Llegó muy agitado a la esquina de Moquegua con Tacna y por supuesto que encontró a una multitud que aguardaba desesperadamente para cogerse del primer transporte que se detuviera. Ya se vivía la hora punta y se diría que la angustia de la gente, que avanzaba entre tropezones y maldiciones, era tan denso que se confundía con la bruma sucia de la mañana. Fulano aceptó entonces – mientras intentaba controlar el ritmo de su respiración- que estaba muy atrasado y que la posibilidad de una tercera tardanza en una misma semana rondaba amenazante aquella mañana. Respiró muy hondo, miró al gentío alborotado y se dispuso a iniciar la batalla de todos los días en pos de un transporte.
Desde aquella ubicación, Fulano pudo ver toda la amplitud de la avenida Tacna: la sucesión de edificios grises y agotados, los esqueletos de letreros maltrechos y dormidos, el caudal fragoroso de vehículos bajando desde el puente Santa Rosa, el cielo plomizo, el aire sucio, la muchedumbre desesperada por la hora, las carretillas de los emolienteros, la desazón general. Fulano inevitablemente suspiró.
Su rostro palideció cuando volvió a mirar su reloj: el tiempo avanzaba incontenible. Levantó ansioso la mirada tratando de distinguir el ómnibus que le convenía: nada. Entonces miró a su alrededor e intuyó que no era él único que temía por una tercera tardanza y como que aceptó el consuelo que a veces se tiene cuando el mal es compartido. Luego recordó que precisamente ese problema colectivo iba a convertir el abordaje del ómnibus en una batalla campal. Y de pronto se sintió minúsculo, débil, como cuando el jefe lo humillaba con palabras que – sin aparentar algún agravio – dejaban implícito el dolor de un regaño. Fulano volvió a suspirar
Cuando el ómnibus se hizo visible en la cuadra anterior, sintió un rala alegría que inmediatamente se transformó en preocupación porque se dio cuenta de que muchos de los que se aglomeraban con él, se preparaban también para el asalto. Guardó sus lentes de carey, sujetó con fuerza su maletín envejecido y trató de adivinar el lugar en donde podría detenerse el ómnibus. Todos los demás también comenzaron sutilmente a orientar sus movimientos según sus propias predicciones.
Los vehículos se movieron aun antes de que la luz del semáforo parpadeara y entonces la muchedumbre se descoyuntó a toda prisa en busca de su objetivo. El ómnibus que le interesaba se veía repleto y como que hizo el amago de seguir de largo. Sin embargo, se detuvo sorpresivamente en el sitio menos previsto con bufido de animal viejo y cansado. La hora decisiva había llegado. Fulano lo supo cuando empezó a correr antes que los demás peatones sorprendidos. El ruido era ensordecedor como cada mañana: bocinazos, cobradores vociferando sus rutas, motores destartalados y la humedad del clima y el humo de las máquinas: el aire picante, lacrimoso, oscuro.
Fulano se dio cuenta que podía ser el primero en subirse al estribo del vehículo y fue feliz. Supo que estaba sólo a unos cuantos metros de su objetivo y dedujo que esa mañana iba a ser un ganador. Sintió que sus contrincantes ya estaban muy cerca y apresuró el paso. El delicioso sabor de la victoria le daba fuerzas. Y cuando vio que por su derecha otro hombre impetuoso estaba por rebasarlo, no tuvo tiempo de pensarlo, tal vez no quiso pensarlo: simplemente se le atravesó. No tuvo de tiempo de ver cuando aquel cuerpo trastabilló y cayó humillantemente.
Alcanzó a colocar el pie en el estribo cuando el ómnibus ya arrancaba.
Antes de que el ómnibus diera un giro hacía la avenida Garcilazo, Fulano todavía alcanzó a ver a aquel hombre, muy parecido a él, incorporándose con la ayuda de algunos otros desdichados y maldiciendo su caída, maldiciendo al malvado que lo empujó, y a su tercera tardanza y a la vida misma.
Fulano se sintió mal por su proceder. Luego de unos instantes se sintió en verdad peor cuando reconoció que verdaderamente no se sentía tan mal.