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Finalmente lo alcanzó en la esquina de la avenida Emancipación con el jirón De la Unión. Lo cogió enérgicamente por un brazo y cuando el sorprendido hombre de mediana estatura volvió el rostro, Fulano lo enfrentó con un gesto desafiante: ¡Págame!
El hombre mediano, algo gordito, trató de forzar una sonrisa que no logró ocultar su contrariedad y sorpresa. Luego miró de reojo a todos lados, como si buscara alguna ruta de escape. Ya era casi mediodía y el calor propio de enero estaba alcanzando su punto más alto: «pero, hombre, qué sorpresa». Tragó saliva. Fulano tenía el rostro enrojecido, más por el enojo que por el calor del verano. Lo soltó del brazo, pero solo para sujetarlo mejor de las solapas, siempre con la mirada alerta en previsión de un intento de fuga. Para ese momento, los transeúntes ya demoraban el paso, picados por la curiosidad que despertaba la escena que se estaba dramatizando en esa congestionada intersección. Un hombre flaco y sudoroso que aferraba al otro, gordito y con cara de sinvergüenza. Fulano respiró muy hondo, como si recargara energía, y luego gritó su demanda con un timbre de voz que repicó arañado, como si ese reclamo hubiera estado reprimido mucho tiempo: ¡Págame!
En pocos minutos ya se había formado un amplio grupo de curiosos que rodeaban a los dos hombres dejándoles solo de un par de metros de diámetro para que arreglaran su disputa. Algunos miraban con simpatía a Fulano: «Pobre hombre, uno presta porque es buena gente, pero hay tanto caradura en este país». Otros, más bien, apoyaban al gordito que, después de todo, tenía algo de cada uno, «porque – dígame usted – quién no cabecea en este mundo alguna que otra vez». Un poco más allá, se oían algunos bocinazos acompasados, como los que resuenan cuando se respalda alguna marcha. Desde las otras veredas, la gente aguzaba la mirada, haciendo visera con la mano, tratando de saber lo que sucedía. En verdad se estaba armando un gran espectáculo en aquella vieja calle del Centro de Lima. Por las ventanas de algunos edificios grises se asomaban los rostros de algunos oficinistas. El número de curiosos iba aumentando. En medio de aquel circulo irregular, Fulano y el hombre gordito seguían discutiendo a toda voz.
– Te juro que ya tenía el dinero para pagarte y que conste que te llamé por teléfono.
– Te juro, nada, y a mí tú nunca me llamaste por teléfono.
– Bueno, fatal para ti si no me crees, pero yo sí quería pagarte.
– Entonces págame ahora.
– Es que ahora no tengo.
– No me importa. Hace meses que deberías haberme pagado.
– Tú no entiendes. Es que la crisis nos ha fregado.
– Por eso, yo también estoy jodido y quiero la plata.
El gordito alzó un tanto los brazos como indicándole que nada se podría hacer. Terminó por replegarse en la pared descascarada en donde lo habían arrinconado: «Ahora no tengo». Fue entonces cuando el ímpetu de Fulano se fue apagando. De pronto, parecía haberse percatado de que estaba cercado por rostros que no conocía; pero que esperaban, ansiosos, la siguiente escena del melodrama que les estaba ofreciendo.
Alguien del cúmulo sugirió, de buen corazón, que llevara al deudor a la comisaría; otros dijeron que eso era por las puras. Del otro lado, más que opinar, votaban por un borrón y cuenta nueva, porque, después de todo, la amistad estaba por encima del dinero y, además, – esto sí lo aprobaron todos – la crisis estaba arrastrando, a todos, a situaciones desesperadas como esta.
En la mirada de Fulano – hasta hacía unos momentos, cargada de furibunda decisión – comenzó a notarse la sombra de agotamiento y hasta de la resignación. Volvió a respirar muy hondo. Echó un vistazo a su alrededor, luego levantó un tanto más la mirada y observó el perfil la ciudad: edificios empolvados y un cielo ligeramente azul y luminoso, pero igual de melancólico. En verdad, se sintió cansado.
En aquel momento, el hombre gordito intuyó que ya había ganado la batalla; hubo en su rostro un gesto de evasor experimentado, de canalla con oficio; se dispuso a dramatizar el cierre de su actuación.
– En verdad te voy a pagar apenas pueda, te lo juro por lo más sagrado.
– ¿Cuándo?
– Antes de una semana… Yo mismo te voy a buscar… Te doy mi palabra…
– No te creo.
– Hermanito, créeme, por favor, a pesar de la situación, yo te voy a cumplir.
Fulano lo contempló con resignación, como si ya lo hubiera comprendido todo. Se sintió abrumado, sin fuerzas ni ganas de insistir, y, poco a poco, fue aflojando la tensión con la que había sujetado al gordito. Con el nudo de la corbata ahora mal puesto y las puntas del cuello de la camisa hacia arriba, Fulano parecía haber aceptado la única verdad contundente: otra vez se le iba a escapar.
Los bocinazos aumentaron, se oyó muy cerca los silbatazos de la policía. El gordito deudor se diluyó rápidamente.
Fulano se marchó silencioso, derrotado, solo. Mientras el gentío se disolvía presuroso, todavía bajo el aliento pegajoso y cálido de un mediodía de verano en Lima.