CUENTO
ESCLAVITUD
Voy a morirme esta misma tarde, nos dijo. Después, asumió ese gesto imperturbable que ya le conocíamos ¿En verdad lo crees?, le preguntamos, y él, sin la piedad de una mirada, apenas si movió la cabeza afirmativamente. No te mueras, padre, por favor, nos estremecimos, por esta vez renuncia a tus antojos. Sin embargo, él guardó un silencio inescrutable que, como siempre, nos apabulló.
La hora del almuerzo transcurrió silenciosa. La luz del sol matutino se filtró por entre los pliegues de las cortinas mal cerradas. Nuestro padre – odiosamente apacible – estuvo bebiendo su café de cada tarde, como siempre.
Pareciera que todo es una mentira como otras tantas, renegó en voz baja un hermano. En verdad, hubiéramos querido que así fuera. A pesar de toda su opresión, temíamos que nos haría falta desde el mismo comienzo de su ausencia.
Un retrato suyo colgaba de una pared: los pómulos rosados, el bigote pequeño y bien definido, el rostro de hombre bueno. ¿Cómo hacen los que retocan las fotografías para esconder a los demonios? ¿Qué haríamos sin él?
Cuando dieron las seis de la tarde y él seguía allí, igual que tantas otras tardes, con su presencia de domador, leyendo las hojas sueltas de un periódico, creímos que todo había sido una burla más.
Calma, nos dijo entonces, he dicho que voy a morir y así será, sólo es cuestión de que alguno de ustedes se decida.
A las siete de la noche, y cuando ya ninguno de nosotros sabía el paradero de los demás, entendimos, claramente, que el dominio de él aún continuaría más allá de la muerte.