«La vida sin dueño». Editorial Alfaguara. 2016. Fernando de Szyszlo ha sido el primer libro que he leído en el arranque de este nuevo año. Debo anotar que fue una grata experiencia, una lectura que se pareció más a una conversación con el autor, a quien no he tenido el honor de conocer personalmente, pero que he seguido, en su labor artística, con mucha admiración. Con las restricciones del caso, claro: tanto por mis limitaciones en el tema de la pintura como por el hecho de que mucho de su obra ha sido exhibida y valorada en el extranjero. Ahora bien, de lo primero, de esas limitaciones interpretativas que algunos sentimos cuando estamos frente a un cuadro que simplemente nos estremece, pero que no logramos verbalizar, resumo unas frases tomadas del propio libro: No hay nada que comprender. El arte hay que sentirlo. No hay una explicación racional. Una obra que necesita un cartel que la explique no merece ser llamada obra de arte.
Esa sensación de grata conversación con el pintor a la que me refiero, se debe – en otras razones – a lo bien escrito que está libro. Seguro que en ello contribuyó Fietta Jarque, quien colaboró con el autor en la redacción de este libro de memorias. Por supuesto que también está la calidad humana de Fernando de Szyszlo que deja constancia de una gran sinceridad en cada capítulo de sus memorias, una sinceridad que va de la mano con la ternura y la nostalgia por todo lo vivido a lo largo de nueve décadas. La lectura de sus memorias, divididas en diecinueve capítulos, arranca por una afirmación que anuncia el núcleo del libro y la justificación de una vida: Soy pintor. Esas dos simples palabras le dan sentido a mi existencia.
Después de ese enunciado, todo fluye con naturalidad y el lector ya tiene claro el mundo que va a recorrer. Habla de su infancia y sus afectos, no siempre bien llevados; los recuerda a veces con un toque de pena, como nos sucede a tantos de nosotros. Habla de los personajes que conoció y de los que no conoció, pero que marcaron mucho su vida así como la de su familia: Me refiero a su tío, el escritor Abraham Valdelomar. Luego nos lleva por sus andanzas en el barrio de Santa Beatriz (que yo recorro tres veces por semanas por motivo de trabajo) y nos instruye sobre la sorprendente cantidad de peruanos ilustres que vivieron por allí, entre esas casas de corte republicano que en estos años recientes van siendo demolidos, lentamente, para dar paso la verticalidad de las nuevas viviendas: me impactaron nombres como los de Javier Sologuren, Augusto Salazar Bondy, José María Arguedas. Aunque hay una larga lista de personajes importantes que desconocía que había vivido por allí a mí me llamaron más la atención los nombres vinculados con la literatura. En este punto, De Sizszlo anota: La literatura fue también importante en mi formación”. Sin embargo, la frase que más impactó dice: Todo por el arte. Un combate por la vocación y el destino. Un camino, un andar y andar sin pausa. Una búsqueda de algo desconocido y jamás expresado…
No intentaré hacer un resumen de todos los capítulos, aunque me gustaría. Tal vez, me gustaría más conversarlo con algunos de mis amigos, con aquellos con quienes nos hemos formado mientras hablábamos de los grandes, de aquellos que le dieron nombre y celebridad a varias décadas del siglo veinte. Fernando de Szyszlo da cuenta de muchos de esos nombres ilustres que conoció y de quienes aprendió. Pero yo diría que los menciona sin vanidad, sino, más bien con ese orgullo un tanto juvenil que lo hace ver casi como un admirador que se arrepiente no haberles pedido otro autógrafo más por culpa de la timidez. Nombres como el de Octavio Paz, con quien trabó una gran amistad o de André Bretón, Georgette Vallejo, aparecen junto a otros personajes que marcaron la pauta artística del siglo XX, que señalaron los nuevos rumbos que el arte tomó. Conmovedor.
En otros capítulos, habla de sus afanes más directos con la pintura, de sus tendencias, de sus simpatías con el surrealismo, con lo abstracto; de su distancia con la pintura figurativa; de su aprendizaje. Hay un momento en donde señala su inquietud por vincular sus tendencias con las raíces artísticas prehispánicas. Hallar el camino para buscar una voz interpretativa de ese pasado a través de su concepción de la pintura. Para Fernando de Szyszlo – entiendo – el interés no está en imitar figurativamente los colores y las formas prehispánicas (eso sería artesanía, sin ánimos de menosprecio), sino reinterpretarlo sin perder el espíritu que animó a los artistas de ese fascinante pasado andino.
He contemplado muchas veces, y por largo rato, muchos de sus cuadros, porque había quedado hechizado por esa coloración y formas que parecían capturar el espíritu del mundo prehispánico.
Habla de sus manías como pintor, de sus métodos de trabajo, hace confidencias íntimas de cómo pinta. Como dije, conversa fluida y sinceramente de su vocación de pintor.
En otros capítulos aborda temas más personales, más difíciles: la muerte de su hijo – que es un nervio muy sensible que recorre toda la obra -, de su relación con la poetisa Blanca Varela y lo hace con una honestidad que conmueve; habla de amigos entrañables como Mario Vargas Llosa. También da cuenta de sus reconvenciones, de sus resentimientos. Y como señala en algún momento, hay una edad en donde ya no importa otra cosa que la honestidad de los sentimientos, equivocados o no, exagerados o no: lo importante es contarlo como se siente y punto.
El libro busca cerrar su itinerario con un viaje hacia uno de sus lugares preferidos: Paracas. Y mientras se acerca el inicio de ese viaje, menciona como transcurre su vida, y habla de su esposa actual Lila Yábar, e indica las razones de ese amor aún intenso por ella y que fortalece su presente: Es más, permite que aparezca una carta personal de su esposa dirigida a la viuda de Joaquín Roca Rey. Una carta que es un testimonio transparente sobre la firmeza, las dudas y la confianza del amor. En verdad, es un toque delicado que da cuenta que la pasión no envejece con los años, para nada.
Fernando de Szyszlo es un artista que se ha consolidado sobre la base de su propio arte. La pericia y propuesta de su obra la ha conseguido – como el mismo afirma en su libro – con un enorme e incansable trabajo. Señala que por lo menos debe haber pintado tres mil cuadros. Tal vez no sea santo de la devoción de todos, pero es innegable la validez de su obra. Él seguirá pintando hasta el último momento, seguirá diciendo lo que piensa, seguirá manejando autos de buena marca y seguirá yendo a lugares de ensueño como Paracas. En una de las últimas frases de su libro- cuando arranca el auto que lo llevará a un nuevo viaje – cuenta que quisiera sacar la mano por la ventanilla para tratar de coger el viento con sus manos.
Recomiendo la lectura. Y todo aquel que haga arte – de la rama que sea – seguramente sentirá esa grata conexión con las palabras de un hombre que vive para lo suyo: pintar.