Roberto Bermudez Grau (Lima 1987) Estudió Educación en la Universidad Federico Villarreal. En 2012 obtuvo el primer puesto en los Juegos florares de su facultad. Alista su primer libro de cuentos. «La Pampa» es una aproximación a un mundo de violencia, pero también de ilusiones compartidas, la búsqueda de una identidad a veces en sombras, en constante movimiento, donde los personajes luchan desesperadamente por encontrar un lugar.
—Allá viene —dijo Monzón— señalando el cerro. — Vamos a ver.
Elástico, Pacheco atravesó la cancha de tierra y dejando atrás una calle oscura, penetró en la Alameda. Unos segundos después todos estábamos reunidos.
Pacheco observó a sus compañeros con gravedad. Era un muchacho menudo, de piernas delgadas y ojos diminutos, muy hundidos. La carrera había congestionado su pecho y su respiración era intensa. Su frente brillaba de sudor.
—Eulogio ha tomado La Pampa—dijo, muy rápido. El muchacho alzó los brazos, pero los dejó caer de inmediato, en señal de derrota.
— ¡Han colgado banderas! —.
Corría brisa, la neblina se había adelantado. Alrededor de la Alameda algunos postes estaban encendidos y una súbita claridad revelaba el deterioro de las veredas, los árboles, el sinuoso camino hacia el cerro.
Detrás de mí sentí una presencia que avanzaba. Era Ricardo.
—Eso no es posible—dijo. —La pampa no tiene dueño — ¡Es de todos!—. Hubo unas arengas tibias.
Era verdad. El arenal donde estaba insertada La Pampa, formaba parte de una extensión de tierra estéril, situada a mitad de camino, entre el Cerro y la Fábrica, en el límite del colegio España. En otra época, en La Pampa se organizaban campeonatos relámpagos o kermeses y en Fiestas Patrias funcionaba un circo comunal. Pero desde hacía un tiempo, Eulogio había convertido la zona en tierra muerta, por donde era imposible cruzar sin recibir invectivas o amenazas.
—Eso no es lo peor—dijo Pacheco. Sus ojos se detuvieron delante de mí: me odiaron.
—Tu hermano está con ellos— ¡Es un perro!
— ¿Andrés? —
—Sí —dijo Pacheco— furioso— ¡Tu hermano!
Sentí la mirada de todos, como un cuchillo macizo que me atravesaba.
—No es posible—dije.
Enseguida recordé: La noche anterior, Andrés había venido hasta mi cama. Todo su cuerpo estaba rígido y me miraba desde la puerta, sin pestañar, como a un insecto.
—“Pronto no habrá terreno”—dijo Andrés—. Avanzó con esfuerzo, tocando la base de la cama con los dedos. A pesar del tono de su voz, monocorde, sin luz, su semblante era altivo. Sonrió con insolencia. Del bolsillo del pantalón extrajo una hoja de metal que sujetó unos segundos. Luego la dejó caer sobre la cama.
— ¿Y eso?— le dije. Era la primera vez que veía una navaja.
Andrés se recostó en la pared. Sus ojos habían recuperado ligeramente su vivacidad pero su voz seguía siendo oscura.
—La calle—dijo Andrés— no es un lugar seguro. Tomó la navaja y la aproximó a la ventana. En la breve claridad pude ver mejor: era una hoja sin brillo, gastada en la superficie por el uso. Andrés se recostó en la pared. Sus ojos parecían imantados por el metal, absorbidos por una fuerza invisible que emanaba de su centro.
—Estás perdido—le dije.
Andrés se levantó sin decir nada. En la oscuridad, solo vi su sombra desaparecer detrás de la puerta.
Ricardo se adelantó de un salto. Enérgicos, sus brazos abiertos dominaron el grupo.
— ¿Y las otras secciones? — Necesitamos el apoyo de todos.
Pacheco volvió a hablar.
—Miranda quiso oponerse—. — ¡Lo han masacrado!—
— ¿Miranda? —
—Sí —, repuso Pacheco—
—El cholo Miranda no es cualquier cosa, comentó Monzón. Es mechador, de los más recios.
Oscurecía. El grupo avanzaba en silencio hasta el Jirón Madera, bordeando el “Mercado Modelo”. Del otro lado de la vía, incansable, un río de vehículos inundaba la avenida Alcázar.
—Me haré cargo—dije. No hay más remedio. — ¡Andrés va a escucharme, tiene que hacerlo!—
Ricardo se había vuelto sin violencia. Lo sujetó del cuello.
— ¿Estás loco? —. Andrés ya no entiende razones, ¿lo has olvidado?
Bajo la presión que ejercían sus dedos, todos mis músculos estaban tensos. Entonces vi el rostro de Andrés: aparecía junto al de Eulogio. Luego, ambos avanzaban hacia mí, pero justo antes de tocarme, una oscura mancha los absorbía.
—Cálmense, dijo Monzón— en un tono humilde—No peleen. —Todos están empinchados. —
—Miranda está herido—dijo Pacheco—, le han dado en el orgullo. Hoy tuvo que ir a clases moreteado.
Ricardo tomó la palabra. Habló con determinación.
—Hay que avisar a las demás secciones—. Eso primero. —Nos reuniremos mañana.
— ¿Aquí? — Preguntó Pacheco.
—No— repuso Ricardo, sin mirarme. —Aquí no— En el Paseo de Aguas, a las siete.
Una breve y menuda garúa moja las veredas y las casas de quincha, despinta las fachadas. Bajo el cielo sin nubes, las calles se sumergen en una atmósfera gris. Los transeúntes resbalan sobre la berma y por seguridad eligen caminar por la pista, sobre la grava. El grupo cruza las últimas cuadras del Jirón Trujillo sin hablar. A medida que avanzan encuentran a su paso escolares y obreros, policías que hacen turno en la comisaría, vendedores ambulantes absorbidos por letreros luminosos. Una vez que han atravesado el Jirón Chiclayo el tramo es libre: los transeúntes ambulan en sentido contrario, se dirigen al centro. El grupo se detiene solo al cruzar la Alameda:
—Miren—dijo Monzón. Apuntando al Colegio de Mujeres—Ya salen las ratas—.
En efecto, las puertas del colegio de mujeres se abren y de inmediato una multitud de estudiantes atraviesa el patio que las separa de la calle. Vistas de lejos, igualadas por el uniforme, la multitud parece tener un solo rostro.
Las muchachas recorren el perímetro de la Alameda, observan con sutileza las esquinas, se comunican en señas, permanecen unidas. Solo en las arterias aledañas, el río de blusas y faldas se disgrega y toma distintos rumbos.
Mientras ellas avanzan, raudas pandillas de muchachos que esperan en la Alameda, abandonan las frías bancas de mármol y se ponen en marcha. Los pasos inseguros, se afirman en la tierra y avanzan con determinación.
(El apelativo de ratas no era gratuito y debía su fama a una leyenda: según esta, al caer la noche, cientos de roedores abandonaban sus escondites para ambular por el viejo edificio, formando una cuadrilla maciza de ojos brillantes, que se confundía con los muros grises del colegio)
Durante el verano había sido Andrés quien me iniciara en abordar a las chicas.
Eran días calurosos en los que el sol ardía bajo unas nubes delicadas, que parecían trazadas a mano.
Llegábamos antes de la salida, de modo que disponíamos de toda la Alameda. Nos instalábamos al final del corredor, detrás de los arbustos, en la pileta que da a la puerta posterior y mira hacia al convento de “Los descalzos” (un rectángulo atizado de hongos, poco profundo que alguna vez tuvo azulejos)
—Es muy importante la ubicación —decía Andrés—Bien ubicado puedes conocer todos sus movimientos— ¿Te das cuenta? con un par de días basta. Luego ya puedes hacerle el habla.
Andrés era didáctico y su voz no se apuraba y siempre estaba sonriendo.
— ¿Cómo es posible? le decía yo. Así todo parece fácil. ¿Y si estando allí, me achico?
—No hay que intimidarse— decía Andrés. Es lo peor. Fíjate:
—Te plantas bien delante de ella, nunca las manos en los bolsillos, —eso las hace creer que eres choro—. —Sonríes, pero no mucho y dices: —Hola—.
Si ella se ríe, sigues, sino, te disculpas. Y dices muy serio: Amiga espero no molestarte—.
—Ah, decía yo, divertido—Parece fácil. Andrés se reía a carcajadas.
—Qué hora es—dijo Monzón. Espero que Pacheco cumpla.
—Cálmate—repuso Ricardo— Apenas son las siete. Estamos en hora.
—Sí Andrés está con ellos no hay nada que hacer—comentó Monzón—con aire triste.
Andrés había estudiado la primaria con nosotros, en el “San Juan Macías” y había sido durante años el capitán del equipo de fútbol. Ricardo lo admiraba.
Hacía solo un año que Ricardo y Andrés lideraban el grupo. Los partidos de la liga distrital eran victorias fijas y el nombre de nuestro equipo voceado por los vecinos: “Unión Rímac”. Los sábados, después de entrenar, nos reuníamos en “El Hatuchay”, para jugar billar o al sapo.
Cuando Andrés se fue del grupo, todos estábamos deprimidos, pero más Ricardo. El equipo no volvió a puntear la tabla y se acabaron las reuniones de los sábados.
En cuanto a Andrés, desde que empezó a juntarse con Eulogio ya no era el mismo, nos trataba de lejos.
—“No me junto con chibolos”—decía. —. Su voz se volvió amarga y a veces, cuando estábamos en casa ya no lo reconocía; no saludaba, tiraba las cosas y respondía con lisuras.
Una vez mientras cenábamos mi madre le dijo: Tu hermano necesita un sol, para tareas. Él respondió: —No cuentes conmigo para eso— dejé el trabajo. Y añadió: —“La plata está botada en la calle”—“Que aprenda a recogerla. Es muy fácil”—.
En las noches, abandonaba su cama y salía a tientas, con rumbo desconocido y solo volvía al amanecer.
Pacheco apareció por una curva con un grupo de muchachos. Eran más de diez. Traían odio.
A la cabeza iba Miranda. Enseguida nos dimos cuenta: tenía el pómulo hinchado y la barbilla cruzada de arañones.
Ricardo se aproximó y el círculo lo rodeó en seguida. Empezaba a oscurecer: a lo largo de la alameda, detrás de las rejas negras, las estatuas parecían detenidas en una postura trágica.
Pacheco me miró a los ojos. Al encontrar los suyos moví los labios:
—Conchatumadre—
—Quédate tranquilo, Miranda—dijo Ricardo. Haremos algo.
—Hoy han llegado más—informó Pacheco. Traen carros, debe ser algo grande. No han sacado las banderas.
—Eso quiere decir que piensan quedarse—. Las banderas no son juego.
—Sí—dijo Monzón—, con fastidio. Es tradición vieja. Cuando un grupo cuelga sus banderas no hay cómo sacarlos.
— ¿Qué es lo que hacen? preguntó uno de los muchachos que venía con Miranda. —Hay movimiento—.
—Trabajan para El Viejo —Eulogio se siente intocable. —Viene gente de todos lados a comprar sus porquerías.
—Desgraciados— dijo Monzón. Hacen lo que quieren y al que se acerca, lo revientan.
Miranda, que había estado en silencio, tomó la palabra. Sus brazos se desenvolvieron con agilidad, didácticos, acompañaban sus palabras con dinamismo:
A la salida del colegio, los muchachos de su sección habían intentado jugar una pichanga.
Cuando cruzaban la curva que lleva a La Pampa, un aluvión de piedras les cerró el paso. Entonces decidió actuar. Esa misma noche había ido solo a buscar a Eulogio.
Este lo vio a lo lejos
—No cambias, Miranda—dijo Eulogio. —Siempre fosforito.
Pero no había sido él quien lo atacó. Miranda evitó mirarme.
—Andrés— dijo Eulogio. Enséñale a esta basura qué es ser hombre.
Oscurecía pronto. Desde el Cerro hasta el Viejo Puente, raudas nubes negras llenaban el cielo en un respiró trazo uniforme. Miranda el aire mojado del invierno y sintió cómo su respiración se aceleraba.
Andrés se acercó moviendo los hombros. Alto y atlético, muy moreno, tenía la mirada cansina, como de viejo.
—La Pampa tiene dueño ahora, Miranda—gritó Andrés—Qué mierda quieres.
—La Pampa no es de nadie—contestó Miranda—que yo sepa.
Luego peleamos —dijo Miranda— peleamos por varios minutos.
Uno de los compañeros de Miranda habló:
—La pelea había terminado, no tenía sentido seguir—. Andrés lo pateó en el suelo, es un animal.
—Pon atención— dijo Eulogio— y él oyó su voz desde el suelo
—“Ricardo es un buen muchacho— —Inteligente. —El Viejo está dispuesto a olvidar el pasado, si nos da la mano”. Avísale—Ya sabe dónde encontrarme.
Habíamos llegado hasta la curva. Las últimas tiendas cerraban sus puertas, y solo unos cuantos transeúntes ambulaban por el jirón Madera. Seguimos por una calle sin luz. En la esquina, bajo un árbol había un viejo Dodge abandonado. Nos detuvimos.
—Bueno— dijo Ricardo. Hasta aquí. ¿Quién está conmigo?
—Es una trampa—dijo Monzón. Está claro.
—Lo que está claro es que esto no puede seguir así—dijo Pacheco. Alguien tiene que enseñarles a esos desgraciados que no son intocables.
— ¡No vayas! — insistió Monzón. El viejo y su gente son maleantes, no creen en huevadas.
—Eulogio quiere dar el salto—dijo Ricardo. —Ya lo esperaba, —jugar al maldito—.
Ricardo había encendido un cigarrillo. Debido a la intensidad del viento, el humo formaba una telaraña que envolvía su rostro en una nube siniestra. Después de varias pitadas enterró el cigarro en el suelo. Habló otra vez.
— Al que no puedo comprender es a Andrés—El humo del cigarrillo había sensibilizado sus pupilas y sus ojos brillaban.
—Andrés está perdido—dijo Pacheco. —No vale la pena—.
—No es por fregar —dijo Miranda, pero ya es la hora—. —Hay que apurarse—.
—Sí—replicó Monzón, mirando el cielo. Pronto no habrá luz—. Hubo un silencio breve. Ricardo avanzó resuelto en dirección al Cerro y lo seguí.
••
Corría brisa, las nubes pasaban muy bajo y sobre ellas se divisaba la gran cruz; levantada sobre una explanada de piedras pulidas. De noche, cuando se encendía el alumbrado, un cerco luminoso rodeaba la cruz de hierro y sus brazos ardían como un sol nocturno. Al filo del camino, la lluvia había hecho brotar plantas y los pies resbalaban.
—Tengan cuidado—dijo Monzón—está todo mojado.
—Llegaremos por la curva—dijo Ricardo. Luego, directo hasta La Pampa.
—Lo mejor es tomar el Cerro—repuso Miranda. —Estratégico—. No esperarán vernos del otro lado.
Bordearon La Fábrica a paso raudo. Cuadras largas y oscuras, un camino empedrado, un mercado, casas de adobe sembradas en la falda de Cerro. En otra época, Andrés y Ricardo lideraban desde allí las excursiones hacia el Mirador.
Nos reuníamos al romper el alba y hacíamos el ascenso en grupo, descansando en cada estación, donde había una pequeña cruz, grabada con números romanos. Andrés iba al frente, el índice señalando el camino. La voz de Ricardo se desbocaba:
— ¡No se detengan hasta la cruz! —
Con estrépito, íbamos hacia arriba con los brazos abiertos, gritando, luchando contra el viento que bajaba en dirección contraria golpeándonos los brazos, cegándonos. Andrés era el primero en llegar. Cuando los otros alcanzaban la cima, él los esperaba con los brazos abiertos, sudoroso. Empinado sobre el Mirador, sonreía triunfal:
—“Soy un gallinazo”—.
Luego empezaba la excursión. A veces descubrían nuevas rutas para el descenso, casuchas ocultas entre las rocas.
—Eso que se ve allá, también es Lima — dijo Andrés—, señalando el horizonte.
Sus dedos apuntaban más allá de las nubes, simulando una órbita ascendente que unía Lima con Miraflores, barriendo calles y edificios, hasta encontrar el mar.
—Allá vive la gente de plata— dijo Andrés, con emoción—Los pitucos—. El sol había encendido sus pupilas y su voz era clara, llena de entusiasmo. Él había ido hasta el mar y siempre lo recordaba:
En el verano, las calles crecen bajo el sol y la gente camina entre columnas de árboles que dan sombra. Escoltadas por el viento, llegan hasta la quebrada de Armendáriz; un camino abierto y empinado entre los cerros.
—Esa es la bajada hacia la playa— Andrés continuó. Allí, bajo el sol radiante, ya no son hombres, mujeres o niños los que llenan la bahía, sino estatuas saladas, que solo la tarde va borrando poco a poco de la arena.
Yo lo escuchaba en silencio y nos quedamos quietos, uno cerca del otro. Pronto la tarde caía y el cielo era un lienzo negro. Bajo la cruz sin brillo apenas se divisaba el arenal.
El aire denso endurecía la tierra y la luna brillaba, cuando Ricardo y los otros cruzaron hacia La Pampa. Al atravesarla, una figura les cerró el paso. Era Eulogio.
Era noche cerrada y en la penumbra yo no podía ver, sino adivinar el rostro de Andrés; su largo cuerpo de araña, sus movimientos rápidos, destacando en el conjunto uniforme de rostros cobrizos y oscuros. Cuando ambos grupos estuvieron frente a frente, una irresistible urgencia de pelear me poseyó.
—Vaya—dice Eulogio. —Todos reunidos otra vez, como una familia— El Viejo se pondrá feliz. Se dirigió a Ricardo. (El rostro de Eulogio es de facciones toscas y aun cuando sonríe revela aplomo).
—Dame un abrazo, muchacho—.
—El Viejo es una mierda—dijo Ricardo— Con violencia. —Una mierda— —Y quiero hablar con alguien que tenga huevos—. No con perros.
— ¿Qué? —
La sonrisa de Eulogio ha desaparecido de inmediato, como la consistencia de un cubo de hielo expuesto al fuego.
— ¿Qué has dicho? —
Eulogio intentó sujetarlo del brazo pero Ricardo se había adelantado.
— ¡Andrés!—gritó, sin contenerse — ¡Andrés maldita sea, da la cara!—.
Los grupos se movieron levemente y La Pampa se llenó de voces. Estaba oscuro, pero la luna suministraba una leve claridad que escarchaba la tierra. Andrés apareció al fin.
Avanzó resuelto entre las dos columnas de sombras que se abrían a su paso. El círculo los rodeó en el acto. En el centro, Ricardo avanzaba decidido, los brazos caídos, como un mono, las rodillas hacia adelante, las piernas fortalecidas.
Dentro del bolsillo del pantalón Andrés apretó un puño. Sus ojos se mantenían fijos en Ricardo que se mecía a unos pasos, lo suficientemente distante para evadirse en el momento justo.
De un salto estuve delante de la línea, los brazos extendidos conteniendo el avance de cualquier intruso. Cuando Andrés intentaba una aproximación, Ricardo lo controlaba con los brazos, abriendo y cerrando las manos.
Alcé los ojos. Una impertinente garua había empezado a mojar la tierra. La pelea era lenta, calculada, una escena repetida y sin variantes. Era difícil ubicarse. El alumbrado no llegaba hasta La Pampa y los postes más cercanos estaban frente a la Alameda, a unas cuadras. De modo que solo se veían algunos manchones de luz.
Ambos rivales se conocían bien, intuían los movimientos del otro, sus maniobras eran idénticas, un continuo juego de espejos.
En otros tiempos, los dos habían peleado cuerpo a cuerpo defendido el arenal con su sangre. Ahora era distinto; una muralla infranqueable los separaba.
Entonces me asaltó la idea de que era absurdo pelear por un pedazo de tierra que no valía nada.
—Eres un desgraciado dijo Ricardo, con desprecio. —Cómo has podido unirte a esta basura, cómo puedes ser su matón, su perro.
—Pelea—dijo Andrés— sin entusiasmo. Su rostro había perdido hostilidad, pero su cuerpo se mantenía en movimiento, resuelto, con la determinación una máquina. —Pelea como un hombre—.
Andrés dio un paso al frente. Sus ojos eran de fuego. Frenético, estiró el brazo y quedó inclinado sobre sí mismo, resistiendo el peso de su cuerpo con la punta de los pies. Recordé entonces la navaja, la palidez del acero en la penumbra del cuarto.
Ricardo retrocedió. A medida que pasaba el tiempo la pelea lo abrumaba. Sentía de pronto, que su cuerpo se paralizaría de golpe y que sus brazos no conseguirían resistir la intensidad, la fanática furia de su adversario.
Un año antes, durante el verano, había visto las barricadas en el río, cuando crecía el cauce: una barrera que contenía el estruendo del agua. El recuerdo lo estimuló; poco a poco, mientras sus pies se asentaban en la tierra, pensó que su cuerpo era una muralla, un bloque macizo hecho de músculos y huesos, y se sintió fuerte, como las barricadas del verano.
Sin embargo, a pesar de la claridad lunar solo veía sombras. Cuando pudo reunir al fin el vigor necesario y se lanzó decidido sobre Andrés, encontró a este plantado delante de él con el brazo estirado. Solo entonces descubrió, maravillado, cómo brillaba la navaja y se estremeció.
— ¡De lejos, carajo! —Gritó Pacheco, — ¡No te acerques tanto!
Cuando el contacto se hizo inminente Ricardo sintió que sus fuerzas decaían y se desplegaban sobre Andrés, desordenadas e inútiles. Monzón me alentó con una palmada.
Ahora Ricardo, consciente del peligro, intentaba librarse de ese ataque manteniendo lejos a su rival, lanzando hacia adelante los brazos y retrayendo el cuerpo sobre la pierna izquierda, su punto de apoyo. Realizaba esta maniobra con destreza y la precisión de un boxeador profesional. “Si se me acerca me friego”, pensó.
Todo su cuerpo se había replegado y sus hombros bailaban sin detenerse, de modo que su cuello se pronunciaba en cada movimiento y aparecía, de un lado y de otro, aceitado por el sudor.
Andrés lo amenazaba, una y otra vez repetía el mismo gesto; su brazo viajaba hacia adelante en un movimiento preciso, trazando un círculo perfecto, para desaparecer en el acto a la altura del vientre.
Todo mi cuerpo estaba rígido y sentía correr bajo mi piel la sangre, hirviendo como un río furioso, incontenible, buscando a toda costa desaguarse. Sentí una mano en el hombro.
—Mira—me dijo Monzón, señalando el borde del campo de tierra. Gallinazos. En efecto, del otro lado del terreno, impasibles, dos gallinazos hurgaban en la basura.
—Nunca se acercan cuando hay gente—dijo Pacheco, aproximándose. —Han bajado porque está oscuro—.
—Es mala suerte—replicó Monzón. Tomó una piedra y mientras la hacía saltar en su mano añadió con repentino odio: sáquenles la mierda.
Delante del grupo seguí atento la pelea hasta que ambos rivales cayeron al suelo. Entonces no pude ver más y solo oí, no sé cuánto tiempo después, un grito seco, amortiguado por un río de voces. El cinturón de sombras que los rodeaba se destruía de golpe como un castillo de naipes. Sobre la arena, una silueta se desvanecía.
Miranda y los otros corrieron hacia el centro, con los brazos en alto. Enseguida el grupo de Eulogio se dispersó.
—Rápido—decía Miranda, inclinándose. —Rápido, maldita sea, sujétenlo bien—. Hay que llevarlo a la posta.
Yo estaba inmóvil. Entonces Andrés me tomó del cuello y nos alejamos, en dirección contraria al Cerro.