RESEÑA DEL AUTOR
Narrador, poeta y periodista nacido en Celendín, Cajamarca, en 1948. Su novela El cazador ausente ganó el Premio Internacional de Novela Las Dos Orillas, en 1999, en el marco del Salón Iberoamericano del Libro de Gijón (España), por lo que fue traducida y publicada en cinco países europeos (Ed. Métailié, París; Seix Barral, Barcelona; Guanda, Milán; Asa, Lisboa; y Opera, Atenas). Su último libro, Días de sol y silencio (UIGV, Lima 2011), es un relato testimonial sobre la amistad que le unió, siendo él muy joven, con el gran escritor peruano José María Arguedas, en los tres años
anteriores al trágico fin de éste.
Ha escrito también los libros de cuentos Y de pronto anochece (Lluvia Editores, Lima, 1987), Morituri (Ecla, París, 1991) y Extraños frutos (UIGV, Lima 2010), así como los poemarios Sandalias del viento (Extramares, París 1995) y el libro para niños Un pequeño capitán (Cidcli, México, 2002). Ganó el Premio al Poeta Joven, durante el Encuentro Nacional de Poetas Peruanos de 1966, con el poemario Hacia los valles y el Concurso de Cuento de la revista limeña Caretas en 1986 y 1991. Vive actualmente en París y trabaja para la Agencia France Presse
CUENTO
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EXTRAÑOS FRUTOS
Para José
Manuel Fajardo y Karla Suárez
El automóvil apareció como una sombra fosforescente y pasó, lento, frente al lugar donde él estaba. Era blanco, avanzaba en silencio y sus llantas apenas bisbiseaban sobre el asfalto húmedo. La calle brillaba dándole lustre y hondura a la oscuridad. La noche estaba cargada de una reverberación helada, pero tal vez era él, que ya estaba empapado. Su memoria lo agarró por el cuello y lo tiró hacia atrás, a sus años de estudiante sanmarquino. Recordó la llovizna en las madrugadas de Lima, el invierno en el centro de la ciudad. Era algo así, pero a la vez tan diferente. Él estaba ya lejos de todo eso. Aún cerca del Pacífico, sí, pero a años luz, a varios mundos de aquellas calles en las que había sido joven y nada feliz. Sí, había una distancia abismal entre esa esquina y las calles de su barrio, de su ciudad, de su país, del que había tenido que salir corriendo. ¿Hacía cuántos años de todo eso? Ya no llevaba la cuenta, le daba una especie de vértigo. Y allí estaba, en Los Ángeles, en pleno centro de Los Ángeles, después de haber pasado dos años, aleccionadores y horribles, de aclimatación al american way of life, del lado de Miami. Allí estaba, con sus cuarenta y pico años a cuestas y, bajo el brazo, es un decir, un mugroso título de abogado, de abogado peruano en California, perdonen la tristeza, que de nada le servía ya, y por el que, en Lima, habían estado a punto de matarlo o, al menos, de meterlo en la cárcel.
No había llegado a Los Ángeles para triunfar, como tal vez habría intentado engañarse a sí mismo de haber llegado joven. Un cuarentón triunfa con dificultad en California, y menos si no sabe inglés, como era aún su caso en los días en que llegó. Ahora lo chapuceaba, es cierto, pero no como para intentar levantarse a una actriz de Hollywood. No, su acentazo no era un pasaporte para la gloria. Tampoco estaba allí para fracasar, todo lo contrario. Se había prometido ganar plata, mucha plata, tanta como pudiera, para, un día, poder volver. Volver. Alguna vez, cuando todo se hubiese calmado.
Por ahora, cada vez que lo pensaba, le era imposible imaginar ese regreso. Le era difícil hacer rimar en su cabeza la palabra volver y el sonido de sus pasos saliendo del aeropuerto Jorge Chávez de Lima. Sólo de pensarlo sentía sudores fríos y vagas arcadas irradiaban, amargas, desde sus tripas. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Cinco años? ¿Seis? El juicio no estaba cerrado y la orden de captura estaba viva. Todo estaba contra él y el dictador asiático y su caterva de ratas ladronas se la tenían jurada. Al flaco Manuel no le habían dado a escoger y una mañana amaneció con un tiro en la nuca en una vereda de Chorrillos. Con él, sin embargo, habían intentado jugar la legalidad. Lo acusaban en la práctica de terrorismo y lo querían apresar y juzgar. Llegado el momento, sin embargo, un comando de la muerte se habría encargado de él, estaba seguro. Había metido los dedos en el engranaje. Él, un joven abogado que había querido aventurarse en la defensa de los derechos humanos y otras arenas movedizas. No le había quedado, pues, sino la fuga. Por otro lado, ese viaje a Estados Unidos, al que lo incitaron, al comienzo, el miedo y el instinto de conservación, había acabado por tener otra justificación: el deseo, confuso y a la vez imperativo, de encontrarse con alguien, de verle la cara a otro prófugo, al militar que había matado a tanto campesino inocente en Ayacucho, al hombre que, al parecer, había matado a su amigo. El hijo de puta también se había “exilado” en tierras gringas, como él. No había logrado averiguar nada sobre el verdugo, al que venía buscando tres años ya. Eso también estaba pendiente. Ese era su “sueño americano”, del que poco había logrado. Esa era su circunstancia, su historia y sus límites. No le quedaba otra cosa sino juntar fuerzas, tensar músculos e ideas, y aguantar, aguantar, buscar su oportunidad, hallarla y sumar los dólares que fueran cayendo para, llegada la hora, hacer lo que tenía que hacer allí. No debía soñar en todo caso y, menos, cojudeces. De hecho, a diferencia de los peruanos que había encontrado en todo ese tiempo, una de las primeras cosas que él se había impuesto al llegar a Estados Unidos era que no había que soñar con castillitos de Disneylandia y con princesitas pecosas adictas al helado. Había que tener los ojos abiertos, pues, muy abiertos, para que la presa no se escapara, de presentarse la presa, claro. Así eran las
cosas. Sí, no había que soñar. Era la consigna, dijeran lo que dijeran los que se creían el cuento, los que no llegaban a ver que eso era sólo para algunos, para muy pocos. El verdadero “sueño americano” lo vivían otros, los que se movían en las alturas de ese paraíso, los que roncaban sobre ese país y el mundo, los que tenían la sartén por el mango y repartían la torta o, mejor dicho, los mendrugos de la torta, que la torta se la quedaban entera, o casi. Para los otros, para la gente como su gente, lo único que quedaba era la servidumbre, ese estado objetivo de esclavitud que no querían ver los que se aferraban a la esperanza. Claro, que siempre podía llegar el golpe de suerte, que podía presentarse de cualquier manera. Sólo había que tener los ojos abiertos para que la liebre no se escapase. ¿Volver…? ¡Por favor! Él no sólo no había triunfado, sino que a esas alturas ni siquiera tenía trabajo de temporero, ya no se diga de lavaplatos o de portero. Hasta eso se había convertido en una quimera para él. Esa era una de las razones por las que estaba allí, en la madrugada, caminando bajo la garúa, preguntándose cómo iba a hacer, dónde diablos iba a dormir. Mala idea, muy mala idea esa de haberse quedado con los colombianos, jugando póker y tomando cerveza en el depósito donde trabajaba uno de ellos. El cabrón que apareció y les sorprendió era uno de los jefes. No sólo los asustó sino que los amenazó con la policía. Los colombianos se esfumaron en la noche, dejando a su paisano explicándose con el patrón. La policía era lo último que querían ver. Él también se había alejado del lugar, pero sin correr, a buen paso, no sólo por no llamar la atención sino por dignidad. De hecho, el cabrón ese del jefe nunca iba a llamar a la policía, pues hubiera tenido que explicar con detalle sus negocios y sus treinta o cuarenta latinos indocumentados. Los colombianos se habían dejado impresionar y habían escapado, rápidos como anguilas. De su lado, su venganza había sido salir con calma, llevándose de paso una botella de whisky que, desde hacía un momento, le guiñaba el ojo desde un anaquel. Él sabía cómo eran las cosas, por lo que caminó sin correr, adentrándose en la noche y la lluvia, pero, sobre todo, en sus recuerdos. No, el retorno a Lima no estaba a la vuelta de la esquina.
Lo que tenía que hallar era un lugar seco, ya no para dormir sino para esperar el día. ¿Dónde hallarlo en el centro de Los Ángeles, en el corazón, o el vientre, de esa ciudad inmensa, donde a esa hora no había circulación y no se paseaba ni un alma, salvo él? Seguir caminando, intentar llegar a pie hasta Palmetto, el barrio donde se alojaba, era una apuesta disparatada. Sin pensarlo había encaminado sus pasos hacia esa plaza, donde, ahora se daba cuenta, en varias ocasiones había visto, a la caída de la tarde, a gente que reunía cartones y bolsas de dormir, como preparándose para la noche que se venía. Y allí estaba, bajo la lluvia, pensando en el acto fallido, en el peregrino impulso que lo había llevado a acercarse a ese lugar, a buscar un refugio, tal vez un cartón de refrigeradora que le sirviera de dormitorio y morada, por lo que quedaba de esa noche, al menos. Fue en ese momento cuando vio pasar el automóvil ese, que ahora ya se alejaba, silencioso, majestuoso, como un halcón blanco que volase a ras de tierra, rumbo a una mansión del lado de Mulholland Drive, o a un hotel donde, al que conducía, lo esperaba una cama limpia y caliente, ¡concha de su madre! Y él que no tenía un par de pesos para comer algo o para pretender dormir en un hotelucho. Los del póker lo habían limpiado. Ese era su triunfo «americano», por el momento. Y esa noche, y esa lluvia, eran un buen marco para considerar lo que había hecho de su vida. Esa no era su primera noche en la mera calle, ni mucho menos, pero era la primera con llovizna y eso lo cambiaba todo. Le asombraba verse a sí mismo en ese estado, en ese trance, como hubiera dicho su madre, pero no podía decirse que todo eso lo tomara de sorpresa. No, había que tener el valor de reconocerlo. No había sabido hacer las cosas, eso era todo. Ni en el Perú, donde se puso a defender a «terrucos» cuyas ideas no compartía, ni allí, en ese recodo de las entrañas del imperio, en medio de esa sociedad de mierda a la que, por necesidad, se había acogido, donde no había asumido su papel, donde no había aceptado los sometimientos mínimos que le imponía su condición de inmigrante clandestino. Se la había buscado, y a lo hecho, pecho.
En esas condiciones, ¿volvería, alguna vez? Ya hasta le daba náuseas intentar responderse. Buscó con la mirada el fondo de la noche y de la lluvia en que se había desvanecido el automóvil blanco y, sorpresa, vio que estaba de retorno. El automóvil avanzaba de nuevo hacia él, lento, irreal. Parecía no rodar, sino deslizarse. Él seguía detenido en esa esquina, donde, desde hacía un buen momento ya, se había puesto a considerar, bajo esa llovizna «limeña» y como paralizado, sin animarse a avanzar ni a retroceder, lo que había hecho de su vida, ¡insensato!, ¡insensato! El
automóvil ya estaba cerca. Lo miró, ahora con impaciencia, molesto de que el hijo de puta ese que lo manejaba anduviera dando vueltas por allí, merodeando por donde él estaba, en lugar de estar gozando de su casa y de su cama caliente y limpia. El coche se detuvo a unos diez metros. Había dos personas dentro, el chofer y alguien a su lado, o alguien que estaba en el asiento de atrás, pero que se había inclinado para hablarle, para darle instrucciones al conductor. De pronto, desde la ventanilla delantera, posiblemente accionado por el chofer, se encendió un potente fanal, como si dentro del vehículo hubiera policías buscando a alguien, y un chorro de luz comenzó a barrer la amplia vereda de la plaza. En su cerebro también se hizo la luz y, centelleante, le vino la idea. No buscaban a nadie, se trataba de otra cosa. Desde la ventanilla trasera alguien estaba filmando ese lugar, esa escena que él no había visto bien, pero que había presentido, y buscado, al acercarse allí, con una extraña mezcla de fascinación y de temor. El chorro de luz dio vida a un horizonte de bultos informes que pronto se convirtió en una masa que se agitaba en forma lenta, que gruñía y protestaba ante ese baño de sol en medio de las tinieblas. Un paisaje extraño se movía ante él, nítido y muy cercano. Bultos cubiertos con plásticos, con periódicos, con sucias mantas, formas humanas que emergían a medias de absurdas construcciones de cartón. Ese era el planeta de los pobres diablos que él había ido a buscar. Y allí estaba él, contemplando, a su izquierda, en esa acera de Los Angeles Street, cuadra ocho, a esa humanidad en harapos y, a la derecha, delante de él, al automóvil que los filmaba. Tuvo ganas de alejarse, esta vez corriendo, pero algo en su cerebro lo paralizó. Tal vez había ido hasta allí para ver también eso. Los del automóvil seguían filmando la confusa alfombra humana que ya se alzaba. Alguien, desde las cajas más próximas a él, tosió.
—¡Mierda…! —se alzó una voz sofocada— ¿Qué ocurre…? ¿Nos está filmando el hijo de puta…?
—¡¿Qué pasa…?! ¡¿Qué pasa…?!
Las voces se trizaban, estallaban. Eso iba a acabar mal. Él supo que debía alejarse, que debía retroceder, pero no se movió. Estaba fascinado por lo que estaba viendo. Muchas de las sombras estaban ya en pie, y brillaban, enceguecidas y titubeantes, cubriéndose los ojos heridos, como si el fanal las hubiera arrancado con sangre del sueño, del suelo donde habían estado debatiéndose con pesadillas que no eran nada frente a lo que les estaba ocurriendo. La viva alfombra, que se extendía hasta el final del square, se agitaba bajo la fina llovizna, convulsa, colectiva, como si fuera incapaz de reacciones individuales. Todo eso duró apenas unos segundos. Los gestos de esa
multitud oscura eran lentos y confusos. Las siluetas, sin embargo, trabadas por las mantas, por los plásticos y cartones de los que surgían, comenzaban a tener coherencia. La sorpresa jugaba contra esa gente y eso se veía en el paso errático, vacilante, con que avanzaba el primero que había reaccionado. Era un gigante negro que, bañado por la luz del fanal, parecía ser de plata. Su gran melena, trenzada, apelmazada, a medias recogida hacia atrás, parecía despedir rayos. Pensó en un Bob Marley enorme, fornido y belicoso. El hombre quería hacerlo todo a la vez, gritar, botella en mano, alertar a los otros, avanzar, pero trastabillaba en su intento de acercarse a la pista, de lanzar su proyectil. Atrás, se alzaba ya un coro de insultos, al tiempo que las miradas se tornaban en todas las direcciones y las manos, afanosas, enloquecidas, buscaban piedras, maderos, cualquier cosa hiriente, arrojadiza. Cuando lo alcanzó la primera botella, el automóvil ya estaba otra vez en marcha y se acercaba hacia donde estaba él, siempre lanzando su implacable chorro de luz. Él veía la escena paralizado, como un gorrión al que la serpiente va a devorar. Adivinó que, de un momento a otro, ese fantasma sobre ruedas iba a acelerar, que sus llantas iban a chirriar y que iba a alejarse, ahora con brillos opacos, para no volver más. Su mano se levantó autónoma y, con la fuerza y la certeza del atleta que él no era, lanzó la botella de whisky contra el parabrisas, que estalló. Él lo veía todo en cámara lenta, como a través de una cortina de escarcha. El automóvil se desvió y se estrelló contra un poste. Se quedó inerte y silencioso. Su fanal se había extinguido. Las sombras se lanzaron sobre los restos de la bestia herida, mientras él contemplaba la escena, el coche, la noche, las botellas y latas vacías de cerveza que volaban, que lanzaban los rezagados y que no llegaban lejos. ¡Por la grandísima…!
Los ocupantes del automóvil no estaban heridos, sólo golpeados y, sobre todo, paralizados por el miedo. Los sacaron a empellones y les cayeron algunos puñetazos y patadas, que no continuaron porque el gran negro impidió que la horda se desbocara. Pidió calma y silencio y se llevó el dedo hacia la oreja, como para escuchar alguna lejana sirena de policía. No se oía nada, salvo el rumor, casi imperceptible, de la lluvia sobre la ciudad dormida, y los quejidos de uno de los ocupantes del automóvil, que, al parecer, era el que peor había salido del choque. La noche había vuelto a la oscuridad y a su indiferencia por el hecho humano, por los pequeños afanes, por las miserables contiendas de los hombres. Volvió a sentir la urgente necesidad de desaparecer de allí, pero permaneció inmóvil. El gigante, cuyos rasgos ahora se fundían con las sombras, dijo que había que sacar de allí el automóvil, que había que aparcarlo, para que no llamara la atención. Los otros le obedecieron.
Hecho esto, un grupo comenzó a vociferar, a empujar a los dos hombres hacia el square, más allá de la reja contra la que se apoyaba la larga ciudadela de cartones y de tiendas improvisadas de plástico.
—¡Hijos de puta…!
—¡Avancen, pelotudos! Así que filmándonos, ¿no?
El negro volvió a pedir calma y, agitando las manos con las palmas hacia abajo, exigió menos bulla. ¡Callen, carajo! ¿Quieren que venga la policía, o qué? Los más exaltados dejaron de gritar y alguno se consoló dando un empujón brutal a los detenidos, que estaban demasiado aterrados para protestar. Él estuvo a punto de decir algo, pero se contuvo, algo le decía que, esa noche, tal vez no debía meterse en más honduras. Estaba madurando, no había duda. Antes, actuaba, y pensaba después. El gigante lo miró, levantó el índice, como llamándolo, y comenzó a caminar hacia él. Se dijo que había perdido, hacía unos minutos, una buena oportunidad de largarse. El hombre avanzaba despacio, con pasos sincopados, salmodiando algo entre los dientes, alzando otra vez los brazos al cielo, pero ahora ya no con ira, sino como para agradecer algo a alguien, o para recibir en sus manos la lluvia, que desde hacía un momento ya no caía. Cuando lo tuvo muy cerca, vio que el hombre reía y cantaba a la vez, muy quedo, sin dejar de mirarlo, conmovido, agradecido.
—¡Hermano…! ¡Vi lo que hiciste…! ¡Muy bien!
Vio también sus abundantes canas, su barba rala y blanca, su melena alborotada; vio sus facciones, su sonrisa, su mirada afiebrada. Sintió su pesada mano en el hombro, mientras que, fascinado, buscaba, en sus oscuras cuencas, sus ojos, que parecían dos brasas extraídas de una forja. El hombre repetía, ¡muy bien!, ¡muy bien! Él no supo qué
responderle. No se atrevió a decirle que lo había hecho sin pensar, que ahora lo único que quería era volverse por donde había venido y desaparecer de allí. La mano del hombre, con una leve presión, lo orientaba ya hacia la plaza, hacia donde los otros se habían ido con sus prisioneros. Él obedeció. La idea de que él también era un prisionero le atravesó, fugaz, la conciencia.
—Vamos a ver qué se hace… —dijo el hombre.
En el centro del parque, bajo la luz amarilla de unas farolas, el nutrido grupo, el tumulto de sombras, se agitaba en forma ruidosa en torno a sus presas, a los dos hombres que yacían amordazados y maniatados en el suelo, como si hubieran sido capturados en alguna guerra exótica. El grupo inconexo de hacía un momento era ahora un ser colectivo, una tribu, que saltaba y danzaba lanzando gritos, quedos, aullidos contenidos, casi sólo mimados. Al verlos, algunos se pusieron a corear un nombre, exaltados, ¡Clyde!, ¡Clyde!. El hombre quiso imponerles silencio sin mucho éxito. En ese momento las nubes dejaron pasar la luz de la luna, que iluminó aún más esa extraña asamblea, esa escena esculpida en cobre y plata que él tenía ante sí, en la que se perfilaba y adquiría forma nítida esa multitud que entonaba su desigual canto ahogado. El hombre se esforzaba por poner un poco de orden.
Bueno, vamos a aclarar esto, dijo. ¿Qué han averiguado? ¿Alguien tiene algún elemento? Algunas voces asintieron. Una de ellas dijo que eran unos periodistas de Nueva York, que intentaban hacerse de un reportaje sobre los efectos de la crisis. Alguien tiró a los pies del gigante un maletín con documentos y materiales. Lo habían tomado del automóvil, era evidente. Aquí está todo, dijo, con odio frío, un individuo iracundo. Lo dijo casi escupiendo.
—¿Qué hacemos con ellos, Clyde? Estos perros merecen un escarmiento.
Otro clamó:
—¡Vamos a arrancarles la piel, los ojos!
Otro rió obscenamente.
—¡Clyde, que tal si los fusilamos todos y cada uno!
Se alzaron otras risas. El gigante no respondió. Se puso de cuclillas junto a uno de los caídos. Le quitó la mordaza y se puso a interrogarlo, a dialogar con él, como un jefe de milicia que aún no sabe la suerte que va a imponerles a sus prisioneros. Luego se puso a hablar con algunos de los que lo rodeaban en círculo. Era un consejo de guerra. Se diría que estaban en un claro de bosque, en alguna sabana, salvo que en el horizonte se alzaban los grandes rascacielos que rodeaban el centro de Los Ángeles. Volvió a sentir la urgencia de irse. Se dijo que ya estaba bueno, que ya se había complicado la vida en forma suficiente, que era tiempo de desaparecer de ese lugar. Debía hundirse en esa selva de edificios y calles que apenas conocía y que ya se le había revelado hostil y fría en otras ocasiones. Porque quedarse allí sólo podía ser peor, sobre todo si aparecía la policía. Le extrañaba que no estuvieran ya allí, con sus sirenas y todo su circo, después de lo que había ocurrido. Hizo ademán de retroceder unos pasos, sin dejar de mirar el tumulto que poco a poco se iba calmando, como si tuviera que fijar bien en su cerebro todo ese paisaje humano y material que tenía al frente y que, por momentos, se preguntaba si era real o tan sólo un sueño. Clyde hablaba con el prisionero y, otra vez, con su estado mayor. Sonrió por la analogía que estaba haciendo. La luna se había vuelto a ocultar, pero él, en forma inexplicable, veía todo eso muy claro. Esa noche, no sabía qué lo había puesto así, si las cervezas, la adrenalina, la llovizna o, simplemente, sus recuerdos. En todo caso, estaba como clarividente, algo zahorí. Siguió retrocediendo. No, no era eso. El centro del parque estaba algo iluminado, y la luz de la luna se iba y venía, eso ayudaba. No se pudo alejar mucho. Clyde se volvió hacia él con naturalidad y le hizo un gesto de que se acercase. Él obedeció.
—¡Este hermano latino nos ha dado una mano! —dijo.
Los dos prisioneros estaban de nuevo amordazados y esperaban su suerte como resignados, inmóviles. Se dijo que tal vez debía ayudarlos, pero calló.
Clyde insistió:
—¡Este hermano latino nos ha hecho un gran regalo hoy! ¡Quiero que lo traten como corresponde a un aliado nuestro!
Un rumor de aprobación lo rodeó y le hizo sentir algo que no sentía desde que se fue del Perú. Que servía para algo, que podía ser útil, que no era diferente en esa sociedad obtusa, que había ayudado a gente que estaba aún más al margen que él. Tal vez, todo eso estaba escrito en alguna parte y por una razón determinada él debía estar esa noche allí, asistiendo a esa ceremonia difícil de entender y de describir. Su mirada buscó por instinto a los caídos y vio que seguían quietos en la tensa espera de su suerte. Algunas manos le palmearon la espalda con aprobación. Él seguía fascinado por esa tensión que había cedido sin ceder, por la electricidad de los gestos y miradas que lo rodeaban. Las voces y los brazos seguían levantándose, como intentando arrancar algo a la noche. Una voz entonaba un monocorde rap improvisado que daba cuenta de la situación extraña que todos vivían. Muchas de las sombras miraban las nubes que dejaba filtrar la luz de la luna, como si el cielo tuviera que rendir cuentas a esa humanidad que ahora parecía querer danzar y que poco antes él había visto armada de botellas, de trozos de madera y fierros viejos. La elasticidad e incoherencia de los pasos de la danza de guerra que intentaban algunos lo fascinaba. Se preguntó si algo malo iba a ocurrir allí, si a los prisioneros, a esos dos pobres diablos tirados a unos pasos de donde él estaba, los iban a castigar aún más. El no quería ser cómplice. Mirando esos pies que danzaban, vio que muchos de esos hombres estaban descalzos, o que sólo llevaban medias. Se decidió por hablarle con claridad al gigante, y carraspeó.
—Disculpa, Clyde…
El hombre siguió su mirada y contempló también, sin odio, a los intrusos que habían querido convertirlos en reportaje. No lo dejó hablar. Le puso la mano otra vez en el hombro y le dijo que no tenía por qué preocuparse. Más bien ven aquí, dijo, y lo guió hacia los amplios peldaños que había al pie de un monumento en el centro del parque. Sentémonos y hablemos, que alguien nos traiga algo para beber. Veo que te preocupan los tipos esos. No temas por ellos. Pero esto no quiere decir que se vayan a ir sin explicarse y sin pasar un mal rato. Ven. Hizo que su gente trajese a los prisioneros y los pusieron al frente, de rodillas, lo que lo incomodó. Iba a protestar, pero Clyde lo volvió a calmar poniéndole la mano en el brazo. Escucha, camarada, escucha, hermano, dijo. ¿Sabes que esta no es la primera vez que nos incomodan así?, lo interrogó, desconcertándolo, confundiéndolo aún más.
—¡Esta es la tercera vez en un mes…! —dijo.
Los prisioneros negaron al unísono con la cabeza. Ya sé, les dijo, que no son sólo ustedes. A muchos otros pelotudos se les ocurre lo mismo. ¿Qué creen que somos nosotros, bestias, animales exóticos? ¿Es todo lo que les provocamos? ¿Una curiosidad folklórica? Los hombres negaron otra vez, mudos. Eran un pelirrojo de rostro moteado y un asiático, ahora los podía observar mejor. Eran el reportero y su chofer, en ese orden, sin duda.
Negaban en silencio y con vehemencia. Sí, sí, ya sé, dijo Clyde. Lo único que ustedes querían era un reportaje, un poco de material para amueblar el aburrimiento de sus espectadores y clientes con horas y horas de discursos vacuos sobre la crisis económica, la crisis social y el sufrimiento de la pobre gente, de los negros que no tienen donde vivir y duermen como paquetes informes, ¡extraños frutos!, en las plazas públicas y en las calles de las grandes ciudades, sin agua caliente y sin televisión que los engañe, rodeados de la fortuna de los otros. Lo único que ustedes querían era una tarjeta postal sobre el sufrimiento de la gente oscura, que ustedes en realidad no conocen y con lo que quieren darse buena conciencia. Ya sé que ustedes no son sacos de mierda sino ángeles repletos de buenas intenciones. Pero, ¡quién me dice que eso es cierto, que no hay otra cosa detrás de sus acciones, de sus intenciones!
Con la mano les prohibió que hicieran siquiera un gesto. Porque hay gente mala que, desde siempre, ha querido que seamos malos también, para castigarnos, y nos provoca. Poco a poco su discurso fue tomando fuerza y pronto se convirtió en un río quedo, fluctuante y, a la vez, poderoso. Todo el mundo lo escuchaba ahora en silencio. A él le había conmovido la alusión a Billie Holiday. Clyde hablaba cerrando los ojos y luego abriéndolos en forma desmesurada, mientras gesticulaba con la boca, con la nariz, y alzaba los brazos y se llevaba las inmensas manos hasta su rostro, como si necesitara limpiárselo, limpiar sus ideas y sus palabras, explicarse las cosas para entenderlas mejor. Su vehemencia era tal, que hacía pensar que en cualquier momento iba a dar una orden terrible o incongruente, de matar, de orar o, tal vez, de aplaudir.
Cualquier cosa podía ocurrir. ¡Hay gente mala!, repitió en voz baja, esta vez mirándolo. ¿Por qué? ¿Qué quieren de nosotros? ¿Qué es lo que están buscando, que desatemos un nuevo Watts? ¿Un nuevo berenjenal? ¿Incendios en toda la ciudad, para que nos asen luego, como tantas veces? ¡Pues si eso es lo que quieren, un día lo tendrán, se lo daremos por el culo, si quieren! ¡Pero sólo el día que se nos ocurra a nosotros! ¡No cuando ellos quieran! El gigante melenudo lo volvió a mirar y miró luego a los prisioneros, quienes lo miraban aterrados y, a la vez, fascinados. Él los contemplaba sin odio, más bien con la tristeza del que sabe que lo que deba ocurrir, ocurrirá. La tribu escuchaba, expectante, otra vez a la espera. Él no quería imaginar el desenlace, aunque una cierta intuición ominosa buceaba en su conciencia y se esforzaba por salir a flote. Clyde no dejaba de hablar. Ya no se dirigía a él, ni a los prisioneros, y se concentró en la asamblea y otra vez en el cielo, con las manos alzadas, como si ahora pusiera de testigo a alguna fuerza superior. Una imagen rozó su cerebro: de no ser las procacidades que de tiempo en tiempo lanzaba, ese hombre, el hermano fornido de Bob Marley, hubiera sido un buen predicador.
—¡Así es, hermanos…!
El hombre siguió con su alegato y la contabilidad de las provocaciones. Esta es la tercera vez que vienen los hijos de puta, y ustedes saben bien lo que oculta todo esto. Estamos ante una evidente empresa de provocación. ¡Quieren indignarnos, desestabilizarnos! Quieren que perdamos la paciencia, llevarnos a cometer una locura, para así justificar sus planes, ya no la destrucción de nuestra fraternidad, sino nuestra destrucción final.
¡Sí, hermanos! Lo que quieren es eso, que les demos ocasión para que ellos nos acaben como quisieran acabarnos. Pero ese final no está escrito como ellos creen, o quisieran. El final, somos nosotros los que lo vamos a escribir. Será
como nosotros queramos, o lo permitamos, y no habrá otro. Ahora hablaba directamente al cielo, en trance. Además, misteriosos son los caminos de la verdad. También nos ocurren cosas buenas. En realidad, nunca llegamos a saber cuándo sabemos algo de verdad, ni cuándo no lo sabemos. En forma súbita se tornó hacia él y le puso la mano en el hombro otra vez. Aquí tenemos un hermano, por ejemplo, que no conocíamos ayer, que no sabemos quién es y que, de pronto, nos ayuda.
—¿Quién eres? —le preguntó—. ¿Quién eres, hermano? ¿De dónde vienes y qué has venido a hacer a esta ciudad de Los Ángeles? ¿Qué te ha traído a caminar, de noche, bajo nuestro inmenso cielo ya sin estrellas?
Era extraño, todas esas preguntas, con menos retórica, él no cesaba de hacérselas en los últimos tiempos. Les dijo quién era, que estaba en Estados Unidos más de cinco años ya, que vivió primero en Miami y que desde hacía tres años se había trasladado a Los Angeles. Sus razones eran múltiples, intentó explicar. Soy un peruano que viene de Lima, que ha escapado de la miseria, como tanto latinoamericano que llega por estas tierras, pero también estoy aquí, entre otras cosas, para salvar mi vida, que estaba amenazada. Vengo de un país en guerra, no se olviden, agregó. No supo si el influjo de la última palabra o si lo que estaba diciendo, en general, interesó más a Clyde y a su gente, el hecho es que, de pronto, se encontró explicando la situación del Perú a una concurrencia atenta y todo oídos que se había hecho más compacta en torno al jefe y a él. He oído hablar de esa guerra en el Perú, dijo Clyde. El ejército de tu país se enfrenta a un ejército maoísta, ¿es eso? No del todo, le respondió. Sendero Luminoso no tiene
ejércitos. Son bandas, grupos, que ellos denominan columnas, que se activan para operaciones precisas. Es la guerra de guerrillas, atípica, desigual y sangrienta. Los que más sufren, en este caso, no son ni los soldados ni la gente de Sendero, sino la pobre gente del pueblo que se encuentra atrapada entre dos fuegos, utilizada por uno y otro bando como escudo contra el adversario y, de hecho, el grueso de los muertos lo ponen los civiles, los que no han pedido esta guerra y que no saben cómo salir de ella. Yo no veía las cosas así, dijo el hombre, cada vez más interesado. ¿Pero es una democracia, no? No, para nada, respondió. Nunca lo ha sido y, menos, ahora. Nos gobierna una dictadura civil-militar con un tecnócrata nipoperuano a la cabeza, un tal Fujimori, un gran ladrón. ¿Un japonés?, dijo alguien, ¿Perú no era el país de los incas?
Alguno le respondió con una frase procaz sobre los asiáticos y los indios. ¡Son la misma cosa!, dijo. De los incas y del oro, dijo Clyde. Era el país de los incas y del oro, les precisó. Ahora es un país sudamericano como otros, hundido
en la guerra. Eso es, dijo Clyde, explícame un poco, quiero entender lo de la guerra, ¿cómo, si no hay ejércitos que se enfrentan, hay guerra y hay tanta muerte? La cosa es compleja, respondió. Perú es un país muy rico, poblado por gente muy pobre. Algunos, gente como la de Sendero, piensa que la única salida es la guerra de los pobres contra los ricos, que son todopoderosos. El Ejército, que defiende a los ricos, piensa que la guerra de Sendero es una buena oportunidad para deshacerse de cuanto elemento perturbador, insatisfecho y tentado por la rebelión pueda haber entre la gente del pueblo. Estas dos voluntades han dado como resultado la masacre actual. Un general del Ejército peruano resumió lo que iba a ocurrir hace ya algún tiempo, diciendo que si Sendero quería la guerra, al Ejército le bastaba con hacerse presente y matar a cien campesinos para que mueran diez terroristas y otros insatisfechos. A eso se reduce todo. Sendero ha puesto la guerra y el pretexto, y el Ejército ha aprovechado para limpiar de rojos y de descontentos a la población. El saldo son miles y miles de muertos, no se sabe en realidad cuántos. En Lima, de donde vengo, la masacre no es muy visible, pero hay zonas de mi país que han sido asoladas, devastadas. ¿Has estado allí tú, has visto la guerra?, preguntó Clyde bruscamente, con la mirada encendida. El lo miró, miró a Clyde, a su público inmediato y vio que hasta los dos prisioneros lo escuchaban con interés. Sí, sí he estado, en la zona de Ayacucho, respondió.
Soy abogado y he ido por razones profesionales. ¿Abogado?, dijo uno de los oyentes con tono burlón. Clyde le hizo una seña de que siguiera con su relato. Pertenecía a un grupo de abogados de derechos humanos que quería denunciar las matanzas. Fui para informarme sobre una masacre, una de las tantas. Cuenta, lo animó Clyde, ¿de qué masacre hablas? Un grupo de Sendero pasó la noche en una comunidad y obligó a los campesinos a darles alimentos. En los días siguientes vino el Ejército y mataron a todos, hombres y mujeres, viejos y niños. No perdonaron a nadie, para que sirviera de escarmiento a las otras comunidades. Después amontonaron los cadáveres en una gran fosa y los
quemaron con gasolina y fósforo líquido. ¿A cuántos mataron?, inquirió Clyde. No se sabe, setenta, ochenta tal vez. Clyde, con gesto pensativo, pasándose la mano por el mentón, lo interrumpió. En May Lay, en Vietnam, los nuestros
mataron a una treintena y esa masacre disparó de algún modo el fin de la guerra. No ha sido el caso en el Perú, respondió él. Meses después de la matanza, fui con Manuel, un colega, hasta el lugar, a conseguir pruebas, a recuperar vestigios, y removimos la tierra, nos hundimos en el barro, y encontramos huesos calcinados. En Lima nos acusaron de complicidad con el terrorismo y, una mañana, mi colega amaneció muerto en una calle perdida, con
un balazo en la nuca. Yo tuve que esconderme. ¿Y por eso estás aquí?, dijo Clyde. Es una de las razones, respondió, vacilante. Los ojos de Clyde de pronto le parecieron benignos, protectores. ¿Y cuáles serían las otras, hermano? La
otra, precisó, ya sin dudas. La otra es que estoy aquí, no sólo por escapar, por salvarme, por ganarme la vida como cualquier inmigrante, sino porque también estoy buscando a alguien, al Comandante “Camión”. ¡¿El comandante “Truck”…?!, se desternilló de risa el burlón de hacía un momento. No le hizo caso y prosiguió. Un oficial de la Marina peruana, el hombre que comandó el destacamento militar que cometió esa masacre, en Ayacucho, y que luego, en Lima, dirigió al grupo que ejecutó a Manuel, mi amigo. ¿Cómo, está por aquí?, se extrañó Clyde. Sí, a raíz de las múltiples denuncias, su nombre se había hecho público y a los militares no les quedó más remedio que quitarlo del medio, que esconderlo. No se les ocurrió otra cosa que decir que estaba muerto, que había sido secuestrado por desconocidos y que no había vuelto a aparecer. Una patraña, un engaña muchachos. En realidad, habían decidido protegerlo. Se dice que lo sacaron del país con otra identidad y que, desde hacía tres años estaba por aquí, en Estados Unidos, en la región de Los Ángeles. Por eso me vine de Miami. Lo estoy buscando. ¿Y no lo has hallado? Negó con la cabeza. No, no hasta ahora. No lo había hallado, pese a que había lanzado en pos de una pista a todos sus amigos colombianos, centroamericanos y mexicanos, pese a que él mismo había frecuentado con ahínco todo los restaurantes peruanos y latinoamericanos, todos los bares y clubes sociales, las asociaciones de residentes, de amantes de la música criolla y las hermandades religiosas, todos los huecos en los que podría esconderse una rata mayor como esa, como el Comandante “Camión”. Y si un día lo hallaras, ¿qué vas a hacer? La pregunta de Clyde lo sorprendió y se quedó en suspenso. Era cierto, nunca se lo había planteado. De hallarlo, ¿qué iba a hacer con él? ¿Matarlo? La respuesta no venía a su cerebro. Él no había matado nunca a nadie. La respuesta estaba en algún sitio de su alma, provocándole vértigos. Clyde le acercó el rostro y se quedó mirándole a los ojos, como cerciorándose de lo evidente. No respondió.
Clyde se levantó y alzó los brazos como para relanzar la asamblea. Mirando al cielo, exclamó:
—¡No estamos solos, oh Señor! ¡Gracias por las lecciones de esta noche! Dinos, ¿qué quieres que hagamos? ¡Dinos cuál es esta vez tu juego!
Lo miró otra vez como para significarle que su relato lo había conmovido en extremo, como para ahogar un sollozo. ¡Así que ustedes también han tenido lo suyo!, dijo. ¡Tú, peruano, también sabes cómo son las cosas! Luego se volvió hacia la tribu y retomó la palabra. Su voz estaba menos exaltada que hacía un rato y era grave, grave como lo que decía. Habló del tiempo que pasó en Vietnam, del sabor de la sangre, del olor del sudor y de las lágrimas mezcladas con la pólvora y el fósforo y la carne chamuscada, de cómo el humo de la marihuana no era suficiente para adormecer la conciencia. Habló de los Black Panthers, de los héroes y de la heroína, de sus años vividos en los sanatorios y los basureros. Hizo el balance de una guerra que ya duraba siglos. Y así hemos llegado a este recodo del camino, dijo. ¡Hoy acompañados por el hermano peruano! ¡Y por estos pobres diablos que han venido aquí con su auto blanco japonés, con su fanal, con su camarita! La guerra continúa, en todo sitio, prosiguió. Nadie la ha ganado aún, pero lo que sí está claro es que los que siempre triunfaron, ahora ya no lo tienen tan seguro. ¡Por eso nos espían y nos filman! ¡Nos temen! Quieren inducirnos al error… ¡Pero, cuidado! ¡No va a funcionar, a estas alturas del programa, el plan de los demonios blancos, amarillos o tornasolados, de llevarnos a la desesperación! ¡Nosotros, hermanos, no vamos a caer en su juego! ¡Nosotros no vamos a poner el cuello, una de estas madrugadas, para que nos lo rebanen a su gusto! ¡Tendrán que esperar! Era fácil, antes, suscitar nuestra cólera, justa y sagrada. Y nosotros nos dábamos gusto prendiéndole candela a unos cuantos edificios y quemándoles el trasero a algunos de sus agentes provocadores. Luego nos tocaba a nosotros pagar, y venía la policía, la guardia nacional, los bomberos, el ejército, la marina, los marines, la aviación, con sus coches, tanques, lanchas y helicópteros, con sus camiones y lanzas de agua, con sus lanzacohetes y morteros, con sus aviones sembradores de gelatina incandescente, con sus aviones furtivos y sus misiles quirúrgicos, para convertirnos en leve ceniza que sólo el viento quiere llevar.
¡Yo he visto, hermanos, siendo muy joven, en las selvas de Vietnam, lo que son capaces de hacer! ¡Yo he visto cómo el napalm quemaba los bosques, la tierra, los ríos, y evaporaba a los habitantes de aldeas enteras, alimentando con sus
almas el volcán en que se transformaba el mundo! Me dirán que eso ya no es de actualidad, pero yo les digo que eso, y más, son capaces de hacer, y lo están haciendo, ahora, en alguna parte del planeta. Hoy quisieran que le demos la ocasión para que nos den esa medicina, y eso no va a ocurrir. ¡Nosotros somos los que controlamos la agenda, ahora! ¡Amén!
Todos estaban transportados por su evocación. Él mismo estaba al borde de las lágrimas y se engañó diciéndose que estaba cansado, que esa noche, no sólo había sido larga, sino que parecía un sueño, un mal sueño y un buen sueño, a la vez, del que ya era hora de despertar. Incluso los dos prisioneros estaban como lelos. Una vez más, Clyde se frotó el rostro como si, de pronto, agotado, también necesitara volver a bajar a la realidad. ¡Así son las cosas, amigo!, le dijo en castellano, volviéndose hacia él. Me has preguntado hace un rato, volvió a su lengua, lo que vamos a hacer con estos desgraciados, con estos dos gusanos que tejen la seda de la desinformación y el engaño, con estos pobres esclavos que creen tener la conciencia limpia y que se obligan a ignorar lo que, sin embargo, saben. Estos dos infelices que piensan y dicen, en realidad, sólo lo que sus amos quieren. Yo, hace un rato, había hablado de escarmiento, de no dejarlos irse sin castigo, creo que ya han tenido ambas cosas, y más, en este rato que han pasado en nuestra compañía, ¿no crees?
No vamos a llevar el exceso hasta flagelarlos, eso ya no se hace, aunque bien se lo merecerían. Algo deben haber aprendido de lo que han visto y escuchado, en particular, de tu relato sobre las cosas que ocurren en tu país lejano y
misterioso. Y no creo que nos traigan problemas, no. No creo que se les ocurra irse a la policía a denunciarnos por daños a su coche intruso. No, no lo harán, tenemos sus nombres y sus datos. Ellos saben que no estamos solos, que nuestros hermanos están en todo lugar. ¿Me equivoco?, preguntó, dirigiéndose a ambos hombres, que ahora parecían respirar más tranquilos. No, no se equivoca, balbuceó el pelirrojo. Clyde hizo un gesto vago hacia su rostro y, luego, hacia el rostro del asiático. Era un gesto lento que tenía tanto de bendición como de amenaza. Entonces, se volvió hacia él y le dijo, anda, pues, peruano, sigue tu camino, continúa con tu búsqueda. Y llévate de paso a esta gente, sácalos de este lugar. Nosotros, si logramos averiguar algo sobre el verdugo que buscas, te lo haremos saber. Y tú nos harás saber de lo que eres capaz. Sonrió con tristeza. Ya no llovía y ya no había luna. El día despuntaba, y sobre el cielo de Los Ángeles una leve capa de nubes rosadas prometía el sol para dentro de muy poco. No caminó mucho rato junto a sus improvisados acompañantes. Tan pronto pudieron, el pelirrojo y el asiático se escabulleron, desmañados, disculpándose, pretextando que necesitaban hacer una llamada, pedir un taxi. Él siguió caminando, diciéndose que tenía hambre, que un taco con carnitas y un café no le caerían mal, que debía encontrar una línea de autobuses que ya estuviera funcionando, que lo acercara a un territorio amigo.