A la distancia, ambos parecen imágenes difusas escabulléndose en la bruma de las seis de la tarde.
LA PRIMERA VEZ
Si sumáramos la edad de ambos, probablemente seguirían sin alcanzar el cuarto de siglo. Y, así como van, tomados de la mano, casi como dos hermanitos asustados caminando por la parte central de la avenida Arequipa, se diría que la malicia de esta tierra aún no los había tocado. Él es flaco y espigado y, además del cabello desordenado y las zapatillas desmesuradas, tiene toda la facha de un adolescente de barrio tranquilo. Ella es, por lo contrario, menuda y hay en su manera de andar, una gracia que delata un cuerpo cultivado en algún gimnasio o en una escuela de ballet. Su cabellera lacia y gris reposa sobre sus hombros y un coqueto mechón va y viene sobre su rostro de niña mujer. A la distancia, ambos parecen imágenes muy difusas escabulléndose en la bruma de las seis de la tarde.
Poco antes de llegar a la avenida Javier Prado, – en donde el bullicio y las luces fosforescentes parecen arreciar casi con demencia – Él la detuvo con un leve ademán. La miró con nerviosismo y se hizo evidente que algo quería decir o hacer; pero como que las palabras se le trababan a la mala. Ella le sonrió con ternura y se diría – por esos sus gestos risueños – que conocía la causa de toda su confusión.
Ella llevó una mano a los labios del muchacho para callarlo y salvarlo así de su ofuscación. Luego lo miró con amor. Era evidente que los dos sabían lo de sus emociones y que ambos esperaban con delatora impaciencia el siguiente movimiento que consolidara sus deseos. Él tenía toda la voluntad de hacerlo, pero acaso le faltaba aquella soltura que sólo se obtenía con experiencias anteriores que, definitivamente, él no tenía. Entonces ella, con toda la lentitud necesaria para esos casos, totalmente confiada en sus instintos, unió sus labios con esos otros labios que la esperaban torpemente. Fue un beso, en verdad, corto; pero se diría que para ellos duró todo el tiempo del mundo.
Los autos y microbuses iban y venían por la avenida Arequipa incesantemente. Las luces amarillentas de los faroles ya eran más nítidas y la secuencia de esos árboles heroicos que se extienden a lo largo de toda la avenida parecía entonces una marcha de ancianos tristes y curvados. Él la abrazó emocionado y ella se dejó esconder, radiante, en esos brazos cariñosos.
Caminaron abrazados, con paso lento, como tratando de capturar cada detalle de aquel lugar y cada momento de aquel tiempo. Quizás, con la inconsciente certeza de que alguna vez – a la hora de los buenos recuerdos – ayudarían a vivir.
Mientras, en el cielo de Lima, un retazo de luna asomaba entre algunas nubes sucias y las luces de las estrellas eran apenas, como siempre, débiles chispazos muy lejanos.
Dejaron la avenida Arequipa antes de llegar a Javier Prado y, poco después, ya eran apenas dos formas brumosas y pequeñas que se perdían en la noche, siempre muy juntos.