Y SI EL SÁBADO GANAMOS,
YA NO IMPORTA
No soy un fanático del fútbol. Sin embargo, como la mayoría de homínidos, soy de aquellos que pueden disfrutar del espectáculo de un buen partido por hora y media y, además, regalarle otra media hora de vida en una charla post partido en donde, por fortuna, todos pueden meter su cuchara con opiniones de entendido en la materia.
Y esa puede ser una las razones por la que este es el deporte de mayor atracción en el mundo. Un partido de fútbol no solo implica la pasión desaforada de los jugadores sino que imanta a los que observan. Es decir, según como lo veo, son varios partidos los que se dan en torno a un encuentro de fútbol, en distintos planos, de distinta manera; pero siempre con el gol como el eje sobre el que descansa todo.
No soy un fanático del fútbol, pero, como casi todos, era de los que se ponían la camiseta de su país o se pintaba la frente con los colores nacionales o, como mínimo, agitaba su banderita cuando jugaba su selección. ¡Qué se podía hacer con esos sentimientos! No valía la pena racionalizarlos porque el fútbol es… eso: simple pasión irracional que nos despeja de toda odiosa racionalidad.
Mis amigos saben bien que para jugar y sudar prefiero el tenis, el frontón o el insípido esfuerzo de correr varios kilómetros sin que alguien me persiga. Pero, claro, todo cambiaba cuando jugaba la selección del país. En ese caso no hay excusa que valga y el fútbol era lo supremo y punto. Si acaso no se iba al estadio, se alistaba la casa para juntar a los parientes y a los amigos para sufrir los noventa minutos del juego con ellos. Por su parte, los restaurantes y bares se abarrotaban a esa hora y las novias o esposas, las más resignadas o las más amorosas, se sentaban al lado de sus hombres tratando de compartir ese extraño ritual de desaforo y griterío por 22 tipos corriendo tras una pelotita. Pero jugaba Perú y el corazón era blanquirrojo y en esos momentos hasta el himno nacional tenía un sentido de patriotismo inusitado.
No soy un fanático del fútbol, pero, como todos o casi todos, vivía la euforia del fútbol cuando jugaba Perú. Tal vez por eso, por ser tan solo un peruano más que de alguna manera sencilla era feliz cuando jugaba su selección, estoy molesto con la realidad presente. Esta que nos ha llevado a un terreno que va más allá de la apatía y está más cerca de la incomodidad. Hoy viernes que escucho por la radio que aun no hay ni cuatro mil entrada vendidas para el partido contra Venezuela, me molesto como muchos. Hoy que veo el cielo gris y lluvioso de Lima y sus calles con las entrañas abiertas por este arreglo descomunal, y que busco en el rostro de la gente esa antigua complicidad cuando faltaban pocas horas para el partido, no encuentro nada. Seguimos siendo los mismos transeúntes encerrados en nuestras cavilaciones y aburridos de los desvíos laberínticos de esta ciudad en reconstrucción; pero del partido ni el pelo de un perro.
Por eso supongo que el sábado, aunque gane o pierda nuestra selección, será un poco más de lo mismo. Hay algo que se ha perdido y que será difícil recuperar: la pasión y el cariño incondicional del aficionado por su selección. En ese sentido, no estamos molestos por no tener un equipo campeón que navegue en las aguas de las grandes ligas, eso se entendía con una miradita leve a las estadísticas. Estamos molestos porque nos quitaron la pasión, irracional es cierto, pero pasión por el fútbol de selecciones.
Mañana voy a extrañar tanto esos momentos de antes, tanto como extraño a quien me acompañaba pacientemente cada vez que jugaba Perú y me veía pasear por la sala cantando: Perú campeón, Perú campeón, es el grito que repite la afición... No hay derecho que nos hayan quitado la ilusión.