Cada fin de año, intento hacer un resumen de lo vivido. Supongo que la mayoría suele hacerlo. En mi caso, no me basta una tarde de meditación. Suelo retomar mis reflexiones cada vez que encuentro un tiempo para estar a solas. Y mis evaluaciones cambian de puntaje según lo que vaya recordando. A veces he sentido que merecía un punto extra por alguna buena acción; pero en otras, me he desaprobado duramente por no haber cumplido alguna promesa anterior o no haber obrado de modo correcto en alguna u otra situación. Es una evaluación íntima, oculta. Con la honestidad como única y drástica compañía. Sin embargo, aun así, es complicado ser objetivo con uno mismo. Hay que caminar entre las sinuosidades de la memoria con la precaución de no caer en los extremos ya sea del pesimismo o de la exagerada alabanza. En fin, para cuando llegan las celebraciones de fin de año, mal que bien, tengo una ayuda memoria de lo positivo y de lo negativo. Por lo general, como en el colegio, paso de año con buena nota en algunos cursos y con las justas, en otros.
Luego paso a la emocionante, pero agotadora etapa de planificar el siguiente año. A veces intento organizarlas en una agenda con la precisión de un analista: mes, actividad, proyección, estrategia. Sin embargo, me ha pasado que cuando ya estoy agendando el quinto o sexto mes, siento que me agoto por adelantado. Luego me visualizo a fines de ese nuevo año, y me veo recriminándome por no haber cumplido las promesas y regreso a mi libreta. Por lo general, me queda un listado no tan meticuloso, pero sí muy entusiasta. Veremos si a fin de año apruebo con mejor nota personal.