En Madrid, España. Exactamente en las hermosas instalaciones de estilo republicano de la Casa de América, cuatro escritores peruanos y tres escritores colombianos tuvieron una larga conversación sobre un tema tan ingratamente común en nuestros países: La Literatura y Violencia en América Latina.
La mayoría de nuestro países latinoamericanos tiene una larga y amarga experiencia violentista. La violencia política (que ha arrastrado por años a miles de personas por el fango de la miseria y la muerte), la violencia social, la violencia económica. El constante asecho de la muerte que llega desde cualquier parte y por cualquier razón siempre sorprendente, a veces ridícula. Es verdad que la literatura es vista como un sensor constante de estos acontecimientos y que se espera que ella refleje la vida, pasión y muerte de cada día. No hay que demandar una obligación a quien no la tiene.
Jorge Eduardo Benavides, Fernando Ampuero, Alonso Cueto y Fernando Iwasaky fueron los peruanos que expusieron sus ideas sobre esta suerte de mala sombra colectiva de Latinoamérica. Por lo que he leído y luego he escuchado de algunos amigos que anduvieron por allá. Se dejó presente que la literatura no tiene, necesariamente, que convertirse en un reflejo fidedigno de la violencia. Es cierto que quien escribe está alerta a lo que sucede y que no puede, como persona, mantenerse indiferente ante la violencia que se vive en cualquiera de sus facetas (y vaya que la violencia tiene varias caras); pero que esto no es, necesariamente, el núcleo de la creación literaria.
«Los escritores peruanos y colombianos que acudieron a Casa de América, sin embargo, no aceptaron que los encasillen en ese modo de entender el rol del escritor. Todos, incluso Juan Gabriel Vásquez y Jorge Benavides, autores con una obra de marcado tono político, rechazaron esta percepción. «Un escritor debe tener absoluta libertad para elegir los temas de sus libros», dijo Benavides. Y Vásquez acotó que la literatura ha de ser el «bastión de la libertad y que la mejor manera de escribir una novela política muchas veces depende del tratamiento de soslayo de la cosa política, con lo cual no se perjudica el desarrollo de una buena historia» Dice Fernando Ampuero, desde una nota que recojo del blog de Gustavo Faveron, Puente Aéreo.
De allí mismo, destaco otros fragmentos interesantes: Benavides consideró que era mejor hablar de una «literatura de diagnóstico» y no de una «literatura de denuncia», y compartió conmigo mi «pesimismo con ilusiones», tanto para asumir la vida y la literatura, agregando que aquellos que se declaran «optimistas por lo general son gente mal informada». Cueto señaló incluso que un escritor puede ser político sin hablar para nada de política. Con lo cual yo agregué que la novela Un mundo para Julius, con sus universos de patrones y empleados domésticos tan tajantemente separados, era el mejor ejemplo de ese tipo de novela política que no habla nunca de política.
Fernado Ampuero ha tenido la cordialidad de permitirme colocar la ponencia que presentó en dicho encuentro. Creo que es una buena manera de despertar en quienes me leen la reflexión siempre necesaria sobre la violencia y el papel que puede tener la literatura en esta desgracia colectiva.LA MUERTE TIENE SESENTA MIL CARASPor Fernando Ampuero
La violencia, ese impetuoso trance del ánimo por el que las personas ceden a la ira, nos recuerda siempre que pertenecemos al mundo animal. Las bestias irracionales, cuando rugen y muerden, lo hacen por hambre, miedo o necesidad de resguardar su territorio; los humanos, como se sabe, revestimos con argumentos propios de nuestra especie tales sentimientos primarios. Desde el bíblico Caín, que ardía de celos frente a su hermano Abel, la quijada de burro es un péndulo eterno que define nuestro paso por el tiempo.
La violencia en el Perú, como expresión colectiva, es muy similar a la que existe en otras partes del mundo. La sociedad peruana, mestiza, pluricultural y, sobre todo, tercermundista, cuenta con motivos que responden a su contexto histórico: diferencias étnicas, económicas o ideológicas, las cuales se traducen de diversas maneras pero que a la larga apuntan más o menos hacia lo mismo: rechazo al abuso, a las hegemonías de un injusto orden político o social, así como la negación de espacios que permitan diluir los prejuicios de orden cultural y racial, y los atavismos mondos y lirondos.
A diferencia del mundo musulmán, la discusión religiosa –la manera de imaginar a Dios, junto a los deberes que le debemos a esta gloriosa fantasía humana–, no nos enfrenta.
A los peruanos, creo yo, nos enfrentan una serie de discordias, frustraciones y resentimientos de larga data. Tan antiguas que, para muchos, ya son una herida que jamás cierra. Nuestras desavenencias comenzaron antes de la peruanidad propiamente dicha. Quiero decir, precedieron a la conquista española. El imperio incaico, una cultura de espléndidos ingenieros líticos y con gran poderío bélico, dominó a otras culturas del antiguo Perú, los Nazcas y los Chimus, entre otros, reconocidas hoy como exquisitos centros de civilización en la costa, pese a tratarse de culturas que rendían culto a dioses sanguinarios como el presunto Dios marino Aipayec, el degollador de los mochicas, pero que sin embargo revelaban a la vez un avanzado desarrollo artístico y tecnológico. Los incas actuaron como los romanos hicieron con los griegos. No los destruyeron, sino que asimilaron esa cultura, aprovechando su notable creatividad, y, tras sojuzgarlos, los incorporaron al imperio. Las culturas pre-colombinas fueron sorprendidas durante estas guerras internas por la llegada de los españoles. Y estos, según cuentan los cronistas, cosecharon tempestades: contaron con la resentida colaboración de los indígenas costeños, quienes darían información a los españoles sobre los invasores incas. Naturalmente, las culturas precolombinas, a su vez, no eran solo un gentío de finos textileros, orfebres y estetas. También se mataban entre ellos, en trifulcas de señoríos, como lo atestiguan los ceramios y los murales de las huacas.
Indudablemente, eso sí, la conquista española acarreó un desastre mayor. Ya no era un mero lío de invasores locales. Los antiguos nativos debían fajarse ahora con invasores foráneos, que los atacaban con cañones atronadores, toda una ruptura de moldes, y, ni qué decir, España no actuó como Roma con la Grecia clásica, ni como los incas con las culturas costeñas del Perú. Las huestes de Francisco Pizarro vinieron a llevarse el oro de las Indias y a extirpar idolatrías. Derritieron los hermosos ídolos de oro de los dioses indígenas y los convirtieron en lingotes. A cambio de tanta rapiña, nos entregaron su idioma, su religión y sus bellas artes. Fundaron ciudades e instauraron métodos modernos de matar al prójimo.
Es difícil, a estas alturas, juzgar lo que aconteció entonces en el Perú. Pero yo tengo una teoría: pienso que, desde que el primer español se amancebó con una india por estos nuevos reinos, no solo nació el primer mestizo en territorio inca, dando lugar a la progenie que convirtió a ese territorio de América en el país que somos ahora, sino que también apareció en la historia uno de los seres más desconfiados del mundo: el peruano.
No hay individuo más desconfiado que este mestizo sudamericano. Los peruanos desconfían de todo. Los han engañado tantas veces, y de formas tan variadas, que ya no creen en nadie. El andino prodiga miradas torvas y el selvático sonrisas taimadas; pero quizá nada supere la desconfianza del costeño, maestro de la suspicacia. Piensa mal y acertarás, dicen los peruanos de la costa con triste y agónica sabiduría. No obstante, el exponente más fino y desarrollado, el escéptico por antonomasia, reside en Lima, zona costera que constituye el núcleo del poder. Un limeño, bien macerado en rumores y chistes venenosos, no te cree ni lo que comes: es alguien que desconfía hasta de su sombra.
¿A qué viene esta personalísima teoría? A que ella, de alguna manera, explica la actitud de los peruanos, seres en permanente colisión con su mundo. El Perú, que es todas las gamas de su mestizaje, nos une y nos separa. Se nos presenta como un territorio hostil, donde campea el cinismo y escasean las oportunidades, en tanto aplasta los sueños de sus habitantes. El Perú, por lo tanto, nos llena de resentimientos, pero, humanos al fin, también de ilusiones. Somos pesimistas con ilusiones, escépticos con expectativas.
Yo soy un mestizo peruano que habla en castellano. En el Perú se habla un centenar de lenguas y dialectos, pero los principales son el castellano y el quechua. El quechua, hasta dónde se sabe, no ha tenido escritura. Los pocos textos que existen en quechua son una castellanización de su fonética. Yo, hispanoparlante, me dedico a la literatura: escribo cuentos y novelas, y lo hago, en efecto, con el idioma del último invasor victorioso, que es, para un tercio del país, la lengua del opresor, de la clase dirigente dominante. Esta forma de ver las cosas, maniquea, polarizada al cien por cien, responde a una arraigada convicción: nuestros gobernantes, gentes invariablemente formadas en la mentalidad del provecho propio, han repetido hasta el hartazgo la conducta del expoliador español. Y a pesar de que hoy vivimos en un régimen político democrático, nos falta mucho para integrar el país en esa forma de gobierno. La democracia sólo tendrá sentido algún día en el Perú cuando las mayorías constaten que la justicia y la igualdad son bienes fraternalmente compartidos.
Con este preámbulo, en fin, pongo mis dudas en vitrina. Yo no sé si en el Perú se puede hablar de una literatura de la violencia, o si lo correcto es hablar simplemente de literatura. Violencia siempre hubo, y no se distingue mucho de la acontecida en otras latitudes. Hubo violencia en las cabezas trofeos de los Paracas y en las cabezas reducidas de los jíbaros. Hubo violencia asimismo, por citar hitos de nuestra historia, en las grandes sublevaciones indígenas, la guerra de la independencia, la guerra del Pacífico y las decenas de cuartelazos o golpes de estado durante los casi dos siglos que tenemos como república emancipada. La violencia, de hecho, no es que más que el énfasis a un punto de vista. La necesidad de orden y de fijar reglas busca precisamente atajar el jaque constante de ese énfasis. A tal punto nos ha sumido la violencia en el caos, y este en la violencia, que en el siglo XIX una famosa banda de salteadores de caminos, encabezada por el negro León Escobar, ingresó como si tal cosa en los salones de Palacio de Gobierno. El bandolero Escobar, fugaz símbolo de su época, se fumó un cigarro repantigado en el sillón presidencial.
¿Esto generó una literatura? No lo creo. Generó más bien un sentimiento de autodefensa, mezcla de desconfianza y buen humor. Más allá de las crónicas y las reseñas de nuestros historiadores, no afloraron grandes cuentos y novelas en el siglo XIX. Tal vez, eso sí, generó un peculiar estado de ánimo, propicio para afilar nuestra percepción. Y eso podría explicar la existencia preponderante de autores como Ricardo Palma, Alfredo Bryce Echenique, el Mario Vargas Llosa de Pantaleón y La Tía julia, el Julio Ramón Ribeyro de Tristes querellas en la vieja quinta, el Jaime Bayly de sus novelas y entremeses y el gran talante de agudos cronistas y humoristas con el que muchos peruanos curamos las tristezas.
Incluyendo al inca Garcilaso, nuestro primer escritor nacional, la literatura peruana es una crónica de la realidad. De ella se nutre la lira satírica de la Colonia y el costumbrismo del siglo XIX, formas de realismo virulentas y amables al mismo tiempo, y de ella además se desprende nuestra narrativa, pasando por el indigenismo y la novela urbana, las dos grandes vertientes que han definido el Perú literario del siglo XX.
Ahora bien, nuestro acendrado realismo, naturalmente, fue un vehículo para exponer las situaciones indignantes (y por cierto muy violentas) que se vivían en el país, cosa que está muy bien desarrollada en los relatos de Enrique López Albújar, Ciro Alegría, José María Arguedas y Manuel Scorza, el canon de toda la literatura con vocación de denuncia de nuestras generaciones posteriores.
Sin embargo, hay a estas alturas una serie de cuentos y novelas recientes, aparecidas entre los años ochenta y principios de siglo, que se ha dado en llamar la literatura de la violencia política. Se refieren con eso a obras que narran historias acontecidas durante los años de la barbarie terrorista que desataron Sendero Luminoso y el MRTA. ¿Estamos en verdad ante una corriente literaria, como sostiene la crítica, o es que tan solo los autores peruanos recogen los acontecimientos que les ha tocado vivir, tal como lo han hecho antes? Tal vez sea lo último. En lo que a mí respecta, yo escribí entonces, según parece, el primer cuento, o uno de los primeros cuentos, sobre esta terrible guerra interna. El cuento se tituló “El departamento” y narraba las desventuras de un individuo que tuvo la mala fortuna de arrendar un departamento en el que antes se había alojado un sospechoso de terrorismo.
Escribí ese relato – lo recuerdo bien – porque estas historias eran algo que yo veía más de cerca que otras personas. El fenómeno terrorista era mi rutina, mi material de trabajo, ya que en esos años, en mi habitual tarea periodística, dirigí el programa televisivo Uno más uno y, posteriormente, ocupé la subdirección de la revista Caretas. Trasladar esa cruenta realidad del periodismo hacia la literatura no fue otra cosa que un tránsito bastante natural. Yo no estaba haciendo literatura comprometida, cosa que jamás ha sido mi intención, sino literatura a secas. Es decir, recreaba una circunstancia dolorosa que ocasionó muchas muertes (tal vez para entenderla mejor).
¿Y cómo me explico entonces este inesperado brote de tantos cuentos y novelas sobre la violencia? Por el mismo criterio con el que mañana podríamos juntar un conjunto de obras sobre otra temática específica, la adolescencia de los peruanos o las dificultades para encontrar trabajo, digamos. Crecer y pelear por un quehacer digno –la adolescencia y el desempleo– son también dramas en el Perú, y de esto hemos escrito mucho. Somos un país lleno de jóvenes y que además registra un 70 % de empleo informal. Hace años se hizo una encuesta en la ciudad de Lima, a propósito de la inmensa devoción que despertaba una santa popular, Sarita Colonia, y, cuándo preguntaron a sus fieles qué milagro les había hecho, la mayoría respondía: “me consiguió trabajo o le consiguió trabajo a mi hijo”. Vivir en una sociedad, donde el hecho de conseguir un trabajo se considera un milagro, puede darles una idea del nivel del desequilibrio social que afecta a tantos peruanos.
A todo ello, el Perú literario, a lo largo del siglo XX, entró en una fase de madurez. O para decirlo con la ironía del poeta Martín Adán, la literatura peruana dejó de ser finalmente un invento en varios tomos de Luis Alberto Sánchez. Hay, pues, un país literario, con diversas preocupaciones, y una de ellas, ciertamente inevitable, ha sido y es la violencia política.
Y es que el terrorismo de los años ochenta e inicios de los noventa constituyó para el Perú una experiencia traumática. Matanzas indiscriminadas (tanto del terrorismo como de las fuerzas armadas), apagones, bombas y asesinatos selectivos, secuestros, masivos desplazamiento de poblaciones, pérdidas económicas, escasez de agua y alimentos.
De toda experiencia traumática sale generalmente una literatura interesante y valiosa. (Surgiría en esta ocasión, a fines del siglo XX, aunque no curiosamente tras la ya mencionada guerra con Chile, de fines del siglo XIX, habiendo sido también ese conflicto un enorme trauma nacional, pues el Perú fue saqueado e invadido por varios años. ¿Por qué no se noveló esa guerra? ¿Porque no se escribe de las derrotas nacionales? ¿O acaso porque estas no duelen tanto como las guerras entre hermanos, las guerras civiles?)
No obstante, las experiencias traumáticas traen asimismo una literatura partidista y panfletaria, con un interés ajeno al arte narrativo. Nosotros tenemos de las dos, pero pienso que nuestros autores, incluso aquellos que dejan flamear banderas en su corazón, tienen la calidad suficiente como para que algunas de sus obras literarias se sostengan. Lo que no se sostiene, en cambio, son varios de sus artículos y sus declaraciones a la prensa. Un conocido escritor, por ejemplo, tropieza hasta en la terminología básica, un desliz francamente inmoral. Al referirse al terrorismo habla de la “guerra popular”, utilizando los falsamente justificativos términos del senderismo. Ya el crítico y estudioso Gustavo Faverón le ha hecho ver con toda razón que, para referirse al Holocausto, al exterminio sistemático de los judíos en la Segunda Gran Guerra, nadie en su sano juicio emplea el término nazi “La solución final”.
Como los demenciales nazis, el terrorismo de Sendero, que tomó lo peor del maoísmo y que postulaba una revolución cultural entre los peruanos, planteó la barbarie como un método para afiliar seguidores. Si el pueblo o los campesinos no se plegaban a su credo, los mataban. Asesinaban al mismo pueblo por el que supuestamente pretendían luchar. Pero ahí, desde luego, no quedó la cosa. Lo mismo, lamentablemente, haría muchas veces el Estado, las fuerzas armadas encargadas de combatir al terror, tal como lo revelara el periodismo en su momento y luego la Comisión de la Verdad y Reconciliación tras la caída de la dictadura fujimorista.
Durante esos convulsos años recuerdo haber conversado en privado con un afligido militar, que estaba horrorizado por lo que pasaba en las serranías del país. Desesperado en su lucha contra un enemigo invisible, y frustrados por no conseguir resultados satisfactorios, me contó que los Operativos de Limpieza del Ejército, acatando una estrategia infame, solían barrerlo todo para asegurarse de eliminar terroristas. Los operativos, en los que buscaban medir la lealtad de la población, se hacían en los pueblos y en los caseríos. El comando enviaba una patrulla a un pueblo y esta sacaba a los pobladores de sus casas, los cuadraba en una larga fila y los amenazaba con sus Fal, exigiéndoles vituallas y alojamiento. Los pobladores, asustados, les daban de todo. Pero unas semanas más tarde, en ese mismo pueblo, aparecía otra patrulla, aunque esta vez sin vestir su uniforme de reglamento. Enmascarados con pasamontañas y vistiendo ropas civiles, iban disfrazados de terroristas. Y si los pobladores se comportaban igual, dándoles vituallas y alojamiento, su suerte estaba echada. Todos los que daban comida a los terroristas eran considerados cómplices. Es decir, la patrulla fusilaba a todo el pueblo, incluyendo mujeres y niños. Y ese operativo lo repetían en otros pueblos.
Creo que esta historia del Operativo de Limpieza da cuenta cabalmente de la tragedia que padeció un pueblo que tuvo que vivir entre dos fuegos. La barbarie rondó a diestra y siniestra, las heridas aún no cicatrizan, y los escritores cuentan, recrean y reflexionan sobre lo que nos sucedió y hasta sobre lo que nos podría suceder.
Los escritores que me acompañan en esta mesa han tocado el tema con gran perspicacia en algunos de sus relatos, Jorge Eduardo Benavides en La noche de Morgana, y Alonso Cueto, en Pálido cielo y en La hora azul, esta última ganadora del prestigioso Premio Herralde de novela. También lo han hecho, con anterioridad, autores destacados como Mario Vargas Llosa en Lituma en los Andes, Miguel Gutiérrez en La violencia del tiempo, y a ellos se suma una importante legión de narradores de todo linaje que ofrecen diferentes modos de asomarse a dicha tragedia. Julio Ortega con su Adiós Ayacucho, Luis Nieto Degregori con Vísperas, Oscar Colchado con La casa del cerro El Pino, Guillermo Niño de Guzmán con Una mujer no hace un verano, Pilar Dughi con El cazador, o bien narradores más jóvenes como Daniel Alarcón en Guerra a la luz de las velas y Santiago Roncagiolo en Abril Rojo. Hay incluso dos muy importantes antologías que reúnen textos literarios sobre este asunto: El cuento peruano en los años de la violencia de Mark R. Cox y Toda la sangre. Antología de cuentos peruanos sobre la violencia política de Gustavo Faverón. Todos estos libros, y sin duda muchos otros con méritos diversos, revelan atisbos o bien miradas detenidas sobre la violencia, sobre sus causas y consecuencias, sobre la enorme miseria y desolación que ha sembrado a su paso.
En tal concierto de voces, yo, como escritor, me siento realmente un tanto al margen. La violencia política, así como la corrupción, me hace trabajar para el periodismo incontables páginas, pero en mi obra de ficción, salvo uno que otro cuento, éstas figuran más bien como una latencia, una ingerencia tangencial o un insoslayable telón de fondo, ya sea en las historias de mis personajes de origen burgués, que pululan en una burbuja, o en aquellas de mis personajes marginales, más expuestos a la descarnada realidad. Y ello, a lo mejor, se ajusta a las luces y sombras de mi visión del país. Yo no lo puedo decir, claro está. No tengo la distancia para semejante ejercicio. Pero en todo caso, pensando en quienes sí puedan decirlo, les puedo asegurar que, en mi lado literario, opto por utilizar la única brújula legítima en medio de la niebla: una desconfianza que se quiere honesta, junto a una actitud de solidaridad, libre de prejuicios, lo más próxima posible a mi modesta percepción de la coherencia y de lo que podría ser la verdad.
Cosa difícil, considerando la avalancha de autores que escriben sobre la violencia. ¿Quién posee la verdad? Todos y ninguno, como siempre. La muerte tiene miles de caras –sesenta mil caras ha contabilizado la Comisión de la Verdad–, y cada escritor, me parece, solo ve algunas de ellas. En cada rostro de nuestros muertos, por una u otra razón, se leen motivos de sobra para discrepar o para aliarnos. La prensa, la sesuda investigación académica, el ensayo literario, aunque parezcan los géneros más adecuados para hurgar y desentrañar ese misterio, nos llevan por lo común a nuevos desacuerdos. El cuento y la novela, por el contrario, son más abiertos, quizá porque las más de las veces se trata de textos que en vez de decir prefieren sugerir, y por esa vía iluminan con mejores luces los pasajes más oscuros. En esto, me parece, estamos casi todos. Muchas gracias.