Entonces, te llegó de pronto aquella sensación repugnante y única apoderándose de ti. Ese sudor maloliente impregnándose como una fiebre aftosa que se adhiere a todo; como un ave de rapiña que se presenta a devorarte la vida cuando ésta se asemeja más a la carroña. Tus fracasos son la carroña, que de tanto repetirse se han hecho tú mismo. En el fondo, intuías que era inevitable esa aparición asquerosa, porque jamás te habías sentido tan mal. Hoy, no tenías ímpetu ni siquiera para preguntarte por el misterio que su existencia contenía, el porqué ese olor en especial, o el porqué te había elegido justo a ti. Tan sólo alcanzas a recordar que siempre te impulsa hacia la muerte, contestando tus preguntas más íntimas con respuestas, que aparecen y se congregan alrededor del vacío al que has convenido en llamar «tu vida», para que termines concluyendo que debes eliminarla, porque lo que no vale no existe -te repites, casi saboreando la frase.
Antes, pudiste vencer a ese sudor infecto tiñendo tus derrotas, porque tenías algunas ilusiones en la vida que te daban fuerzas para defenderla, pero hoy -temprano- el editor y las risas burlonas las han sepultado definitivamente, dejándote vulnerable y perdido. Sentiste, entonces, ese escozor húmedo revoloteando, caliente, desde la boca del estómago, subiendo arbitrariamente hacia tu cabeza, donde el suicidio sería el resultado final y contundente. Porque estabas seguro: esta vez no tenías atenuantes, el fracaso te había acaparado.
Sin embargo, y como nunca antes, esa humedad extraña duró poco y, por el contrario, pareció concederte la salida a toda esa secuencia de frustración en la que habías sobrevivido, a esa inacabable cadena de deméritos y vacío. Y te alegraste, aún cuando -como otras veces- el sabor a moho te quedó indeleble en la lengua. Recién, luego de unos momentos percibiste aquella luminosa y nueva convicción, aquel bochorno acuoso te había entregado la llave para escapar de toda tu mediocridad: estabas a punto de escribir la gran obra de tu vida. Por fin, veías la luz al final del túnel: el éxito.
Con la respiración aún acelerada, no alcanzaste a alegrarte, ni te preguntaste por la excepcionalidad del hecho y, sin que te alcanzara el tiempo para cuestionar absolutamente nada, corriste lo más rápido que tu vejez permitía, tomaste un lápiz, un cuaderno y regresaste a la vieja sala, sentándote frente a la pequeña mesita de centro que atrajiste hacia ti, para emprender la escritura. Como siempre, olvidaste cerrar la puerta que daba a la calle y permitía el ingreso de ese hilillo de aire tan molesto al inicio, y totalmente olvidado ante tu ahora absorbente dedicación.
Tomaste un lápiz entre las manos y te acomodaste sobre el mullido mueble. La sensación de placidez te recordó las inesperadas visitas de Carlos, ese entrañable amigo al que le agradaba tanto sentarse en el sillón que habías elegido y que daba la espalda a la puerta.
Hubieras podido cuestionar el hecho, pero lo cierto es que con el lápiz en la mano, sentiste que todo era como escribir un comienzo de cuento ya escrito en tu mente. No bosquejaste demasiado al personaje, al ambiente, ni escogiste un tono, así como tampoco a ningún otro elemento. Simplemente empezaste a escribir.
«Allí está él -Borges se llama- viejo, terco y solitario. Su magra figura se perfila frente a la tenue luz de un candil, que en la esquina de la pequeña habitación refulge torpe y ambicioso. Su rostro seco rechaza ese haz de luz que sin éxito se esfuerza por alcanzar la profundidad de sus arrugas, ahogadas para siempre en una oscuridad sin tiempo. Bajo la luz del candil y sobre la vieja mesa, unos polvosos cerros de papel son la animografía del fracaso, de las tantas horas de creación perdidas. Borges los contempla y ríe sin ganas «todo ese fracaso quedó atrás, hoy siento que haré el mejor cuento que nunca antes se haya escrito».
Sumido en un esfuerzo total Borges, se dispone a resolver los destinos de un cuento, a construir su delirio de papel. En la penumbra, las ideas se arremolinan; sin saber exactamente como, su talento empieza a dibujar los perfiles de un rostro: había nacido Ramón Arenas. Lo gestó y lo hizo materializarse en la calle Maldonado, respirar hondo y emprender viaje. Tenía ojos sanguinolentos, un cuerpo descomunal y una recurrente cualidad maldita. El mismo Borges sonrió fascinado por su obra.
Ramón Arenas apenas hizo un gesto antes de caminar sinceramente familiar por esas calles recién inventadas para él. Luego avanzó, sin jadear, con el rumor del sol en sus enormes espaldas. Ni siquiera el ruido asfixiante del tráfico a su alrededor lo hizo dudar. Creado perfecto, sin fallas, tenía una clara intensión programada: interceptar el cortejo fúnebre del embajador noruego, justo cuando éste atraviese la calle Anteras, en el Barrio reputado como «de los intelectuales», San Alfonso de Parné. Al tenerlo cerca, ubicar a la esposa del embajador y asesinarla para que una ofensa que no lograba recordar, pero de cuya existencia estaba extrañamente seguro, quedara saldada. Después, huir sin rumbo fijo.
Caminó sigiloso hacia el centro de la ciudad, esquivó a unos policías que venían en sentido contrario, haciendo uso de un raro instinto que no nacía de la experiencia, pues prácticamente no tenía pasado. Subió a un ómnibus, con el que atravesó la ciudad entera. Cuando debió pagar el viaje, la yugular siempre a punto de estallar y su agresiva sonrisa -repleta de dientes podridos- pareció atemorizar al cobrador; bajando sin problema alguno, sin siquiera una llamada de atención. Estaba en un barrio pobre, cerca de un gran mercado. Se internó por un angosto callejón y tocó una destartalada puerta. El rostro vago de un conocido de nunca lo invitó a pasar. Minutos más tarde salió con un pequeño pero pesado bulto en la mano derecha, envuelto en un sobre de manila. Entonces, Ramón Arenas volvió a emprender viaje, a cumplir sus cadenas de papel.
Anduvo mucho tiempo por las calles de una gran avenida, saturado por los colores que debía reconocer a pesar de su novedad. El bulto en la mano aumentaba su peso conforme pasaba el tiempo. Cuando se descubrió en la esquina correcta, pensó en la mujer del embajador y en algo más. A Borges se le generó allí la primera incógnita; pero pretendiendo no perder la concertación, continuó, se acomodó mejor en el mueble y acercó el candil para ver mejor y seguir escribiendo.
Ramón Arenas hizo una horrible mueca, dio media vuelta y empezó a caminar hacia el Este. Borges esta vez no pudo pasar por alto aquella reiterada desobediencia; antes quiso que pensara en la mujer del embajador pero no en ese «algo más», así como tampoco que diera media vuelta y abandonara el lugar donde debía ejecutar el asesinato. Entonces, detuvo la escritura y volvió a emprenderla recién cuando acudieron en auxilio de su desconcierto las palabras de su difunto profesor de literatura: «En las obras de arte, en las verdaderas, el autor es excedido y reducido al rol de un simple moderador». Con el sonido de ese recuerdo reemprendió el escrito, aún más emocionado que antes.
Las baldosas de la acera pasaban bajo los pies de Ramón Arenas rápidamente. A pesar de su voluminoso cuerpo, casi no hacía ruido al pisar, y eso aparentemente lo complacía mucho. Cambió de dirección múltiples veces, como si intentara despistar a alguien. El papel que envolvía el bulto estaba ya humedecido y los contornos del revolver empezaban a notarse; no obstante, la noche y la repugnancia que trasuntaba impedían que los transeúntes le fijaran la mirada. Vuelta a la derecha, dos cuadras de frente, una a la izquierda. En un instante macabro, Borges contempló caer su pluma, como en cámara lenta, golpeando contra el piso como un bombo destemplado. Pensó que lo peor de todo había sido esa última mueca retorcida, con ello lo supo todo, Borges ya no tenía duda. Por fin había reconocido en qué sitio se hallaba Ramón Arenas; Borges supo que inexplicablemente estaba a sólo a unas cuadras de su casa. Lo atacaron infinidad de sentimientos, miedo, curiosidad «¿Será posible?»; racionalidad, frialdad, «las creaciones siempre pueden ser dominadas; y en última instancia destruidas, si, eso, destruidas».
Una intriga absoluta se construyó en sus ojos sumamente viejos, que se preguntaban mil cosas. Su mano temblorosa recogió la pluma y agitándola violentamente, le reprochó el infinito de miedos que lo monopolizaban. «Oiga Borges, le dije que su trabajo es en la página «provincias», que jamás va a ser usted un intelectual, que sus escritos sobre arte no le interesan a nadie, que no tiene talento, creatividad…¨No esperará que el periódico diga que es usted literato, ¿no es cierto?».
Nunca, nunca más, se dijo. Sus ojos profundamente viejos capturaron todo el resentimiento de años y Borges reemprendió su obra, queriendo retomar el mando y demostrarse muchas, muchas cosas. Ya no le importaba que esa última mueca le revelara que su creación venía a matarlo, sabía que hoy era capaz de dominarla y de no permitirle más insubordinación. Borges fijó su vista en el papel, sus ojos se llenaron de empuje y lo decidieron a guerrear contra ese monstruoso personaje que deseaba matarlo. Así, volvió a estampar palabras en la cuartilla. Le ordenó que regresara, que tirara el revolver, que se detuviera, que sonriera bondadoso. No consiguió nada. Por primera vez sintió realmente pánico; era como si ya no pudiese romper la dinámica de su propio cuento, como si de alguna forma éste empezara a escribir su propia muerte. Si continuaba sometía su vida a una macabra curiosidad, a su enfermizo deseo de venganza social. Borges lo sometió todo y se aferró a un nuevo intento. Asentó la pluma hasta casi romper el papel, apretó los dientes haciéndolos crujir agudamente, llevó su obsesión hasta límites oscuros, que de improviso terminaron por relajarse. De pronto dejó de luchar, tiró su cuerpo apenas hacia atrás, y con un aparente toque de resignación permitió a Ramón Arenas llegar hasta la puerta de su casa, subir las escaleras lenta, largamente, situarse frente a su encorvada espalda y encañonarlo directo a la nuca. En ese preciso instante, Borges con mucha calma deja la pluma sobre la mesa y empieza a reír, pensando que nunca más sería un fracasado y que no se prestaría a perpetrar su propia muerte.
La escena se te reproduce espiritual y gélida. Tu final también era otro, patético, un Borges dejándose matar por sus complejos y sus traumas. Pero Borges no quería escribirlo, no quería plasmar sus últimas palabras mortuorias. Quisiste consolarte pensando que el mal momento frente al editor en la mañana y el esfuerzo de escribir la novela, te había resultado agotador; que te había apresado en una cárcel en donde los barrotes horizontales son tus fantasías y los verticales, el cansancio. Casi no entendías lo que pasaba. Y te esforzaste, quisiste ir contra el instinto de conservación y conseguiste que Borges viviera nuevamente, «casi lo logro», te dijiste, y él toma la pluma otra vez, la atenaza entre sus dedos, apunta sobre la última línea, va a escribir, con la mano izquierda cubre la hoja, tú no ves, no te lo permite, «¿que‚ hace?», escribe y no sabes qué, quedas curioso y aterrado… exhausto, pero tú tampoco te detienes.
Los ojos antes tercos de Borges aparecen ahora burlones. Y tú: piensas en tantas cosas. Borges siente unos pasos alejándose, el ruido de la puerta a sus espaldas, y vuelve a sonreír sin que puedas evitarlo. Piensas otra vez en tantas cosas. Borges ríe por última vez. Luego, sientes que el hilillo de aire a tus espaldas se hace inmenso, porque tu puerta ha sido abierta, estás casi seguro de eso. Tienes miedo. Ves una sombra humana proyectándose enorme sobre los polvosos cerros de papel en tu mesita. El miedo aumenta, el sabor a moho toma tu garganta; aún así te decides y volteas.
Finalmente, publicaron tu novela acompañada de la siguiente nota del editor:
“Los escritos de la obra que tenemos el gusto de entregar a usted en esta oportunidad, señor lector, fueron hallados por Carlos Bustamante, entrañable amigo del autor, en circunstancias que hacen más apasionante su lectura.
A continuación reproducimos una nota periodística que ilustra de alguna manera la muerte de tan hábil literato:
«El cadáver del oscuro escritor Pedro Saldaña, de 65 años de edad, presenta una herida de bala en la espalda. Se le encontró de cúbito sobre una pequeña mesa, cubriendo con sus manos y su cabeza algunas cuartillas de papel manuscritas y en desorden; presumiblemente a causa del violento impacto provocado por el proyectil.
Se desconoce aún la identidad del asesino.
Un hecho que ha intrigado mucho a los investigadores de la división de homicidios, es la maloliente humedad impregnada sobre el cadáver y las hojas manuscritas halladas en el lugar. Las autoridades especulan que el occiso habría sufrido de una extraña enfermedad causante de ese aparente y profuso sudor febril.