NOSTALGIA POR LOS BEST SELLER
Jorge Eduardo Benavides Supongo que a estas alturas muchos, muchísimos de ustedes, ya habrán leído al menos la primera de las novelas de Stieg Larsson, ese fenómeno editorial que se enseñorea en el horizonte literario mundial con una intensidad poco frecuente. Supongo, en todo caso, que ya habrán leído las miles de palabras que se han escrito al respecto en foros, chats, blogs y periódicos digitales y de papel, de manera que nadie creo que se haga ilusiones respecto a la novedad de mis opiniones sobre el particular. Pero como yo terminé de leer la primera novela de la saga Millenium recién ayer por la tarde, me quedó una sensación un poco nostálgica respecto a estas novelas tan sugestivas e intensas que son -o suelen ser– los best sellers. Porque leyendo las peripecias de Mikael Blomqvist y Lisbeth Salander recordé mis lecturas de primerísima juventud, esas que son una transición entre el último Julio Verne y el primer Milan Kundera, por decirlo así.
Me refiero a esas novelas de espías y adustos burócratas del telón de acero, de valiosos microfilms y falsificadores cultísimos, de agentes secretos algo nihilistas y envenenamientos en la Europa Central que nos brindaban Frederick Forsyth, o John le Carré. Pero sobre todo recordaba las de Arthur Hayley e Irving Wallace, voluminosas novelas de tramas bien urdidas y complejas, de personajes más bien livianos que casi no entorpecían la acción y se limitaban a ser escritores que fumaban pipa, habitualmente altos y solitarios, inteligentes y un pelín desencantados, vamos, como salidos de una novelita del Cosmopolitan, pero que funcionaban a la perfección en un argumento bien urdido y estudiado hasta el mínimo detalle. Esas novelas de seiscientas páginas (hoy todo el mundo se asombra de que una novela tenga seiscientas páginas…) que uno devoraba principalmente en los veranos, pero también en cuanto arañaba unas horas a otras ocupaciones, eran ficciones que uno sentía honestas, que detrás de las tramas y peripecias había un escritor preocupado en contar lo mejor posible su historia, que se había pasado meses y meses investigando cómo funcionaba un hotel, un aeropuerto, el comité Nobel o la enrevesada jerarquía en la Casa Blanca, y entonces el lector veía alzarse ante sus ojos la minuciosa edificación de un universo si no complejo, al menos bien elaborado, y así nos dejábamos ganar por la historia.
Pero después no sé que pasó y aquellos viejos escritores de best sellers dieron paso a otros que más bien fueron un chasco, improvisados imitadores de tramas endebles y tópicos usados a granel, con personajes fascistoides e historias deslavazadas que se nos caían de las manos. Supongo que también ocurrió que muchos empezamos a apreciar en otras novelas la certidumbre de que el mundo no se dividía en buenos y malos, que las conjuras de los templarios eran inexistentes y que los rosacruces eran unos viejitos inofensivos, que el verdadero horror era algo más serio que asomaba en otros autores y que ahora disfrutábamos empecinados en tramas que exigían de nosotros algo más que el disfrute tibio de una lectura veraniega. Y por eso abandonamos los best sellers.
De allí, quizá, que leer a Larsson ha sido como volver a disfrutar de un placer olvidado y más bien juvenil, con héroes y villanos, con el bien triunfando sobre el mal, lo cual es un respiro. Y como brillaba un sol inusual en Madrid, el recuerdo de esas viejas lecturas ha sido más intenso. Larga vida a los buenos best sellers que no dan más que lo que ofrecen.