Desde el inicio de este blogs, he ido colocando – de tanto en tanto – algunas de estas crónicas que, durante un tiempo fui publicando en algunos diarios de Lima. Dado que no hay censura en los blogs, salvo que alguno no quiera leerlos, lo que también – afortudamente – es totalmente posible sin herir susceptibilidades, aquí les dejo la última de este año.EL ASALTO
Fulano lo sospechó inmediatamente: aquellos tenían toda la facha y la actitud de un par de adictos desesperados. Sin embargo, y como casi todos los homínidos de estas calles, supuso, por unos momentos, que a él no le iba a pasar, aunque todas las evidencias dijeran que sí le iba a pasar.
Como precaución, simplemente decidió apresurar el paso y abrirse un poco hacia la izquierda. Ese día, el sopor del verano era agobiante y la luminosidad solar reverberaba pegajosa y cegadora en los vidrios de algunos viejos autos y de los edificios – de los pocos que por allí tenían vidrios – . Fulano, miró a su alrededor como para medir sus posibilidades de escape. Su gesto no pudo ser más elocuente. Palideció. Había caído en una de esas calles de Lima en donde todo estaba dispuesto para el asalto: paredones extensos que cercaban depósitos, sólo algunas puertas completamente cerradas, basurales que semejaban pequeños montículos rumorosos de moscas.
Fulano entendió que el asunto era más grave de lo que había supuesto cuando notó que dos de los caminantes que iban delante de él – percatados de los salteadores-habían decidido cambiar de vereda. Ya es muy tarde, para mí, debió pensar. Por lo tanto decidió seguir su destino y esperar, si la suerte estaba de su parte, que aquellos fumones lo ignoraran por esas cosas raras que a veces tiene la suerte. Cuando ya estaban a unos metros de él, Fulano pudo verlos a plenitud y se dio cuenta de que ellos también lo habían visto y medido. Todavía pudo haber brincado a la calzada y cruzar a la otra calle evadiéndolos por unos momentos; sin embargo, como que se fascinó con aquellos individuos que se le acercaban. Era la primera vez que los veía con tanta atención y tan cerca: fantasmales, arruinados, embrutecidos. Vio que uno de ellos – al parecer el menos deteriorado – se fue adelantando. Todo estaba consumado. Ese mediodía de febrero, en las inmediaciones de la tercera cuadra del jirón Huanuco , él, fulano, iba a ser un individuo más en la incierta lista de gente maltratada por un robo. Masculló una maldición.
– Tío, – le dijo entonces el tipo que se había adelantado a su cómplice. Tenía los ojos azules y un gorro sucio de capitán de barco, como en las películas; la barba oxidada y sucia – un favorcito.
Fulano quiso ignorar aquella llamada, pero una mano firme ya lo había detenido. Miró entonces con terror que el otro individuo – más bajo, los ojos inyectados, y más sucio – también se había acercado. De pronto, ambos, lo tenían flanqueado definitivamente.
– ¿Eres sordo, tío? – le reclamó el del gorro de capitán – uno te habla educadamente, pero nada.
– ¿Qué quieren? – dijo Fulano, mal ocultando su miedo.
– Una ayudita para el combo, tío, nada más.
Luego, Fulano sintió como unas manos iban rebuscando los bolsillos de su casaca hasta dar con su billetera. Sintió el olor alcanforado de sus atacantes, mientras dos manos lo sujetaban contra una pared. Entendió nítidamente aquello de la humillación de los vencidos y se dejó hacer para que todo eso terminara de una vez. Vio cómo desaparecía el reloj de su muñeca y cómo sus bolsillos era esculcados desesperadamente.
En algún momento de esa interminable espera, algo en su mirada indicó que había calculado las posibilidades de una rebelión, sin embargo, fue apenas una luz rápida que se aniquiló ante la contundencia de la verdad.
Cuando los facinerosos terminaron su labor, Fulano parecía estar totalmente cansado. Miró a los individuos y luego miró la larga y desolada calle. ¿Y ahora?.
Entonces fue cuando escuchó la frase que terminó por confundirlo en ese medio día de su infortunio.
– Oye, déjale para su pasaje – dijo el de gorro marinero.
Fulano nunca estuvo seguro si lo que dijo a continuación fue una sorna – impropia de alguien arruinado por las drogas – o las palabras inconscientes de un remordimiento, también extraño. Lo cierto es que, antes de irse, el de los ojos azules le dijo, tan cerca que percibió su aliento a licor barato:
– Vete rápido, tío. Por aquí asaltan siempre.