RESEÑA DEL AUTOR
Juan Manuel Chávez (Lima, 1976). Su obra comprende la novela, el cuento, el relato infantil y el ensayo, géneros en cada uno de los cuales ha sido galardonado en el Perú y en el extranjero como la mención especial del Premio Nacional de Literatura en Perú (categoría LIJ) con la novela El barco de San Martín, el Premio Copé de Plata en Cuento o el Premio de Ensayo de Radio UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México). Lo más reciente de su trabajo literario es su novela Cassi, el verano (Editorial Planeta. Lima, 2018) y su cuento “Mi patria chica” en Contes del Procés (Magma Editorial. Madrid, 2019), edición en español, catalán e inglés en torno al proceso independentista en Cataluña. Sigue el doctorado en Lenguas, Literaturas, Culturas y sus aplicaciones en la Universidad de Valencia, es investigador de la Unidad de Estudios Biográficos de la Universidad de Barcelona y es colaborador de OBS Business School. Licenciado en Literatura, diplomado en Docencia en Educación Superior y máster en Derechos Humanos.
CUENTO
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Para mis primos Choco, Lucho y Calín. Que estemos siempre juntos y ebrios de vida
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Llevaba solamente unas semanas en secundaria, cuando escuché una canción que comenzaba con un perro. Y parecía ladrar tosiendo. Hablaba sobre el futuro y los resultados de la educación. La letra contradecía lo que repetían mis viejos y los profesores: anunciaba que, a pesar del estudio, podías terminar sobrando. No había garantías; o, peor aún, la máxima garantía era que todo saldría mal.
La mañana en que arranqué el primer año, mi viejo me llevó al colegio. Quería hablar conmigo, que ya era grande. En el camino, desviándose de su ruta a la construcción, me contó de nuevo la historia de su escape a Lima desde la sierra de Huancavelica; el modo en que trabajó desde los trece años en los mercados de La Victoria para tener un poco de dinero y terminar la escuela por las noches. “Yo he cargado bultos a tu edad, hijo, para que tú no pases por eso. Lo tuyo es convertirte en profesional”. Mi viejo soñaba con un médico o un ingeniero; soñar no cuesta nada.
Antes de atravesar la puerta del colegio, me repitió lo del compromiso familiar y la dedicación. “Tu mami y yo confiamos en ustedes”, me señaló con un beso en la mejilla. Para él, la secundaria definía el perfil de quienes seríamos por el resto de la vida; aunque, semanas después, unos rockeros del sur entonaban a través de las radios que los laureles y el éxito eran para otros; que salir de tan abajo dificulta llegar hasta arriba.
En el salón, solamente “Culo de botella” Chirinos y “Pollo hervido” Gutiérrez tenían decidido su porvenir: uno deseaba titularse de biólogo como su padrino y el otro de oficial de la marina porque daba poder. Del resto, la mayoría se repartía entre jugar en la calle para extender el verano o ganarse con el beso de una chica linda. A mí, por aquel entonces, solo me interesaba hacer bocetos de los Thundercats; sobre todo posando como en la secuencia de presentación del dibujo animado y peleando entre sí en medio de explosiones. Fantaseaba con que pudiera hacer de eso una profesión.
Mis ilustraciones eran malas al comienzo y simplemente mediocres después. Pero igual, “Chetumare” Reynoso comenzó a coleccionarlas. Al cabo de varios meses, él se percató de la forma en que había modificado el grosor de las líneas y ampliado los matices para pintar; incluso, llamaba su atención la proporción de los cuerpos. “Tus dibujos no han mejorado, huevón, pero tienen personalidad”.
Yo hacía esbozos y buscaba la manera de afinar el acabado. Y no solo lo hacía en el recreo, sino durante las clases: tanto en mi cuaderno, en vez de tomar notas o copiar de la pizarra, como en algunos exámenes, cuando me daba por vencido al no saber la respuesta a una pregunta. A los profesores les comenzó a molestar mi afición con una intensidad que era inversamente proporcional a la curiosidad de mis compañeros. Fue idea de “Calzoncito” Hinostroza que dibujara con papel carbón detrás. Me quedaba con la copia y vendía mi original a precio de lapicero Novo o paquete de Chizitos.
Para el segundo y tercer año, además de bocetar a los Thundercats hacía caricaturas de los profesores y retratos deformados de mis compañeros de clase. “Chetumare” Reynoso había tenido razón: mis trabajos no eran estupendos, pero el conjunto destacaba por un sello personal; en especial, por el alargamiento de los rasgos corporales y el modo en que coloreaba como derramando tonalidades sobre las siluetas. Mi hermano, que ya había comenzado a prepararse en una academia del Cercado para postular a la Universidad de Ingeniería, explicó a mis viejos que yo dibujaba feo a conciencia para alcanzar el grado en que se vea especial.
Tuvo que dar esa y otras explicaciones en mi nombre porque mis viejos estaban alarmados y bastante molestos como para escucharme a mí. En la visión de ellos, yo había ingresado a un túnel sin salida. Me había extraviado entre el primer y tercer año de secundaria con la complicidad silenciosa de mis profesores, al punto de creer que podía ser pintor en vez de médico. “Decepcionados”, eso dijo mi viejo al hablar otra vez de mis pésimas notas y mirando cada uno de mis papeles coloreados. “En esta casa no vamos a financiar una carrera de artista”.
El cuarto y quinto año de secundaria fueron para mí algo solitarios. En el barrio, la gente elegía entre trabajar o estudiar; yo quería pintar. En el colegio, clase tras clase nos instaban a elegir una carrera y así lo hicieron no solo “Culo de botella” Chirinos y “Pollo hervido” Gutiérrez, sino también Reynoso, Hinostroza y tantos más. El resto éramos los vagos, quienes no tendríamos futuro. Lo que en verdad nos faltaba era un presente sin tantas presiones.
“El baile de los que sobran”, la canción de Los Prisioneros, sonó como una novedad extraordinaria cuando yo comencé la secundaria y no dejó de difundirse cuando acabé la escuela; su vigencia nos hizo cantarla una tarde fuera del colegio, con una botella de aguardiente al medio y entonándola como si fuera el himno que hablaba de nosotros: “… ellos pedían esfuerzo / ellos pedían dedicación / ¿y para qué?…”. Tal vez era tan persistente porque era cierta.
El último día de colegio, el director se acercó a la promoción para soltar una frase memorable e íntima para cada uno; para mí no tuvo tanto, solo una palabra: “Enderézate”. Para contrariarlo, salí de esa ceremonia tan erguido y vertical como un mástil, flameando con orgullo la bandera de mi decisión: sería pintor contra todo pronóstico, y dispuesto a lograrlo sin pelear por un cupo en la universidad ni mendigar plata a mis viejos.
Fue mi hermano quien me ayudó a conseguir los lienzos, acrílicos y óleos con que dejé atrás los carboncillos y las acuarelas de mi adolescencia. Él los pagaba con el dinero extra de sus clases de matemática en un colegio y lo que sacaba por apoyar en una fábrica. Iba a ser ingeniero mecánico, y yo estaba tan orgulloso del “Bravo” como él lo estaba de mi perseverancia. El único cuadro de gran formato que hice, se lo regalé firmado para que, cuando tuviera un despacho en su propia empresa, lo luciera de columna a columna. “Ni cagando”, me dijo ante la primera botella de vino que se pudo pagar: “tus pinturas son una buena mierda”.
El hecho es que, ni la tenacidad de su apoyo ni la intuición de “Chetumare” Reynoso sobre mis dibujos eran suficientemente rotundas como para eclipsar lo obvio: yo era un pintor sin talento. El problema no era mi condición de autodidacta, sino el equivalente de tener dos pies izquierdos y artríticos cuando anhelas ser bailarín. Intenté, con disciplina y mucha dedicación, hacerle frente a mi carencia de virtudes artísticas, pero fue en vano. Al cabo de los años, mi reducida obra dejó de interesar hasta a mis familiares y mis amigos.
Tenía casi treinta años cuando mis viejos regresaron a la carga, porque yo era una carga para ellos y para el “Bravo”. Sencillo: debía abandonar esa pérdida de tiempo que eran los colorcitos sobre telas y trabajara de obrero, que para algo tenía brazos y una salud de hierro. Mi hermano mayor quiso defenderme de nuevo, pero lo atajé. Su idea era que me mudara a su departamento y siguiera en lo mío cuanto quisiera. Me negué. “¿Tú sabes todo lo que hizo Theo van Gogh por Vincent?”, me preguntó solo por joder, pues él me había regalado el libro con las cartas filiales entre ambos; no es que le gustara compararme con el genio neerlandés, sino que le divertía equiparse con aquel mecenas que solventó su carrera.
Esa misma tarde me instalé en un cuartucho cerca de San Cosme, en La Victoria, el distrito donde mi viejo comenzó su historia en Lima. Y en una esquina del mercado donde él se ganó la vida de adolescente, yo ofrecí mis servicios de retratista y caricaturista a cambio de unas monedas de los caseros o sus clientes. Me sentía un derrotado; lo estaba. Me comía la vergüenza bajo el sol y en medio del olor de las verduras y las frutas, solo para comer. Sin embargo, pintaba. No usaba lienzos, sino cartulinas pero seguía pintando.
He pasado una década ahí, haciendo lo mío; como desde los días en el colegio y el final de esa etapa de ilusiones, veinticinco años atrás.
La salud de hierro que me había caracterizado desde la niñez desmejoró por la inhalación de los pésimos productos que usaba para pintar, además de las prolongadas jornadas en el mercado y sus podredumbres. La garúa de la ciudad, tan ridícula como lluvia pero agresiva con mi actividad y mis pulmones, me obligó a buscar otras alternativas.
El día en que la promoción de mi colegio cumplía sus bodas de plata, yo había trabajado toda la mañana embelleciendo con caligrafía estirada y matices chillones el puesto de pescado de una vecina. La noche anterior me ocupé de algo muy diferente para el comerciante de plásticos: quiso querubines sobre nubes y tonos pastel en la habitación de su recién nacida Estefanía. Y, con lujo de detalles, conté mis peripecias laborales a mis antiguos compañeros en la reunión, que comenzó a las ocho de la noche y seguía con diversión y bulla hasta la medianoche. De las cervezas, habíamos pasado al aguardiente.
A casi todos nos había ido mal económicamente. Ni siquiera pudimos reunir de forma equitativa el suficiente dinero para alquilar un local con aire acondicionado y orquesta, por lo cual hicimos la fiesta de reencuentro en el patio del colegio. Yo me excusé de dar plata, con el ofrecimiento de colgar lienzos pintados para la decoración: llené una pared de telas que lucían los rostros jóvenes de cada uno de nosotros.
Con los montos que habíamos ahorrado, el oficial de marina “Pollo hervido” Gutiérrez, el único que podía hablar sin falsa modestia de triunfos profesionales y familiares, organizó a un grupo para encargar una placa recordatoria que presidiría el pasillo central con nuestros nombres y oficios. “Chetumare” Reynoso me secreteó que me iba a encantar.
A las doce, después del breve aunque asombrado discurso de nuestro antiguo director, se develó una pieza rectangular de granito en que mi nombre figuraba en la quinta ubicación. Luego de mi apellido decía, con letras de molde y alto relieve, “artista”.
Al verme reflejado en la placa que conmemoraba los veinticinco años de salida del colegio, me dio una risa nerviosa y un ataque de tos. Emoción, alegría, cojudez completa, además de una salud menoscabada. El director, para quien siempre fui una decepción, zanjó mi acceso con una frase: “Tos de perro”. La promoción escuchó sus palabras y conectaron sus recuerdos con los míos, mirando al frente mi trabajo de lienzos pintados. Había un himno de los viejos tiempos, y cantaron.
Luego de la insubordinación de mis pulmones, otros perros ladraron en el patio para dar paso a los versos iniciales de Los Prisioneros: “Es otra noche más / de caminar…”.
En el mundo de las proyecciones individuales y las oportunidades particulares, yo seguía resistiendo con mi objetivo de secundaria a pesar de las carestías y los inconvenientes. Mientras cantábamos a voz en cuello, “Culo de botella” Chirinos se quitó los lentes de diseño que subsistieron a su última quiebra empresarial para mirarme sin vidrios de por medio y decirme, con transparencia de amigo, que admiraba mi valentía. Algo similar mencionaron otros, igual de borrachos. Sentí por fin, a mis cuatro décadas, que en el auténtico baile de la vida, donde lo esencial es la voluntad y la libertad, yo era de los pocos que no sobraban.
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Este cuento se publicó originalmente en el libro Hermosos ruidos. Tributo narrativo a Los Prisioneros (Ediciones Altazor, 2018).