« ¿Vamos al cine?», le dije, y ella, la linda Isabel, hizo como si lo pensara un poco. Luego, matándome con su risueña mirada, me dijo: «Ya pues». Y al cine nos fuimos, a uno que estaba en la avenida Manco Cápac, en La Victoria. Lo recuerdo casi todo: la canchita, la espera en la fila, sus sonrosados labios haciendo mohines, el cielo plomizo de Lima (cuando no), el hall del cine con sus alfombras rojas y sus paneles iluminados que anunciaban las próximas películas, la tibieza de sus manos cuando buscó los míos para guiarnos en la oscuridad de la sala mientras buscábamos nuestros asientos. Y recuerdo muy bien que mis básicas intenciones tenían que ver con esos hermosos labios sonrosados. Sin embargo, Stanley Kubrick y Jack Nicholson nos tenían preparada otra experiencia con su estremecedora película “Resplandor”. No hubo de otra, nos quedamos enganchados con la lenta degradación del escritor Jack Torrance. Claro que obtuve como compensación que Isabel estuviera acurrucada en mis brazos en todos los momentos de suspenso, o sea, en casi toda la película, y la tuve mucho tiempo más de lo que pensaba en el parque, cerca de su casa, tratando de dilucidar el significado de la fotografía de Torrance que aparecía al final. Lo confieso, Kubrick no solo me enseñó cómo era un buen cine, también me acercó mucho más a Isabel. Hasta que – como todo – aparecieron las letras inevitables del final. Aunque para dramas, mi madre a quien no se le ocurrió mejor situación que llevarme al cine para anunciarme que se divorciaba, que se iba, que nos abandonaba porque había un villano en casa, es decir, mi viejo. Y para prepararme antes del notición, primero fuimos a ver los “Siete magníficos”, con Steve McQueen, Yul Brynner y Charles Bronson y otros más que estaban de moda. Supongo que lo hizo porque había calculado que a los varoncitos les gustaban las películas de vaqueros. En mi caso, hasta allí, no me había interesado mucho el tema de los westerns. Pero – dado el contexto – he allí otra película que ha marcado mi vida. Solo mucho tiempo después, ya algo metido en la fascinación por el cine, descubrí que la película fue una adaptación de “Los siete samuráis” del gran Akira Kurosawa. Entonces muchas cosas se aclararon, como que una cosa era una película dirigida por Kurosawa y otra si la dirigía un tal Sturges que hizo lo que pudo, pero no pudo mucho. No obstante, lo confieso, de tanto en tanto, vuelvo a ver los “Siete magníficos” y siento un leve estremecimiento en las escenas melodramáticas, como cuando Charles Bronson agoniza y se da tiempo para parafrasear un discurso de despedida y unos niños que lo admiraban lo lloran tiernamente. No diré igualito, pero también hice algo parecido cuando, finalmente, mi madre me soltó su alocución de despedida. Además, igualito que en las películas de vaqueros, creo que un sol (anémico, como suele ser en Lima) también caía detrás del horizonte cortado por los cerros antes de que se cerrara otro capítulo de mi vida. Claro que ha habido muchas películas que han tenido gran significado en mi vida, como a casi a todos. Y junto a las películas, también tuvieron significado los lugares en donde las he visto. Soy de la generación de los que asistía con entusiasmo al auditorio de la cooperativa San Elisa, ahora un viejo y abandonado edificio en el jirón Cailloma, por el Centro de Lima. Un fantasma que hace poco fue cerrado después que se hubo convertido en un suburbio de marginados que rondan las noches sórdidas del Centro.
Pues bien, allí funcionó una sala de cine en donde se proyectaban las películas que jamás se pasarían en las salas convencionales o las que se pasaban apenas lo suficiente como para comprobar que no iban funcionar. Claro que había otros cines club – esa era la definición que se le daba a esas salas en esos tiempos heroicos – y por supuesto que se iba: al cinematógrafo de Barranco o la antigua filmoteca que funcionaba en el Museo de Arte de Lima. Sin embargo, cuando me toca recordar los juveniles tiempos de cinefilia, de libros viejos, de las primeras revistas que se imprimían desde la universidad en unas máquinas llamadas mimeógrafos, los tiempos de los bisoños debates que terminaban – muchas veces a patadas -, la época de ansiedad cultural, entonces me viene a la memoria la sala de cine del auditorio Santa Elisa, y Woody Allen, con “La rosa púrpura del Cairo”, “!Zelig”; de pronto, como un salto a otra dimensión, llegar a Fellini y la “Dolce Vita”; luego quedarse bizco y algo turulato con Eisenstein y “El acorazado Potemkin”. En fin, lo cierto es que el cine me ha acompañado siempre. Hasta podría refrendar la manida, pero efectiva afirmación de que cada momento importante de mi vida tiene una película, una canción y una novela que la enmarca. Y aunque casi todo está en constante cambio, y los recuerdos no hacen sino confirmarlo, hay otros que se mantienen en el tiempo. Ese el cine. A pesar de que las salas, al menos en su mayoría, ahora son múltiples cubículos o, más aún, aun cuando sus mágicos espacios hayan sido cambiados por los discos compactos y las salas de la casa, el cine está allí, marcando nuestros momentos. Por eso, mis felicitaciones a quienes por estos días han hecho posible una edición más del Festival de Cine de Lima. Ciertamente no todos están conformes, y seguramente, se podría mejorar; pero, por mientras, en Lima tendremos nueve días de películas de ficción, documentales y muchas otras actividades. Lamentablemente, la mayoría de nosotros no tendrá tiempo de asistir ni al diez por ciento de todo lo que se ofrece, pero algo se podrá hacer.
Por ahora me quedo con la frase de Orson Welles: «Es imposible hacer una buena película sin una cámara que sea
como un ojo en el corazón de un poeta».