Reynaldo Santa Cruz
Escritor peruano de la generación del ’90.Ha publicado: La muerte de Dios y otras muertes (1990), El arte de Escribir, Introducción a la narratología (1998), El Evangelio según Santa Cruz (1998), sus cuentos aparecen en varias antologías en América y Europa. Culminó sus estudios de sociología con la tesis «Lo real maravilloso, en busca de la identidad perdida», tiene además un posgrado de Literatura Latinoamericana en el Centro de Investigaciones Filosóficas de la Casa de las Américas, en las áreas de «las literaturas indígeneas después de la conquista» y Tería de la recepción en Juan Rulfo». Ha dirigido los talleres «Técnicas para escribir un cuento» en el Museo de Arte de LIma, Euroidiomas, Asociación Teatro Estudio Latinoamericano, Asociación Cultural «Libro Abierto», entre otros. Actualmente combina su actividad literaria con la docencia en el área de Literatura.
UNA NOCHE EN EL PARAÍSO
El cuerpo de Eva es sacudido por las arremetidas de Adán una y otra vez. El sudor se desliza desde su cabellera desmarañada hasta los flancos de su rostro hermoso y juvenil.
Un aroma emerge de la comunión de ambos cuerpos, un aroma indefinido, intenso, que impregna a todos los objetos de la habitación con un vaho espeso y lascivo.
Eva clava las uñas en el pecho de Adán y forja extraños arabescos mientras lo arenga con pasión. El sudor sigue su trayectoria y bordea el cuello y los hombros perfectos, asemejándose en su recorrido a un riachuelo platinado.
Adán sonríe con suficiencia y mantiene impetuoso el ritmo de su cintura, sincrónico.
Eva gimotea y mueve la cabeza hacia los lados en un impulso involuntario. Sus facciones se contraen cuando cierra los ojos y la punta de su lengua pretende borrar la marca del pecado de sus labios.
El sudor se precipita, ahora multiplicado en varias líneas luminosas por la curva de los senos y transita extasiado por la aureola y los rígidos pezones.
«Por haber hecho esto, maldita seas entre todas la bestias y entre todos los animales del campo. Andarás arrastándote y comerás tierra todos los días de tu vida».
Génesis 3
Adán, de pronto, extrae su sexo encendido y se retira con rapidez, riendo. Eva, como un pez recién capturado, aún se agita en un espasmo incontenible y abre los ojos con desmesura. El la mira irónico y ella implora con ademanes expresivos la prolongación del rito.
El sudor no se detiene ante el desafío que significan las costillas zarandeadas por una respiración irregular y continúa imperturbable, dejando tras de sí, una débil estela, similar al rastro de un caracol.
Eva no culmina todavía sus reclamos, cuando Adán se dirige hacia ella con el miembro espumoso y enhiesto, blandido como una pica. Un chillido obsceno revela lo certero de la embestida y se convierte en la señal que reanuda el juego de los cuerpos. Ahora, las manos de Adán estrujan los pechos firmes y se deslizan en círculos armónicos, mientras sus caderas mueven a Eva con ágiles rotaciones.
El sudor arriba al vientre terso de ella y la agitación de este hermoso cuerpo no impide que la travesía prosiga inexorable, rumbo a la espesura del pubis.
Adán modifica la ruta de sus manos y las conduce velozmente hacia los cabellos ondulados y larguísimos. Se aferra a estos con tal vehemencia que consigue arrancar un manojo. Al mismo tiempo una variedad de sonidos guturales se combinan en un afiatado contrapunto.
«Enviará Dios sobre ti hambre y necesidad y echará su maldición sobre todo lo que tus manos toquen, hasta que seas exterminado y perecerás en poco tiempo».
Deuteronomio 28
El sudor no se detiene jamás y penetra en la jungla. La senda es accidentada, pero él es implacable. Su fulgor aparece y desaparece por entre el vello y la piel, después escala el monte de Venus con serenidad.
Las piernas de Eva no se deciden por una posición, tan pronto figuran extendidas y tensas en un ángulo amplio, similar al de un compás, como también dobladas, oprimiendo los senos con las rodillas. Un rayo de sol se filtra por los vacíos de la persiana y cae perpendicularmente sobre la espalda de Adán.
Ella se ve elevada por el vigor masculino, que la ha levantado por el dorso, y para no interrumpir el vaivén que taladra sus entrañas, se prende de la nuca de Adán. El peso es grande, obliga a un esfuerzo, hasta que él consigue sentar a Eva en sus muslos.
El sudor ingresa también a la guarida húmeda y roza los labios en un largo beso. Al borde del abismo siente como deja de ser él para convertirse en una amalgama de fluidos, y se pierde en las profundidades enrojecidas en un descenso lento y pesado.
Eva soporta la primera estocada y aunque trata de instalarse mejor, es muy tarde, ya la imponente lanza empuja hacia arriba sin descanso y los músculos de Adán se inflaman. Los pechos brincan en un ritmo insólito y los gestos de ambos revelan un caos de sensaciones.
El lecho rechina en la unión de las patas y los soportes, incapaz de ser ajeno al temblor que lo somete, y su crujido se rinde ante los gritos de Eva.
«Ves lo que hacen, las grandes maldades que la gente comete en este lugar para alejarme de mi santuario. Pero vas a ver pecados mayores».
Ezequiel 9
Adán alardea de su poder y hace girar el cuerpo de su pareja, obligándola a una postura animal, similar a la de un cuadrúpedo. Ella acepta la variante con docilidad, y es doblegada por los caprichos de su verdugo infatigable.
Inesperadamente Eva se rebela, toma la iniciativa y empuja hacia atrás con tal fuerza, que Adán mantiene su posición a duras penas.
Engarzados de este modo, los dos cuerpos se revuelven sobre la cama, alternando la supremacía con rápidos desplazamientos. El cobertor azulado se desliza hacia la alfombra y prepara la caída de la pareja.
Ya en el suelo, cálido y tupido, Adán impone su fortaleza, aparece como un jinete inmisericorde que jala de los cabellos femeninos como si tirara de unas riendas y consigue encaramarse sobre Eva. Esta aunque se resiste, queda inmovilizada por la violencia de la penetración y pronuncia un quejido largo. Adán cabalga cada vez con mayor furia y articula un gruñido que paulatinamente se hace más intenso.
«El hombre que quedó impuro y no se purificó, será exterminado de entre los suyos, pues ha manchado el santuario de Dios».
Números 20
Los gemidos y gritos se entrelazan en un concierto desigual y anuncian la proximidad del fin. Los cuerpos se mantienen vibrantes y unidos de tal manera, que asemejan un ser mitológico. De pronto, la rapidez y precisión del hombre se extingue y su rostro revela una emoción extraña mientras abre y cierra la boca. Se aparta súbitamente, buscando detener la inundación que parece provenir de todas las células de su cuerpo, pero ya es muy tarde. Un líquido blanquecino y espeso salpica por todas partes, rociando la espalda de Eva y se precipita como una lluvia intermitente por su cabello y su nuca.
Ambos yacen en la cama de la confortable habitación. Ella mirando al espejo para descubrir a una pareja unida por lo clandestino, y él fumando un cigarrillo con delectación.
El tiempo recupera su dinámica para los dos, así que deciden vestirse.
«Cuando rezan con las manos extendidas, aparto mis ojos para no verlos; aunque multipliquen sus plegarias, no las escucho, porque hay sangre en sus manos».
Isaías 1
Eva se pone la túnica marrón, luego, la toca almidonada, y se asegura una cadena que sostiene un gran crucifijo. Adán la mira arrobado mientras se cubre con la sotana negra y termina por colocarse el cuello blanco y rígido.
Afuera, las campanas repican en la catedral.