendo arrastrado por su desesperación. Alguien del grupo le aconsejó, de buen corazón, que lo llevara a la comisaría; otros dijeron que eso era por las puras; del otro sector, más que opinar, murmuraban por un borrón y cuenta nueva y, que caray, la amistad estaba por encima del dinero y, además, – esto sí lo aprobaron todos – la crisis nos estaba obligando a tantas cosas injustas como ésta. En la mirada de Zutano – antes cargada de decisión – comenzó a notarse una sombra de agotamiento o quizás – no estoy seguro – de resignación. Miró la ciudad y se sintió cansado. El hombre gordito intuyó que ya había ganado la batalla; hubo en su rostro un gesto de escamoteador experimentado que lo delató: se dispuso a dramatizar el colofón de su actuación.
– En verdad te voy a pagar, te lo juro por lo más sagrado.
– ¿Cuándo?
– Antes de una semana… Yo mismo te voy a buscar… Te doy mi palabra…
– ¿No te creo?
– Hermanito, créeme, por favor, a pesar de la situación, yo te voy a cumplir.
Zutano lo miró fijamente y pareció comprenderlo todo. No obstante, como que se sintió abrumado, sin fuerzas ni ganas de insistir, y, poco a poco, fue aflojando la tensión con la que había sujetado al gordito. Con el nudo de la corbata ahora mal puesto y las puntas del cuello de la camisa hacia arriba, Zutano parecía haberse resignado a la evidencia contundente: otra vez se le iba a escapar.
Los bocinazos aumentaron, se oyó muy cerca los silbatazos de la policía. El gordito deudor se diluyó rápidamente. Zutano se marchó silencioso, derrotado, solo. Mientras el gentío se disolvía presuroso en la bruma de las seis de la tarde.
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