Óscar Colchado Lucio, poeta, cuentista y novelista, nació en Huallanca, Ancash, en 1947. Reside en Lima desde 1983. Anteriormente vivió en el puerto de Chimbote, donde fundó el Grupo Literario Isla Blanca y dirigió la revista Alborada/ Creación y análisis. Es profesor de Lengua y literatura. Entre sus obras narrativas más importantes figuran: en cuento: Del mar a la ciudad (1981), Cordillera Negra (1985), Camino de zorro (1987), Hacia el Janaq Pacha (1989) y La casa del cerro El Pino (2003).En novela juvenil: Tras las huellas de lucero (1980), Cholito en los Andes mágicos (1986), Cholito en la ciudad del río hablador (1995), ¡Viva Luis Pardo! (1996), Los dioses de Chavín (1998) y Cholito en la maravillosa Amazonía (1999). También es autor de un libro de cuentos para niños: Rayito y la princesa del médano (2002). Ha publicado, asimismo, la novela Rosa cuchillo (1997) y una obra temprana: La tarde de toros (1974). Colchado es autor también de tres poemarios y un manojo de leyendas para niños. Ha recibido, entre otros premios, el “José María Arguedas” de cuento (1978), el “José María Eguren” de poesía (1980), el Premio Copé (1983), el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil (1985), el Premio Latinoamericano de Cuento (CICLA 87), el Premio Nacional de Educación (1995), el Premio Nacional de Novela “Federico Villarreal” (1996) y el Premio Internacional de Cuentos “Juan Rulfo” (2002).En 1992 fue jurado en el Premio Casa de las Américas (Cuba). Su obra Cholito en los Andes mágicos ha sido llevada a la televisión para los países del Grupo Andino.
Fragmento de «Rosa Cuchillo»
¿LA MUERTE?
¿La muerte sería también como la vida?
«Es más liviana, hija».
¿Habría sirguillitos cantando en las hojas gordas de agosto? Había.»Y vacas pastando en inmensas llanuras»
Ahora subía yo la cuesta de Changa, ligera ligera como el viento.
¿Por aquí? ¿Por estos lugares se irían los muertos?
«Por allí, hija, por donde se despide uno para siempre de la vida».
Abajo en la margen izquierda del río Pampas, bañado con las últimas luces del a atardecer, quedaba Illaurocancha, mi pueblo, con sus casitas entejadas, sus paredes blancas, incendiadas por la luz roja del sol.
Aún traía impregnado en las narices el aroma tibio, dulzón, de los habales ondeando en la bajada de los cerros, con sus florecitas blanquinegras acariciadas por el viento. Y llevaba en la mirada el vuelo apresurado de las perdices, rastreando, piando, en busca del nido oculto entre las frondas.
Pobre mi pueblo, dije, pobre mi tierra. Ahí te dejo (¿para siempre?). Y miré los molles de las lomas, las piedras de alaymosca rodando por la quebrada, los altos eucaliptos que bordeaban las huertas los tunales con sus espinas erizadas y los magueyes estirándose sobre las cabuyas.
Y me despedí poniendo mi mano en mi corazón, besando, amorosa, la tierra. ¡Adiós alegrías y penas, consuelos y pesares, adiós!
Suspiré hondo antes de alejarme recordando mi mocedad, cuando alegre correteaba entre los maizales jugando con mi perro Wayra, haciéndolos espantar a los sirguillitos, esas menudas avecitas amarillas que entre una alborozada chillería venían a banquetearse con los choclos. Me llegó también el recuerdo lejano de las cosechas de junio, de mis juegos en las parvas alumbradas por la luna, de mis años de pastora tras el ganado, soportando a veces el ardiente sol de la cordillera o mojadita por las lluvias suaves o las mangadas.
¿Y ahora? ¿Ahora por dónde nomás tendría que seguir?, pensé llegando a la pampa llena de ichu de Kuriayvina.
«A Auquimarca, hija, la montaña nevada donde moran nuestros antepasados».
Volviéndome, miré por última vez mi pueblo; pero sólo pude ver borrosamente la sombra de sus eucaliptos emergiendo en la oscuridad.
—¿ROSA? ¿ROSA Cuchillo?
Un perrito negro, con manchas blancas alrededor de su vista, como anteojos, era quien me hablaba. Sus palabras parecían ladridos, pero se entendían.
Un instante me quedé silenciosa, como pasmada, sin saber quién era ni qué hacía allí ese animalito.
—¿No me reconoces?
Me quedé observando el arco sobresalido de sus dientes superiores, propio de los perritos cashmis; sus ojos muy vivos, sus orejas gachas.
—¡Wayra! -dije de pronto, inclinándome a abrazarlo con harta alegría en mi corazón al haberlo reconocido. Él empezó a menear también su cola, alegroso.
Hacía tantos años que se había muerto, de un zarpazo que le dio un puma, me acuerdo, cuando defendía a ladridos el corral de ovejas. Y ve, pues, ahora lo encontraba a orillas de este río torrentoso, de aguas negras, el Wañuy Mayu, que separaba a los vivos de los muertos.
A la sombra de un chachacomo, que retemblaba al paso de las aguas furiosas, encontré a Wayra descansando.
—Wayra, ¿qué haces acá? ¿Cómo me has reconocido?
Bajo el blanco resplandor de la luna observé mis ropas desgarradas por las zarzas de los montes, por los riscos, luego de avanzar penosamente por feas laderas y encañadas.
—Te esperaba Rosa –sabía que vendrías.
—¿Te lo dijo alguien?
—Liborio, tu hijo.
—¿Liborio?
Mi corazón saltó alborozado.
—Dímelo –dije abrazando nuevamente al perrito, acariciando su pelo crespo lanoso–. Dónde, ¿dónde viste a mi hijo?
—Cálmate –me respondió lamiendo mi mano–, por ahora no lo verás todavía. Él esta arriba, en el cielo, allí donde están guiñando las estrellas.
—¡En el Janaq Pacha! –dije alegrosa doblando mis manos–. Gracias, Dios mío –me arrodillé–, gracias por tenerlo en tu gracia infinita.
Y me encomendé al dios Wari Wirakocha, nuestro creador.
—¿Y yo también podré ir hasta allí, Wayra? –le pregunté después, observando el gran río blanco, el Koyllur Mayu, que extendía su lechoso cauce entre estrellas y luceros.
—No lo sé –respondió–. Yo sólo he venido a acompañarte hasta Auquimarca, según el mandato de los dioses.
Resignada suspiré, esperanzada que en el pueblo de las almas pudiera encontrar a mis padres, a mi esposo Domingo y a Simón, mi hijito, el último, que se murió cuando era sólo una guagua.
—Wayra –le dije–, ¿y dónde has estado durante todo el tiempo que no te he visto? —En todas partes –me dijo–: aquí, abajo y en las estrellas.
—¿De veras?
—De veras.
BIEN ABRAZADA a Wayra, que braceaba dificultosamente, pude llegar por fin a la otra orilla, sin dejar de pensar en mi Liborio, muerto ahora último nomás en los enfrentamientos de la guerra, y por quien de pena yo también me morí.
La luna hacía clarear esos feos lugares, escabrosos, sembrados de barrancos.
—¿Ves la cresta nevada de una montaña que blanquea allá lejos?
—Sí, la veo.
—Ésa es Auquimarca. Allí tenemos que llegar.
Alentada alentada marché a su tras.