Por César Vásquez
Cuando tenía veinte años, escuché por primera vez el nombre de un tenor distinto del resto: Mario del Mónaco. Era un tenor de estatura mediana, pequeño para el resto de los de su cuerda, pero provisto de una voz enorme, como los americanos lo llamaban: “un volcán de voz”.
Era un ocho de enero de 1955, en el Teatro de La Scala de Milán, la ópera a representar era Andrea Chénier de Umberto Giordano. Del Mónaco,quien representaba el rol del protagonista, canta su primera aria (la que motiva el presente artículo) y cuando terminó, sentí por primera vez lo que algunos llaman, y esta vez con mucha justicia, “el teatro se le vino abajo”.
La gran María Callas intentó continuar cantando, pero los aplausos eran más atronadores. Simplemente, la soprano no pudo continuar, porque el público estaba enloquecido con Del Mónaco. Aplaudían, gritaban, lloraban, avivaban sin cesar. Era, simplemente, impresionante.
Entonces, emprendí mi investigación sobre esta aria (ya que mi incipiente italiano actual era peor en aquellos días), interesado en por qué despertaba tantas pasiones. Lo que encontré fue algo más sorprendente que lo ocurrido en 1955.
Andrea Chénier es una ópera ambientada en la Francia de la Revolución. Es una historia de trágico final, pero que tiene un común denominador de principio a fin: el amor.
El aria Un di al azuurro spazio se canta cuando Andrea Chénier ha sido invitado a un baile por la marquesa de Coigny, la cual tiene una hija hermosa, pero soberbia: Magdalena.
Magdalena es una muchachita frívola, de nariz respingada, orgullosa de su origen, pero que nunca ha conocido el amor. Chénier es presentado a la atrevida doncella y se enamora de su gracia y de sus ojos. A Magdalena le atrae Chénier, pero cuando se entera de su oficio de poeta, se empieza a burlar de su fuente de inspiración, ignota para la insolente joven: el amor.
Entonces, Andrea Chénier se irrita y le dice que en una canción le explicará la esencia del amor, de su alma poética, de su razón de vida. Empieza relatando que un día contemplaba la belleza de la naturaleza, el cielo, el aire, la tierra, todo lo que representaba su patria: Francia.
Sin embargo, ante tanta dicha empezó a sentir deseos de rezar y para ello, fue a una iglesia donde encontró a un sacerdote que estaba juntando las limosnas. De repente, se presenta ante él un campesino, que venía maldiciendo la tierra, que no le daba frutos, y extendía las manos hacia el cura. Sus manos sucias y pobres llevaban las lágrimas de sus hijos que se morían de hambre ante la improductividad de la tierra. A pesar de ello, el sacerdote lo ignoró.
Es en este momento que Andrea Chénier se aparta de su relato y voltea a ver a todos los nobles que lo escuchaban y les increpa: “Ante tanta miseria, ¿qué hacen los ricos?”. Los nobles se voltean con indiferencia, pero Chénier se da cuenta de que solo hay alguien que no le ha volteado el rostro: Magdalena.
Magdalena escuchaba atenta su relato (con lágrimas visibles). Entonces, Chénier le dice que, en su ojos, ha visto un ángel que le dice: “Esta es la belleza de la vida”, pero su frivolidad inicial lo ha golpeado en lo profundo de su ser.
Finalmente, le dice que nunca vuelva a menospreciar la palabra “amor”, que a los poetas, a la vida y al mundo llena de esencia.
Estamos a finales de 2016 y ya no vestimos encajes, pero no creo que las cosas descritas por Chénier hayan cambiado demasiado. La indiferencia aún guía el alma de los que más tienen (empresarios, políticos e Iglesia) y el individualismo no cede su paso al amor. Ese amor al prójimo que reclama el poeta a los patricios y que les estallaría en el rostro con la Revolución. Por ello, ya me explico la incomodidad de los potentados en la representación de esta pieza en el teatro.
Sin duda alguna, muchos se identificarán, como el que escribe, con el poema de Chénier, no solo en su forma sino en su esencia y a algunos nos hubiera gustado presenciar ese 8 de enero de 1955.
No hay video de lo ocurrido en ese teatro, solo un audio, pero este otro le hace justicia.