Pienso. Un hombre me interviene cuando estoy sentado en la pantalla de una computadora de una cabina pública. Me habla muy bajo, pero con una voz determinante. Me pide que le escriba un texto. Le digo que no, que estoy ocupado. Las cabinas están a medio llenar, la música de una radio deambula muy débil por el ambiente. El encargado, un hombre gordo y abúlico, medio dormita sentado cerca de la computadora principal. Nadie se da cuenta de lo que está pasando en la cabina número doce, la más escondida. El hombre vuelve a insistir con demasiada autoridad y yo estoy con la viada y aun no tengo miedo, por lo tanto, me vuelvo a negar con aplomo y casi con desprecio. “Le conviene, amigo”, me dice luego “Hágame caso, le conviene”. Lo miro bien. ¿Cómo podía ser que a esa hora de la tarde se aparezca un tipo a pedirme con tono de amenaza que le redacte una carta.? Vuelvo a mirar a mi alrededor: nadie se había inmutado. Entonces siento que aquél me ganó por intimidación. No estoy seguro si el bulto que se camufla bajo su chompa a la altura de la cintura es un arma, pero él hace toda la pose como para creérmela. Finalmente acepto. Entonces me pone una mano en el hombro como para tranquilizarme y me indica lo que pretende. Y yo pienso que eso me tomará sólo un rato y que lo mejor es dejar pasar el mal rato lo más pronto.
Entiendo que el servicio y mis guardias tan constantes nos tenían separados por mucho tiempo; pero eso ya lo sabías desde que aceptaste estar conmigo. Calla por un rato. Sus ojos se turban. ¿Cuál era el otro nombre de Camila? ¿Se llamaba en verdad Camila? Escriba. Aceptó que es difícil estar con un hombre de mi ocupación. Sé que pocos creen que los de uniforme podemos enamorarnos. Pero a veces sucede que nos enamoramos, como yo lo hice de ti. ¿Usted también piensa que los policías somos una mierda? Paro de teclear: No. Y él: ¡Si cómo no! ¿Por qué hay gente que se mete con la mujer de otro? Se ofusca ¡Carajo! ¿No hay suficientes mujeres por allí? Me mira directamente y presiento que me odia, que me lo va a decir, que no entenderá razones, que yo tampoco las entiendo bien; casi vaticino que va a sacar el arma. Y yo no estoy seguro de Camila.
La traición, Margarita, es lo que más duele, más que un balazo. La confianza que se le empieza a tener a alguien. ¿Entiendes? Me mira. No sé si me está dictando o me está preguntando. No es fácil creer en alguien. Aquí es la selva y cada quien es un pendejo que está buscando sacar provecho y uno tiene que vivir sin creer en nadie. Cierra los puños. Su rostro sigue impasible. Solo sus ojos casi inyectados lo delatan. Por lo demás, pareciera que su rostro no ha aprendido a entristecerse. Yo pienso en Camila y en la estupidez de no haberle preguntado más sobre el novio que tenía. Ella tan solo me dijo una tarde: sí te acepto, ahora somos enamorados, y te quiero. Ahora el hombre me mira otra vez. Suspira. Se queda un largo rato en silencio como como cavilando. Luego dice: No vale la pena.
Guarda su pañuelo. Me pone la mano sobre el hombro. Déjelo así. No vale la pena. Pensaba mandárselo a su correo, pero no vale la pena. Gracias por la molestia. Me vuelve a mirar pero como si ya estuviera alejado: Teniente Silva, de la comisaría de Magdalena del Mar para cuando guste. Adiós.