Aquel día la niña intuyó que la pelea no tenía visos de alcanzar un arreglo, y en tanto hundía la cabeza en su closet y buscaba a disgusto la abominada malla roja se quedó pensando con quién le tocaría dormir esa noche. Pensaba en eso con la más absoluta calma, y de hecho no le daría demasiadas vueltas al asunto, pues al encontrar la malla, a la que insultó como si se enfrentara a un bicho vivo, se olvidó de todo. Además, sus padres, si bien seguían embarcados en su pelea, habían bajado considerablemente la voz. Apenas dejaban oír murmullos o algo que podían ser gritos sofocados.
Luego, tras colocar la malla junto a las zapatillas de ballet sobre su cama, Pilar emprendió una serie de quehaceres con la soltura y rapidez de una secretaria ejecutiva. Vació su mochila, ordenó sus lápices y cuadernos, reacomodó dos osos de peluche y una jirafa de plástico encima de su librero, y en un santiamén se sentó a su escritorio para resolver dos problemas de matemáticas y copiar en su cuaderno de francés un poema de François Villon. Acabado eso, encendió su computadora y puso el diskette de Prince, juego en el que estuvo absorta hasta que su madre salió de su dormitorio y le dijo desde la salita de estar:
–Pilarcita, ya es la hora.
La niña decidió matar a dos guardias del palacio donde se hallaba apresada la princesa antes de apagar la máquina, y se incorporó y se desnudó en un tris para ponerse de inmediato la malla y las zapatillas. Le encantaban sus zapatillas.
Al momento de mirarse en el espejo redondo de su tocador cambió de expresión. La malla le quedaba perfecta y estilizaba aún más su grácil figura. Delineaba la curva de su cintura y de sus bien formados glúteos, y se ceñía en el escote de tal manera que hacía resaltar su incipiente busto. Tanto su madre como sus amigas solían decir que, para una niña de once años, tenía un cuerpo bastante desarrollado.
Irguiéndose sobre las puntas de sus pies e inclinándose en una artística venia, Pilar sonrió como si agradeciera la ovación de un público fascinado con ella. Sus dientes, herencia de su madre, eran tan blancos como las palomas que se posaban por las tardes en la terraza del departamento. Pero lo que a ella le gustaba más de sí misma era su cabello suave y claro, del color de la miel, que era el mismo tono que tenía su tía Martha cuando no se pintaba de pelirroja sofisticada.
–Pilar, apúrate –insistió su madre.
La niña salió a la salita de estar y encontró a su madre sentada en el sofá, hojeando una revista.
–Ya estoy lista –dijo.
Entonces sonó el teléfono.
Sonó una, dos, tres veces, y sonó obviamente en todos los teléfonos del departamento, que eran uno de pared, instalado en la cocina, y dos inalámbricos, ubicados en la gran sala de la primera planta y en la pequeña de la segunda. Pilar estuvo a punto de contestar, pero repentinamente percibió que algo la detenía. Al parecer la empleada no había acudido a contestar, resolviendo aquella tensa situación, porque en ese momento se estaba cambiando el uniforme por ropa de calle para acompañar a la niña a la escuela de ballet.
Cuando el teléfono sonó por cuarta vez el padre irrumpió furibundo en la salita de estar, y se quedó mirando a su mujer, que se mostraba de lo más indiferente.
–¡Qué demonios pasa ahora! –gruñó–. ¿Están sordos? ¿Por qué no contestan el teléfono?
La madre tiró la revista al suelo y se cruzó de brazos.
–¡Mejor contesta tú, canalla! –replicó–. ¡Yo estoy harta de que me cuelguen!
A Pilar le pareció que sus padres se miraban ahora como dos boxeadores que acababan de subir al ring, y que a lo mejor una de las próximas timbradas les podía sonar a ambos como la campana que daba inicio a otro round.
–¿No quieres contestar? –la mujer lo estaba retando con una mueca burlona–. ¿No te atreves?
Antes de que terminara la frase, el padre avanzó a largas zancadas hasta el teléfono y levantó el auricular.
–¡Aló! –bramó, pero en seguida se apaciguó–. Sí… sí, Solange… un momento –y miró a su hija–. Es para ti.
Pilar corrió hacia el teléfono.
–Gracias, papi –dijo y se puso a hablar con la loca de Solange, una compañera del colegio que siempre le pedía ayuda desesperadamente para resolver la tarea de matemáticas.
Rió con su amiga, le dio las explicaciones pertinentes y, al cabo de un momento, se despidió de sus padres agitando una mano en el aire y salió del departamento.
Hora y media más tarde, cuando regresó, sólo se oían las voces del televisor que estaba en el dormitorio de sus padres y el canturreo de su mamá que preparaba un postre de mango en la cocina.
Pilar estuvo un buen rato sin saber qué hacer y se animó finalmente a encender el televisor de la salita de estar. Vio un programa de dibujos animados acerca del rey Arturo y Sir Lancelot, y luego el capítulo de una telenovela venezolana que abandonó un poco antes de la mitad porque le dio hambre. Bajó a la cocina, tomó un yogurt líquido de la refrigeradora, lo bebió sin respirar y le preguntó a su madre, quien ahora se mataba de risa hablando por teléfono con una amiga, si es que podía servirse postre de mango.
–Todavía le falta helar, pero si te provoca…
–Me provoca –dijo Pilar, y no se tardó mucho en devorar una porción de ese postre que le parecía delicioso.
Así, en fin, con una cosa y otra, dieron las nueve de la noche y su madre le avisó que ya era hora de bañarse e ir a la cama.
–Y alista la ropa que te vas a poner mañana –añadió.
La niña separó las ropas y cuadernos con los que al día siguiente se iría al colegio, se bañó, se puso piyama y, al salir del baño, constató que casi todas las luces de la casa estaban apagadas, excepto la lamparita de la mesa de noche que iluminaba el lado que correspondía a su padre. Manteniendo la TV encendida, su padre leía un libro tan gordo como la Biblia, recostado en la cama, y sólo reparó en que su hija se encontraba en su habitación cuando ésta, de pie y contemplando las imágenes de una película, le preguntó intrigada:
–Papá, ¿Jesucristo tenía esposa?
–¿Esposa? –pestañeó su padre ante el libro que mantenía ante sus ojos.
–Esa mujer le ha dicho que ese bebito es su hijo.
Con un brusco movimiento el padre aventó el libro sobre su pecho y miró el televisor.
–No, no, no es así –rió su padre, incorporándose–. Ese hombre no es Jesucristo, sino Espartaco, un esclavo rebelde que pretendió liberar a los esclavos de Roma.
Kirk Douglas agonizaba crucificado en la vía Apia mirando a la hermosa Jean Simmons, que cargaba en brazos al que hacían pasar como su sonrosado vástago.
–¿Y también murió en una cruz?
–Sí, como muchos otros… mira, mira, ahí se ven otros esclavos que fueron crucificados. Así se castigaba a la gente de esa época.
–¿O sea que ese esclavo pudo ser Dios?
Su padre dio un respingo:
–¿Dios?… Bueno, no es que hubiera podido ser Dios por el mero hecho de que lo crucificaran… –el padre se detuvo a pensar, rascándose con un dedo la punta de la nariz–. Aunque eso pudo haber pasado. Espartaco, de alguna manera, también fue un dios, no como Jesucristo, por supuesto, pero la gente durante muchos años lo recordó y lo llevó en su corazón…
La niña observaba en silencio a su padre con cara de no saber si entendía bien lo que había oído, y este reaccionó en forma sumamente festiva y alborotada mirando su reloj:
–¿Qué hora es? ¡Uy, ya es muy tarde, Pilarcita! ¡Es tardísimo! ¡A dormir se ha dicho!
Y repentinamente se presentó su mamá.
–Quiero mi almohada –dijo entrando a la alcoba, vestida ya con su polo de dormir, y llevándose la almohada de su lado, de manera que tanto Pilar como su padre supieron que la mamá no dormiría en la habitación matrimonial.
Sin pensarlo dos veces, Pilar trepó de un salto a la cama y se coló con gran entusiasmo entre las sábanas, apropiándose del control remoto de la TV. Su madre le dio un sonoro beso en la mejilla y salió de la habitación. Su padre, mientras tanto, dejó su libro en la mesa de noche y apagó la lamparita. Padre e hija, como dos niños traviesos, se echaron juntitos bajo la luz azulada y parpadeante que provenía de la pantalla, mirando la infinita sucesión de imágenes diversas a causa del zapping que Pilar acostumbraba llevar a cabo. Tras recorrer treinta y tantos canales de cable, paró en seco ante el noticiero de un canal peruano. Las imágenes de un incendio en La Victoria, con gente llorando ante sus pertenencias quemadas, capturó algunos minutos su atención. Pero pronto su padre pareció aburrirse y bostezó y le quitó el control remoto y cambió de canal.
Pilar no protestó, porque ya se sentía adormilada. Le dio un beso a su padre y se tapó la cara con la almohada, pensando en esas cosas que pensamos todos, desordenadamente, cuando nos alistamos para dormir después de un día movido. El partido de básket de la mañana, las bromas de Solange, el postre de mango, la tarea de matemáticas, Espartaco y los teléfonos de su casa timbrando sin que nadie los conteste.
¿Quién podía llamar y colgar? Pilar tenía once años, pero no se creía ninguna tonta. Ha de ser una mujer, se dijo. Una de esas mujeres que se enamoran de los papás. Sin embargo, consideraba ridículo que su madre se molestara con eso. Ella estaba segura (pues su padre se lo había dicho una noche, jurando ante la luna que todo lo que decía era cierto) que las únicas mujeres que él de verdad amaba eran ellas, su hija y su madre, siempre y cuando ésta última no estuviera en esas épocas en que se ponía frenética por cualquier cosa. Pero, como estaban las cosas, Pilar sentía que no podía hacer nada y se preguntaba: ¿Cuánto tiempo tardan las personas en comprender lo que les pasa? ¿Por qué tienen que demorarse tanto?
En algún momento, pensando en eso y oyendo por ratos uno que otro diálogo de película, Pilar se quedó dormida, en tanto su padre seguía aburriéndose y bostezando frente a la TV y, por consiguiente, reanudando un zapping tan o más maniático que el de su hija. Todo le interesaba un cuerno. Vio un fragmento de un programa de genética, la escena erótica de una peliculilla sin mucho vuelo, tres goles de un resumen internacional entre equipos que desconocía y, cuando ya estaba por resignarse a apagar, sucedió algo maravilloso. Algo que lo catapultó a una grata efervescencia y por un instante le hizo llevarse una mano a la boca y mirar embelesado la pantalla.
–¡Caray! –murmuró el padre–. ¡Es María Callas!
Era ella, sin duda. Imponente y majestuosa, sola su alma en el centro de un amplio escenario, cantando como en un sueño un pasaje de La Traviata, esa parte delicadísima y a la vez de gran temperamento que es Addio Del Passato.
La emoción de ver a su diva favorita lo hizo sentarse en la cama y subir tres líneas el volumen, aunque sin arriesgarse a llevarlo al punto de que pudiera despertar a su hija. Y como que, ¡plop!, se le fue el sueño. Se despejó, se despabiló por completo, sintiendo todos sus sentidos funcionar a la máxima potencia. María Callas estaba ahí, en una noche probablemente milanesa –el escenario tenía las trazas de ser La Scala de Milán–, y también en una cálida noche limeña, con él o ante él, cantando con quietud y suaves ademanes, mirando al público con sus ojazos griegos y dramáticos, peinada con un moño alto, vestida de largo y con estola de la misma tela del vestido, y enjoyada como una reina o como una diosa, con apenas un collar de una vuelta y unos aretes, pero ¡Dios mío, qué aretes y qué collar!, estaban hechos de diamantes enormes, verdaderas rocas llenas de luz estelar que emitían guiños y chispazos cegadores debido a los reflectores que iluminaban a la diva.
La mujer era fea, sí, hay que decirlo, pero él sentía que la amaba y la veía hermosa. Si su hija le hubiera preguntado en aquel preciso instante si era cierto que las personas que más amaba eran ella y su madre, el padre tendría que rectificar y diría: “Te amo a ti, a tu mamá y a María Callas”. La Callas, a su juicio, tenía la voz más perfecta, poderosa y emotiva que hubiera oído nunca. Por eso mismo la amaba. Porque era alguien tan extraordinario, tan intenso, tan especial, o bien porque su amor era una mezcla de devoción y agradecimiento por el placer que le daba saber que existía un ser viviente con una voz que acariciaba como el terciopelo de las flores.
El documental era en blanco y negro, no se veía en buenas condiciones y las cámaras enfocaban a su objetivo desde lo que tal vez debía ser una suerte de palco bajo. El padre calculó que podía datar del año 1956, año de temporadas muy exitosas, pero de pronto se enteró, gracias a unos subtítulos, que había sido filmado en 1952 y, en efecto, tal como había sospechado, en La Scala de Milán. La Callas terminó su intervención y comenzó a agradecer los infinitos aplausos que le dispensaba el público. Un leve movimiento de cabeza y una media sonrisa era todo lo que hacía. Aquí les dejo esta migaja de mi genio, pobres y pequeños mortales, leía el padre en la vaguedad de aquella media sonrisa.
Y sin transición, apareció un ama de casa, hablando con voz imperiosa, chillona y eufórica, y recomendando el uso de una marca de detergente. Era una de esos centenares de jóvenes señoras –todas ellas le parecían intercambiables– que siempre aparecen lavando ropa, las manos mojadas en bateas rebosantes de espuma.
–¡Malditos comerciales! –masculló el padre, retirándose las sábanas de encima. Se levantó y echó a caminar de un lado a otro por su dormitorio, muy excitado, en tanto Pilar, ya sin la almohada tapando su cara, dormía plácidamente–. Bueno, pero esto quiere decir algo. ¡Esto quiere decir que el programa va a continuar! –y pegó un brinco de felicidad.
¿Qué seguirá? ¿La misma ópera o acaso pasarán una parte de otra performance famosa? ¡Le daba igual! Lo que anhelaba el padre a esas alturas era ver más, oír más, ya que casi nunca propalaban en la TV estos viejos momentos de gloria, la gloria genuina y grandiosa del bel canto, y no esos remedos de éxtasis a lo Pavarotti, donde predominaban el artificio, los micrófonos y los descomunales amplificadores de sonido. ¡Pero aquí, no! ¡Aquí la Callas cantaba solamente a fuerza de diafragma y de garganta, y teniendo por todo altoparlante su voluptuoso pecho de matrona altiva y sufriente, solitaria ánima de un templo en ruinas del Egeo!
Algo más de dos minutos duró la tanda de comerciales y otro tanto le tomó al presentador, un gordito bajo, amanerado y melindroso, anunciar a la teleaudiencia que la leyenda llamada María Callas, la prima donna assoluta, la más brillante soprano que quizá jamás haya existido, iba a regalarnos con otra pieza musical que sólo ella supo plasmar en toda su magnitud y esplendor. ¿De qué les estoy hablando?, preguntó el presentador con un brillo pícaro en su mirada de gordito. ¡Ah, no se los diré! ¡No quiero privar a los conocedores de que se digan a sí mismos qué es lo que tienen el privilegio de oír! Y de sopetón volvió la Callas.
El padre adoptó una actitud de expectativa que lo hizo sentarse en la cama y entrelazar ansiosamente los dedos de las manos. Y durante un segundo su cabeza sería un torbellino de ideas. Se alegró de ser propietario de una TV estereofónica, lamentó haber enviado dos días atrás la videograbadora a que le hagan el mantenimiento de rutina y, ¡diablos, cómo no se le ocurrió antes!, se arrepintió de no haberle pasado la voz a su esposa, que si bien no era una vibrante aficionada como él, las veces que fueron juntos a la ópera había dado la impresión de sentirse bastante más que satisfecha.
“¡Tengo que avisarle!”, pensó levantándose como impulsado por un resorte. “¡No quiero que mañana diga que soy un odioso egoísta y que nunca pienso en ella! ¡Una cosa como esta merece que ceda en mi orgullo e intente una reconciliación”. Y salió corriendo rumbo al otro dormitorio.
Sin encender la luz, avanzó a tientas en la penumbra y le tocó un hombro moviéndola con apremio:
–¡Lorena! –susurró–. ¡Lorena, despierta!
La madre abrió los ojos y se llevó una mano a la cabeza:
–¿Eh?
–¡Lorena, es algo importante!
–¿Qué pasa?
–María Callas está cantando en la tele –dijo el padre con atolondrada efusividad–, y es un documental sobre sus mejores momentos…
La madre alzó la cabeza como un gallo de pelea:
–¿María Callas? –indagó, dubitativa.
–Sí.
–¡Y me despiertas para decirme que María Callas está en la tele! –se encrespó.
–Pero Lorena…
–¿Eres imbécil o qué? –la madre hablaba ahora a grito pelado–. ¿No sabes lo que me cuesta conciliar el sueño?… –y se dio una ágil y violenta media vuelta en la cama, dándole la espalda–. ¡Lárgate de aquí!
–Lorena…
–¡Lárgate, idiota!
El padre en ningún momento estuvo a punto de perder los estribos. Se sintió más bien perplejo, libre de sentimientos que pudieran suponer rabia o reproche, o bien dominado por una extraña sensación de desconcierto, la cual dicho sea de paso se posesionó de él durante los segundos necesarios como para permitirle reconocer desde lejos la melodía de la TV y también la voz de sueño de su hija, que acababa de despertar a causa del breve altercado.
–Papi… –llamó Pilar, confundida.
–Ya voy, mi amor –repuso el padre, ensimismado. Y de inmediato, en tono quedo, exclamó: –¡La Gioconda!… Suicidia! In Questi Fieri Momenti! (Mencionar el pasaje de esa sublime obra de Ponchielli y salir pitando hacia su dormitorio resultó siendo entonces la misma cosa.)
Incorporada a medias, amodorrada, Pilar vio que su padre regresaba como una tromba a su dormitorio y se deslizaba en la cama, con la mirada en la TV. Lo veía y, a su vez, miraba lo que él veía. Su padre sonreía, observaba la TV, alzaba las cejas con gesto trágico, volvía a sonreír y por ratos temblaba como si tuviera el cuerpo estremecido por escalofríos.