QUE NADIE DIGA QUE ES EL FIN DE LA NOVELA
La historia me la conocen algunos amigos. El primer trabajo serio que escribí fue una novela. Manuscrito que perdí a los pocos días de haberlo terminado. Doscientas veinte páginas a espacio y medio, escritas en máquina de escribir mecánica se perdieron en un cartapacio negro probablemente sobre la silla solitaria en una mesa del Queirolo. No hay edad para hacer idioteces y esa fue la mayor de todas. Más aun, no tenía mayores notas ni borradores de ella porque los deseché todos luego de hacer la última transcripción. Los procesadores de textos aún eran instrumentos un tanto tímidos con algunos escribidores. Después de la pérdida, sufrí un trauma novelístico y se me dio por escribir cuentos que, de perderse, serían menos traumáticos.
Ciertamente a muchos de mis amigos, de esos que todavía creen en mí, ya no les divierte la anécdota. Insisten en que se me está pasando el tren y que más vale una novela mediana que un gran conjunto de cuentos. No tengo por qué desdecir tal afirmación (aunque sí me parece que escribir cuentos es una cosa muy seria), sino aceptar que habría que terminar esas novelas cuyos borradores van dando de bandazos en mi mesa de trabajo.
El asunto me viene a cuento porque leo un artículo, en
el suplemento Babelia, en donde se hace una defensa cerrada de la vigencia de la novela como género literario. El autor del artículo es el escritor Fernando Royuela, autor de la novela
El rombo de Michaelis , Alfaguara, 2007.
Asistimos en estos tiempos a debates bizantinos sobre la naturaleza de la novela orquestados de espaldas a la realidad. Todo empezó con el anuncio de su muerte, cuando al escritor Eduardo Mendoza se le ocurrió divulgar la tontería. Después otros recogieron el testigo y se lanzaron a hacer decálogos de inexcusable cumplimiento.
La novela no está muerta afirma el escritor y tengo que concordar con él, sólo como lector asiduo ( no me queda de otra también). La novela es un espacio inmenso en donde han cabido todas las variantes y aún queda mucho espacio para la aventura narrativa.
La novela carece de reglas. La novela es por excelencia el último bastión de la libertad creativa del individuo. La novela es el territorio de la fantasía, el trasunto imposible de la realidad, el big bang del pensamiento libre y el instrumento con el que el mundo se reinventa una y otra vez. Pura catarsis, puro caos, pura pasión.
Trabajar en una novela es una actividad sumamente agotadora y excluyente. Salvo contados casos de un gran profesionalismo en autores eficientes, escribir una novela implica ser casi absorbido por una realidad paralela cuyos bordes con esta realidad se hacen difusos al punto que, a veces, es muy difícil escapar de la ficción después de una jornada de trabajo creativo.
Ahora bien, como lector, la subyugación es también intensa y absorbente pues, leer una buena novela, implica adentrarse en una dimensión en donde los hilos de la lógica discurren de una manera particular. Una buena novela debe ser verosímil aun cuando algo dentro de ti algo te esté advirtiendo que es sólo una ficción.
La novela como vehículo de expresión artística ni está muerta, ni es predicable, ni es previsible. Toda visión del mundo tiene en ella cabida, todo estilo ubicación y toda narración asiento. Quienes no tienen una historia que contar, quienes carecen de visión del mundo o son incapaces de desarrollar un lenguaje propio gustan de exhibir su indigencia predicando por los medios el fin de la novela, su mutación genética o su retirada menstrual. Algunos de ellos deberían empezar por releerse el Lazarillo por si pudiera servirles como solución habitacional de su problema literario.
Por mi parte, si todavía me creen algunos amigos, prometo cerrar la novela de mis tormentos muy pronto. Pero, claro, seguro que primero saldrá en la parrilla otro librito de cuentos que también me obsesiona. Ni modo.