Les dejo una de las crónicas que publiqué en una columna que tuve por algún tiempo en el diario El Callao.
FULANO Y LA FLOR
Fulano sostenía una rosa en la mano derecha y, en la otra mano, cargaba un bolsón negro y envejecido, tipo mochila. El hombre, de mediana edad, tenía la cabellera lacia, desordenada y algo sucia; una barba de náufrago y una mirada de huérfano que lastimaba. Pude verlo bien porque estaba parado muy cerca de mí, y yo estaba cerca de la esquina que formaban la avenida Pardo de Zela con Arequipa, aguardando, junto a muchos otros peatones, a que pasara el colectivo que me llevaría a casa, por fin, después de tantas horas de oficina y de complicaciones propias de cada día.
El hombre de la rosa no parecía estar demente, aunque sus ojos lucían algo extraviados; pero la rosa, una sola, de tallo largo y de capullo encarnado, envuelta en papel celofán, lucía como fuera de lugar entre sus fachas desastradas y estimulaban cierta sospecha en los transeúntes fatigados de esa hora. Por lo menos, evidenciaban a Fulano como un extravagante o como un tonto de primera clase: de esos que aún escuchan baladas amorosas del recuerdo, que copiaban poemas enmarcados en viñetas de florestrenzadas y que sufrían, a fondo, por amor.
Lo cierto es que sentí vergüenza ajena y opté por separarme unos pasos. Los demás, los que se tropezaban a ratos con él y descubrían la rosa entre sus manos, inmediatamente mostraban una sonrisa socarrona y poco disimulada, ciertos gestos burlones y había otros que hasta buscaban la mirada cómplice con algún otro caminante para confirmar la estupidez de aquel Fulano de piel cetrina, casaca azul y con una rosa intensamente roja entre sus dedos oscuros.
Era la hora punta y el cruce de Pardo con Arequipa estaba totalmente congestionado. La escuálida línea rojiza de la tarde aún se mantenía por encima de los empolvados edificios de Lince, aunque la llegada de la noche ya era irreversible. Las luces de los faroles iban despertando y los colores fosforescentes de los letreros luminosos se iban volviendo más nítidos sobre las fachadas de los comercios.
De pronto, de uno de los vehículos de transporte público que reiniciaba la marcha con el cambio de luces, salió una voz sibilina que gritó en el momento justo: ¡Imbécil!
Fulano parecía no haberse inmutado, pero tenía que haberlo oído porque el insulto se escuchó, fulminante, en el mínimo espacio de silencio que puede darse entre los bocinazos, los silbatos y los gritos de los cobradores que vociferaban nombres de calles y distritos. La voz rasposa se filtró apenas en ese resquicio:
¡Imbécil!
Fulano alzó un poco más la rosa que ahora parecía más erguida, más roja, más intensa. Yo estuve mirándolo a ratos, conmovido y curioso, pero sin descuidar la visión de la avenida por donde tendría que llegar mi transporte. A ratos, los viejos y desfallecientes árboles que vigilaban la avenida Arequipa susurraban intensamente cuando el viento del crepúsculo y las últimas parvadas de aves vagabundas removían sus hojas.
Cuando por fin llegó el colectivo que me llevaría a casa, y lo abordé entre empujones, pude ver que Fulano aún permanecía en su lugar, cerca de un puesto de revistas y casi de espaldas a una carretilla que vendía dulces y cigarrillos al paso. Fulano tenía toda la facha de un hombre a quien habían plantado; no obstante, seguía sosteniendo la flor envuelta en su celofán. A ratos parecía difuminarse entre la cerrazón del gentío; luego, reaparecía: la mirada algo extraviada, la casaca azul, el bolsón colgado del hombro derecho, la rosa roja- casi refulgente – entre sus manos entumecidas.
Recordé que mañana tenía una reunión de trabajo muy temprano, que las ventas habían bajado, que había que trazar nuevas estrategias de captación de mercado y que, en lo personal, debía mejorar mi récord si quería seguir ascendiendo en la empresa. Es decir, como tantos otros: había que trabajar más, afanarse más, la vida era muy corta, había tanto que hacer.
Cuando el colectivo dio la vuelta por la avenida Arequipa con dirección al Centro, todavía pude ver un poco de Fulano y hasta algunas de las miraditas burlonas de los transeúntes de esa hora. Luego el silbato de la policía apresuró el tránsito, la noche se hizo definitiva y ya no pude ver más a Fulano.