A las 7 y 30 de la mañana de este domingo, Helena me despertó a punta de timbrazos para preguntarme si en verdad iba a correr en la maratón de la que tanto le había hablado durante la semana. Me tomó unos segundos saber en qué planeta estaba y de qué maratón de marras me hablaba Helena. , le dije. Aunque la verdad sea dicha, si ella no me hubiera despertado para recriminarme por esa locura de correr un domingo por la mañana, quizás me hubiera quedado dormido, arrullado por un subconsciente que intentaba evitarme el trabajo instrascendente de correr y correr: < y , como me dijo Helena cuando le conté lo de los quince kilómetros, los quince mil corredores, el espíritu deportivo y la historia de Filípides de Atenas, allá en la Grecia antigua, corriendo cuarenta kilómetros hacia la ciudad para avisarle a la mujeres que no había necesidad de que se mataran porque habían ganado la batalla contra los Persas. Niké (Victoria), dijo, y se murió, Helena, el pobre se murió exhausto e histórico para siempre, y por eso cuando se reiniciaron las Olimpiadas fue inevitable que la competencia estrella fuera la maratón. Sentí que la voz de Helena bostezaba. Seguro que estaba aun recostada cómodamente y que el auricular descansaba de medio lado sobre su oreja. Finalmente, me dijo que sí, que me iba a acompañar en la partida por la curiosidad de ver a tanto loco buscando un calambre gratuitamente. Colgó.
Ciertamente había entrenado muy poco y mal; pero ya no era cosa de echarse para atrás. Eso de levantarse en la madrugada para correr como que no me había convencido en los días previos, aun cuando había visto hacía poco una escena de la vieja película Rocky, justo cuando éste se sirve un vaso lleno de huevos crudos y sale a correr por una ciudad oscura y escarchada por el frío. No me sirvió. Ni de vainas, me dije, más de una vez, pensando desde mi cama en las calles húmedas de Magdalena a esa hora. Entonces levantaba la frazada sobre mi cabeza y mandaba mis bendiciones para la gente de Perú Runner que a esa hora ya estaban corriendo por algún lugar de Lima entrenando disciplinadamente.
No obstante todo lo que se hace se paga, aparte de que uno se vuelve esclavo de lo que promete, además de que no se pueden preparar tortillas sin romper los huevos y uno que otro refrán de esos que Helena sabe decir para burlarse de mis alegatos, me llevaron a los alrededores del Estadio Nacional muy cerca de las diez de la mañana. Allí me encontré con ella que andaba bastante confusa. , me cuchicheó como para no ofender a los que estaban cerca. A esa hora ya eran miles los corredores con camiseta amarilla y roja calentando cuerpo, mientras la música del grupo cinco peruanizaba la mañana. Ay Helena, pensé, debes salir un poco más de malecón Cisneros para ver que hay muchos más matices de los que ves corriendo por el faro de Miraflores. La verdad, yo estaba más preocupado en cuánto podría aguantar de aquellos quince kilómetros en los que me había metido por bocón. De pronto, una sirena se activó, las motos de los policías comenzaron a moverse y una mancha de amarillo mostaza y rojo kechtup -descripción cromática de Helena sin desayuno por solidaria – se precipitó con dirección a la avenida Cuba en paralelo a la Vía Expresa. Como a la mitad de la correntada me despedí de Helena que parecía un junco a punto de ser jalada por la corriente y comencé mi odisea personal.
En las primeras cuadras cayeron como una docena de novatos que de paso se llevaron a otros en la caída porque todo estaba muy apretado y más parecía gente corriendo hacia el paradero en un día de trabajo con huelga de transportistas. Ni modo. Para cuando llegamos a Salaverry, las ambulancias ya estaban atendiendo a algunos ingenuos de poca perspectiva que habían confundido quince kilómetros con quince cuadras y ya caían agotados y acalambrados. Salaverry es una larga y agradable avenida, pero sólo los domingos, cuando el tráfico es mínimo, la prisa es poca y solo entonces hay tiempo para admirar el largo corredor arbolado en medio de las dos calzadas. Hasta allí mi respiración había sido bastante pareja y sentía que la cosa no iba a ser tan mala. Era solo cuestión de saber mantener el ritmo. Me pasaron a buen trote un grupo de evangélicos que llevaban unas banderas avisando que el juicio final se acercaba; también otro grupito de jóvenes que pasaron coreando estribillos militares. Recordé que Helena se había reído mucho cuando le expliqué que allá en Atenas las mujeres habían prometido que si sus hombres perdían la batalla frente a los Persas, ellas preferían matar a los niños y suicidarse antes de permitir que los malos de la historia las convirtieran en esclavas. Los Atenienses ganaron la batalla de Marathon, pero habían demorado más de los previsto y el temor era de que ella cumpliesen su promesa y los hombres griegos se quedaran en nada. < O sea de que había una mujer de por medio, como en todo >, se había burlado Helena, parafreseando el título de un cuento del mexicano Arreola.
Para cuando pasé por el hotel Melliá, algunas personas habían salido en batas y con el rostro descansado a darnos aliento y gritarnos que si se podía, claro, como no, desde allí era fácil. Sin embargo todo se puso muy complicado en la avenida del Ejercito que era de subida y nosotros ya íbamos de bajada. Entonces me comenzó el dolorcito en la pierna la pantorrilla izquierda, de esos dolores que son mínimos, pero que amenazan con desplegar después su verdadera intensidad. A la altura del complejo deportivo de San Isidro cayeron muchos más, con buen ojo eso sí, justo donde estaban las cómodas carpas de esa municipalidad. Tuvimos que torcer hacia Santa Cruz y el dolorcito era ya un aguijón en la pantorrilla. Nada que hacer, la vista era apacible y hasta había pájaros que cantaban desde los añosos árboles. Antes de llegar a Aramburú, hubo escándalo porque algunos automóvilistas se habían cansado de esperar a que pasara tanto amarillo y rojo y amenzaban con atropellar a uno que otro peruano de color modesto.
Helena me llamó justo cuando bajábamos de Aramburú a la Vía Expresa. Me llamó cuando me había convencido de que mi dolorcito era lo suficientemente contundente como para retirarme con honor antes de entrar al zanjón en donde, allí sí que ya no habría retorno. Me preguntó que cómo me iba y, entonces, me salió aquello de que los machos no se rinden y le dije que todo iba bien, y más aun, que después de eso nos íbamos a desayunar un buen pan con chicharrón dominguero. Lo cierto es que, aun antes de que colgara, yo ya estaba maldiciendo estar bajando hacia el zanjón. Miré a los otros corredores y comprendí que estaba con el grupo de los que corrían sin armonía ni elegancia, con el grupo de los corrían porque ya no había forma de regresar. Sin embargo algo fue definitivo: íbamos a llegar, con lo que nos quedara de cuerpo íbamos a llegar. A la altura de la avenida Isabel la Católica ya estábamos corriendo arrastrados por la costumbre de mover las piernas en una agonía ya casi eterna. Pensé en esa mañana, antes de las 7 y 30, en mi cómoda cama y el periódico que iba a leer hasta las once mientras bebía una taza de café negro. Y luego, claro, pensé en Helena esperándome después de la línea de llegada con la camarita lista para fotografiar mi llegada, pensé en que la tarde iba a ser tranquila y sin las pesadillas de antes, y luego vi las caras de quienes corrían a mi lado. Entendí que en la mirada perdida de cada uno había una motivación secreta que los llevaba a subir por la rampa de Bauzate y Meza y llegar al Estadio Nacional en algún puesto escondido entre los miles de corredores.
¿Por qué se pierde una mañana de domingo matándose en un trote de quince kilómetros? Deben haber varias razones. La mía estaba en Helena que me esperaba con la cámara lista, la sonrisa ingenua y una mirada querendona; aunque, claro, jamás iba a entender eso de correr sin que nadie te persiga.